“Escuela Santa María: las voces de los callados”
por Iván Vera-Pinto Soto (Iquique, Chile)
5 años atrás 9 min lectura
Hace pocos meses atrás el Teatro Universitario Expresión, con motivo de la celebración de sus 40 años de vida artística, estrenó con mucho éxito una obra de mi autoría titulada “Las voces de los callados”, cuya temática central se basó en una microhistoria ocurrida en la matanza de la Escuela Santa María de Iquique, el 21 de diciembre de 1907.
En este trabajo escritural un comentario aparte merece la presencia de la muerte, como ente abstracto, catalizador y fuente de poder de este estilo escénico. En este texto la muerte se enseñorea con pasmosa facilidad, cumpliendo cabalmente un doble rol: juez y conciencia. Particularmente, aquí es retratada como una diosa omnisciente y omnipresente, dueña de un poder privativo que puede decidir y trocar la existencia de cada individuo y de la colectividad en su conjunto.
Reconocemos que este es un dispositivo muy propio del canon autoral, donde la muerte interpelada es una vía de liberación de los sacrificados, y un lenguaje de la verdad que homologa los intereses y aspiraciones de todos los ausentes, de manera semejante como la conciben los pueblos ancestrales, donde la muerte no es un signo de destrucción, acaso una forma que les permiten pasar rápidamente a un intercambio simbólico dentro del mundo mágico y onírico.
El conocimiento histórico nos da cuenta de que la muerte, como efecto terminal que resulta de la extinción del proceso homeostático en un ser vivo; y con ello el fin de la vida, surge de la agonía que los sujetos padecen en un medio desigual e injusto; cercados, al mismo tiempo, por la violencia simbólica y real del sistema capitalista. Para simplificar esta elucubración, puntualicemos que la construcción social de la muerte está mediatizada por la cercanía física, temporal, espacial y mental respecto a ella. No hay que dudar que esta situación es decidora en la alineación de la visión trágica que tenía el pampino de su presencia en esta tierra.
Es adecuado sostener que su personificación en esta obra intenta dar una torcida de mano a la creencia occidental: portadora de desgracias y fatalidad. Aquí, resulta ser castigadora con los victimarios, y fraterna con las víctimas. Procura no aparecer como una enemiga de los trabajadores, sino como auxiliadora de los pesares y obstáculos que en vida sufrieron a diario. Es muy factible que esta concepción se entronque con la cultura religiosa de nuestros pueblos originarios. Es más, en su perorata no se hace cargo de los padecimientos y fallecimientos de los obreros, inversamente, manifiesta su descontento y rebeldía de proseguir con su faena fatídica de acarrear en su carroza más pobres que ricos.
Más adelante, algo llamativo ocurre en el clímax de la imbricada trama.
Para ser más preciso, el personaje mítico en un acto de increíble humanidad decide, abiertamente, respaldar a los humildes, transfiriéndoles poderes asombrosos, gracias a los cuales les permiten eludir la consabida tragedia, transformando el acto heroico en un signo de soberanía y continuidad de lucha. De tal suerte que, los huelguistas, aun cuando se hallan en una condición de moribundos y sus existencias parecían prolongarse solo por una inercia estúpida, asoman retratados, paradójicamente, por obra y gracia de la entidad antropomórfica, como seres invencibles, en atención a que los moviliza un sentido superior de contenido ético o moral. Esta idea justifica el hecho que las balas no perforen sus pechos, al revés, rebotan en el blindaje de su coraje, trascendiendo por sobre el desastre, venciendo la estigma de maldición.
De esta forma, se trabaja con un registro empático, como una herramienta literaria, creando para el público una arena jurídica donde el pueblo puede ejercer la justicia abandonada por el Estado.
La ilustración dada puede ayudar a explicar por qué la muerte para el trabajador, sin proponérselo de manera juiciosa, no encarna el final, sino el comienzo de una nueva existencia de lucha; por tanto, el cuerpo que vivía antes dominado por un sistema que buscaba el lucro de la oligarquía, ya no tiene mayor valoración, por su carácter temporal este dejó de ser la vida real y es el pensamiento libre o la conciencia de clase la que se sobrepone al despotismo social y, por ende, a la misma muerte. Lo que no asegura que el sujeto, previo a la matanza, así como cualquier ser humano, reaccione con angustia; un vacío que lo embarga cuando se ve enfrentado a la nada, como podemos entender en Sartre y Heidegger, pues este es un hecho muy difícil de asumir, de elaborar a nivel racional, aun cuando tengamos conciencia que la muerte es inevitable.
No es antojadizo conjeturar que es el sentimiento libertario – aquel que abraza el obrero – el que conquista la verdad, enfrentando al organismo opresor e irradiando una fuerza extraordinaria (la lucha mancomunada) para impedir que la vieja sociedad destruya el sentimiento de esperanza, permitiendo reanudar con más fuerza el camino hacia una nueva realidad, aun cuando ellos no la alcancen a ver. En concreto, en el plano de la reescritura, la muerte admite la posibilidad que el obrero logre una inmortalidad histórica.
Lo dicho hasta aquí supone que, la muerte representa para el pampino un paso transitorio que le permite redimirse y perpetuarse en la misma tierra donde vivió y laboró durante tantos años. A nivel ideológico, opera una forma de celebración de la muerte que le da valor a la vida del obrero, ya que puede incorporarse a la memoria colectiva y, correlativamente, trascender y adquirir importancia en su mundo social.
