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Rudolph, Rudy, Rodolfo: Tres vidas, el mismo hombre justo

Rudolph, Rudy, Rodolfo: Tres vidas, el mismo hombre justo
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Vivir un siglo es ser testigo y, a veces, protagonista de transformaciones. Es conocer las debilidades y las fuerzas, lo luminoso y la oscuridad que pueden habitar al ser humano. Aproximándose a un centenario de vida, partió esta semana un hombre que creció, floreció, y fue arrebatado de lo más preciado. A lo largo de su vida supo ponerse nuevamente de pie sostenido por un sólido andamio ético, en un ciclo que se repitió y vivió en dos continentes.  Rodolfo Müller, originario de Northeim, Alemania, nacido en el año 1922, hace 99 años para ser preciso, emprendió un nuevo “viaje a otro plano”, según su familia cercana que le rodeó cuando dejó de respirar el 8 de junio.

Un niño que creció en un antiguo pueblo circundado por los ríos Leine y Rhume, entre bosques de abedules, pisando adoquines antiguos y recorriendo los fragmentos del muro medieval que protegía el poblado de peligros externos.  Un refugiado que huyó de la marginalización y el terror sistemáticos junto a su familia, con una maleta en la mano. Un inmigrante que floreció en un país lejano, en el cual puso sus esperanzas,  pero también donde enfrentó fantasmas  que pensaba haber dejado atrás en el viejo continente.

De niño, el entonces Rudolph- Rudy para sus cercanos- , a partir de marzo de 1933,  vio pegados en los muros, afiches que denunciaban “la judería internacional.” Y vio hombres de camisa parda afuera de las pocas tiendas judías para anotar los nombres de los no-judíos que entraban. Pronto no podrían andar por la calle sin la estrella amarilla pegada al brazo. Junto a un hermano y un amigo fueron los únicos niños judíos en el colegio; el amigo, en particular, fue blanco de agresiones, y Rudy salía a su defensa. “A mi me tenían un poco más de respeto porque yo me defendía,” dijo una vez.

Esa fuerza interior, de no dejarse provocar, el instinto de defender al más vulnerable, y mirar la vida como un regalo,  fueron atributos que le servirían bien en el transcurso de su larga vida.

A bordo del vapor que partió del puerto de La Rochelle, supieron que su destino era esa línea larga y delgada que figuraba  como fin del mundo en el globo terráqueo.  Nunca antes escucharon hablar de un lugar llamado Chile.  Allá llegaron en enero de 1937.

Rodolfo Müller fue empeñoso desde chico. En el barco que cruzó el Atlántico, había un libro para aprender el español, y al llegar a Valparaíso, ya dominaba bastante bien el idioma. Una vez instalados en Santiago, ingresó al liceo, pero lo encontró de un nivel demasiado bajo. Al cumplir 15 años se retiró, prefiriendo aprender un oficio. En un pequeño taller en calle Santo Domingo con Morandé, aprendió a manejar un torno. Le tocó al taller instalar el primer observatorio de Santiago, por Gran Avenida, cerca de un terreno de la aviación, y en las noches observaban las estrellas, perdiéndose, maravillado, en la galaxia. El taller también fabricó los cabezales de sonido, durante el auge del cine sonoro, que se instalaron en los teatros de pueblos chicos por todo Chile.  Siendo adulto, y ya padre de dos hijos, diría que realmente se sentía feliz en su época de aprendiz, “porque aprendí de todo.” Con ese oficio, abrió un garaje mecánico de reparación de Citronetas, con el cual  más tarde mantuvo su propia joven familia.

Pese a su temprana experiencia en instalar cines a lo largo del país, no sospechaba que su hijo se apasionara por ese medio. La historia de Jorge, el camarógrafo que filmó La batalla de Chile, y varias obras más, es bastante conocida. Pocos saben sin embargo que cuando Jorge filmaba el campamento de los camioneros en huelga, los actos en el Estadio Nacional y muchos otros acontecimientos de la época, su padre le prestaba la vieja Citroneta. Rodolfo y su esposa Irma Silva se preocupaban de que se exponía y se arriesgara demasiado. “No hago nada malo. Solo filmo lo que estoy viendo,” les contestaba Jorge. “Ellos (los militares) no lo entenderían después así,” señaló Rodolfo muchos años después.

A partir del 29 de noviembre de 1974,  cuando Jorge y su pareja Carmen Bueno fueron secuestrados en plena Providencia, esquina Bilbao con Los Leones, por un escuadrón de hombres de civil, Rodolfo e Irma se abrieron al mundo.  Formaron un equipo de dos, fortaleciendose el uno al otro, en las incontables gestiones para dar con el paradero de Jorge y Carmen.

Rodolfo Müller e Irma Silva no sólo se dedicaron a buscar a su hijo.  En su casa en Providencia y en la de El Quisco, ampararon a otros perseguidos, para que no les sucediera lo mismo que a su hijo. Paralelo a abrir su casa y sus corazones para amparar gente, continuaban sus gestiones diarias de búsqueda. Se rumoreaba que estaban en Tres y Cuatro Álamos, y allá fueron a dejarles ropa, queques, jabón. En la embajada de Alemania consiguieron visa con la esperanza de llevarlo al país natal, apenas reapareciera.

En el trayecto, se encontraban con otras personas empeñadas en el mismo peregrinaje. Terminaron uniéndose a la nueva agrupación de familiares de los 119, formada después del montaje de julio de 1975 orquestada por la dictadura para explicar el destino de personas detenidas y desaparecidas. Muchas veces los familiares se reunían en casa de la pareja, el amplio living haciéndose chico, con gente acomodándose en el suelo. Una compañera los recuerda, “Algunos maridos terminaron separándose porque las mujeres comúnmente se abocaron más, sino por completo, a la búsqueda. Pero ellos siempre llegaban juntos a las reuniones de la agrupación.”

En 1978 con otras personas impactadas por las prácticas represivas de la dictadura, Irma y Rodolfo formaron el conjunto folclórico Aydar que funcionaba desde varias iglesias y escuelas, rotando entre diferentes espacios del sector oriente de Santiago. Rodolfo, de gorro de lana, tocaba tonadas chilotes en su acordeón, instrumento que aprendió a tocar en su juventud en Northeim.  La misma música de Chiloé le acompañó esta semana cuando emprendió su viaje infinito, uniéndose con Irma y Jorge.

La resiliencia, la capacidad de adaptarse a cambios, de seguir aprendiendo, y entregarse a otros durante el transcurso de la vida han sido señalados como elementos claves de los longevos. Estos atributos brillaban en Rodolfo Müller.

Rudolph, Rudy, Rodolfo, desde sus distintas identidades entretejidas, pudo canalizar el horror mediante el poder transformador de la solidaridad y la justicia. En ese proceso, transformó a otros y a la vez él mismo fue transformado. En cada joven encontraban algo de su hijo, y así, el legado, de Rodolfo, que es en parte, el de Irma y Jorge, persiste en cada ser que fue tocado por ellos.

*Fuente: Clarin

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