La grandeza de una isla pequeña
por Fernando Buen Abad (México)
7 meses atrás 5 min lectura
Era muy caro, para mis recursos monetarios a los 16 años, enviar un telegrama a Cuba desde México. No obstante, hice «las mil y una» y pude poner en la oficina del telégrafo un mensaje: «Comandante Fidel Castro: feliz aniversario del 26 de Julio». ¿A qué domicilio lo envía?, me preguntó el telegrafista, y no supe qué decir. Ponga usted «Palacio de Gobierno de Cuba». Pagué por mi telegrama y me fui. Con el paso de los años recuerdo mi audacia (y mi ignorancia) no sin perplejidad: ¿cómo se me ocurrió semejante idea, de dónde saqué la locura de creer que, «así como así», uno podía enviarle a Fidel mensajes de aniversario que llegarían sin obstáculos a sus manos? Evidentemente no me pareció un imposible.
Una cantidad de recuerdos me ayuda a explicar por qué, para mi generación, Cuba y Fidel parecieron siempre muy cercanos y amigables. Yo nací en 1956, crecí con la Revolución Cubana instalada en mi casa. A los 16 años ya un tío me había obsequiado La Historia me Absolverá (1953) y mi abuela me había regalado El Diario del Che en Bolivia. En la unam había carteles con la imagen de Fidel, la música de Carlos Puebla nos llegaba en discos «sencillos» y el «long play». Entre la «secundaria» y la «prepa» (escuela nacional preparatoria) ya escuchaba a Oscar Chávez cantándole al Che y a Camilo. Mi abuela decía que quería a «los barbudos», porque hacían cosas buenas por su pueblo. Cuba, Fidel y la Revolución eran parte de mi familia desde mi adolescencia y antes. Muy rápido me di cuenta de que semejante familiaridad recorría las casas, las escuelas y los centros laborales de todo el país. No exagero, Cuba tocó fibras sociales muy sensibles en México.
He oído historias muy similares a lo largo de los años, historias de amor y compromiso engendrados por una isla pequeña del Caribe, que supo hacerse gigante en los corazones de los pueblos. No es solo una metáfora para un ejercicio de retórica. Es una confesión de parte. Mujeres y hombres de la intelectualidad, de la academia, de las artes y de las luchas populares crecimos impregnados de Cuba. De sus luchas y de sus ejemplos. Se nos estanció en la cabeza y en el corazón para florecernos en ideas y debates sobre la Revolución y sus motores de clase; sobre el método cubano para transformar el mundo; sobre el socialismo argumentado con acento de Caribe, con la proximidad rebelde y geográfica enmarcada por el Golfo de México. Todavía se ve la estela del Granma partir las aguas hacia una historia, que se nos hizo maestra de la vida desde la Sierra.
Llegaba hasta mi casa, la de mis padres, la revista Bohemia, porque me anoté en una lista que circuló en la «secundaria». Era una delicia hojearla en las tardes de tareas escolares. Mi padre fruncía el ceño, entre preocupado y curioso. Pronto se le acabaron los recelos porque leyó, de Rius, su Cuba para Principiantes (1966) y también leyó Marx para Principiantes (1972), salidos de la pluma genial de un amante de Cuba como pocos: Eduardo del Río, extrañado. Por cierto, libros leídos por millones de mexicanos que también aprendimos, con dibujos de un cómic singular, lo elemental de una experiencia revolucionaria que conectaba a Zapata, Villa y Flores Magón con Fidel, Camilo, Raúl y el Che en el mismo sendero que sigue el «espíritu que recorre el mundo».
De noche, tarde, en la radio de mi padre –que tenía onda corta– oíamos mi hermano y yo Radio Habana, Radio Reloj y música cubana, constantemente interferido por ese ruido de frecuencias entrecruzadas. Era un manjar sonoro de Cuba que saciaba el hambre de sonidos antimperialistas y anticapitalistas. Unas cuantas veces pudimos escuchar a Fidel sin entender del todo lo que decía, pero solazados por la dignidad de sus palabras en combate. Una escuela política nocturna con la oreja pegada a la radio. Delicias revolucionarias. ¿Por qué?, ¿qué estaba pasando que tantos jóvenes nos sentimos atraídos por Cuba y la Revolución que hacíamos nuestra a nuestro muy peculiar modo? ¿Qué amor extraño, de nuevo género, crecía en nuestras cabezas y corazones? No éramos pocos.
Ojalá fuese posible contarle al oído al pueblo cubano, cuánto nos ha educado su ejemplo titánico de resistencia y entereza. Ojalá fuese posible que unas cuantas líneas resumieran, y expresaran, el cúmulo de emociones fraternas que anidan en nuestras vidas gracias al ejemplo solidario de Cuba con todos los pueblos hermanos, en Angola tanto como en Venezuela, por solo mencionar un eje geopolítico e histórico de nuevo género en el tiempo y en el espacio.
Escribo en primera persona con el supuesto de que es así como mejor se explica el amor entrañable que sentimos muchos mexicanos por la Revolución Cubana y, también, la deuda inmensa que tenemos con su ejemplo de lucha y dignidad a toda prueba. Así, en primera persona, supongo que puedo dejar a la vista las tantas horas de lecturas y debates, la tanta música, cine, poesía y filosofía recogidos de tantos extraordinarios talentos cubanos. Casa de las Américas… Prensa Latina. Pablo, Silvio. Escribo en primera persona endeudado con las horas buenas de la mejor producción científica y cultural de Cuba y endeudado con la solidaridad (nunca suficiente) en las horas amargas de acoso, bloqueo y humillación contra un pueblo ejemplar e irrompible como es el cubano. A mis años ya sé que nunca podré retribuir lo tanto recibido. Me atengo, no obstante, a las palabras de Martí, que yo entiendo como canto guerrero en pie de lucha siempre humanista: «Amor con amor se paga». Espero estar a la altura en cada 26 de Julio, en primera persona.
*Fuente: Granma
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