En concordancia con lo anterior, podemos tantear a modo de hipótesis que la trascendencia que se le atribuye al obrero mártir, surge de su propio pensamiento, de sus emociones, creencias diferenciadas y de la praxis militante inmersa en las organizaciones de los asalariados.
El axioma involucra dos deberes: el primero, una predisposición a continuar el combate por una sociedad ideal y, el segundo, un juramento solidario de clase que conlleva la idea que los vencidos permanecerán eternamente en la memoria del colectivo. Entonces podemos desprender que el obrero es plasmado en el texto como un sujeto social, político e histórico que enfrenta su fatal destino hermanado en un sentimiento genuino: el internacionalismo proletario.
En esta pieza dramática, coincidente con los derroteros de Tadeusz Kantor, la muerte aparece como un pilar que nos permite reconfigurar los objetos de nuestra imaginación para hacerlos reales en la escena. Y junto a esta presencia metafísica – siguiendo el pensamiento pre lógico y primitivo, el cual no distingue niveles entre lo real y el imaginario, se hallan un conjunto de entidades que vuelven de la muerte al espacio de una segunda existencia para que los lleva a actuar como sombras mutiladas, sobrellevando en sus espaldas flageladas las necesidades insatisfechas, dolores, amores, demandas reprimidas y sueños quebrantados, dentro de un ambiente donde priman palabras repetidas, ruidos, lamentos, campanas, imágenes, objetos simbólicos y diálogos que constituyen retazos de memoria. Al no encontrar en vida sosiego a sus necesidades, regresan para acechar a los vivos. Razonablemente, la memoria toma cuerpo por medio de los fantasmas peculiares que se comunican con los vivos, para ayudar a superar las laceraciones individuales y colectivas. Auxiliar a los interlocutores principales a resolver los problemas del presente constituye su principal cometido, lo que comporta necesariamente un mecanismo de anagnórisis identitaria.
Se debe agregar que en esta fábula, los fantasmas son entidades irreales y enigmáticas que trascienden los saberes comunes y subvierten la dicotomía muerte-vida. Son seres que habitan lugares liminales donde se prestan a la transacción y la construcción identitaria. Están allí, como persistentes energías, revelan detalles minuciosos de los hechos. Son protagonistas que verbalizan el ambiente mortuorio al cual se vieron expuestos, es así como articulan sus sentimientos y el sistema retórico delante de sus propias existencias destrozadas, mediante una expansión de voces polifónicas y una disposición discursiva de múltiples estratificaciones locutivas, creando diferentes planos de intervención. Al punto que, manifiestan su repulsión ante la masacre y la angustia colectiva. Sus huellas y voces, con guiñapos de identidad y de memoria, se desplazan entre el territorio de lo desconocido y la ficción escénica.
De cualquier manera, el protagonista de la obra (Leandro) exorciza a la muerte introduciéndola como columna vertebral de su discurso. Este es el motivo por el que imperiosamente busca la sepultura de sus parientes, convirtiendo el lugar material en una señal duradera del duelo; rescatando sus carnes y espíritus del olvido siniestro. Todo esto debemos entenderlo íntimamente ligado a la poética y la lógica de lo cadavérico.
Situados en esa perspectiva, el procedimiento de animar a los muertos y restaurar sus existencias aniquiladas, es una forma teatral de presentificación del ausente y del que no tiene voz, una manera de compensación simbólica y tratamiento político en una cultura como la nuestra, donde en algunos períodos horrorosos se llegó a institucionalizar las desapariciones y los miles de cuerpos sin duelo. Por lo mismo, el resignar a través del arte escénico la matanza de la Escuela Santa María de Iquique, es un acto que encarna verdades dignas de ser preservadas y narradas, pues llevan implícitos un ideal de ciudad, de nación y ciudadanía.
Juzgamos que es dable llenar la historia de significados, entender el acto heroico de los asalariados salitreros, sus rastros, las rupturas y la masacre como partes de la lógica interna de un proceso histórico. Tomando como pie lo enunciado, podemos colegir que en esta propuesta artística aspira incorporar a la intriga a aquellos seres marginados que, por no formar parte del grupo de los vencedores, han sufrido el desprecio del olvido.
A manera de colofón, tal como lo entendemos aquí, tenemos que hacer algo para evitar que los hechos históricos pasen al territorio de la omisión e indiferencia, por el contrario, ellos deben regresar al presente para que no sean despolitizados ni desideologizados por quienes detentan el poder económico, político e ideológico.
Sin perjuicio de lo anterior, valga esclarecer que lo que se trata de desenmarañar, es que los muertos nos están llamando desde los nichos para que hagamos lo que hay que hacer. En sentido amplio, debemos consentir que aún muchos mantenemos una actitud pasiva ante tal complejidad. Entonces, es dable pensar que si pudiéramos cambiar esa predisposición, o sea, si tomásemos con más cuidado el mensaje de los muertos, quizás, existiría la posibilidad de crear un destino nuevo, y de suscitar la esperanza para modificar los entornos y las condiciones objetivas que nos subordinan, sobre todo en este país que presenta una narración habitual de sangre y muerte, de hambre y dolor.
De todo lo declarado, tal vez lo más revelador es que al verbalizar los hechos atroces y dolorosos, la representación teatral construye un juicio hacia la impunidad y la naturalización con la cual fueron disimulados dichos acontecimientos victimizantes. Esta postura se funda en un concepto de humanidad, fundamentado en el precepto ético de dar respuesta a las injusticias consumadas en la historia de nuestro país.
-El autor, Iván Vera-Pinto Soto, es Cientista Social, pedagogo y escritor
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