Una crónica publicada por Orlando Avendaño en el reaccionario PanamPost afirma que la figura de «presidencia interina» de Juan Guaidó surgió en una reunión en la sede de la Organización de Estados Americanos (OEA). Según Avendaño, en ese encuentro del 14 de diciembre, el secretario general, Luis Almagro, junto a Julio Borges, Leopoldo López, María Corina Machado y Antonio Ledezma, definieron que la última gran jugada de la oposición sería impulsar un «gobierno de transición«.
El 16 de enero, luego de idas y vueltas entre los cuatro dirigentes de la oposición, la estrategia fue reimpulsada, de nuevo, en la OEA cuando Estados Unidos convocó a una reunión con Leopoldo López, a través de videollamada, y Juan Guaidó. Esta vez la propuesta fue presentada a los embajadores en el organismo de Argentina, Brasil, Colombia, Guatemala, Chile, Honduras y Paraguay.
Estados Unidos la avaló y unos días después, el vicepresidente Mike Pence se comunicó con Guaidó antes de su «autoproclamación» para reiterarle el apoyo de la Casa Blanca, según una crónica de The Wall Street Journal firmado por Juan Forero y David Luhnow. El 18 de febrero, a casi un mes de la puesta en escena de Guaidó, estos dos cronistas citaron a un ex alto funcionario estadounidense: «Las personas que diseñaron este plan en Caracas y lo vendieron aquí (en Washington), lo vendieron con la promesa de que si Guaidó hiciera un movimiento y (los países de América del Sur) y Estados Unidos entraran por detrás, los militares darían la vuelta y Maduro se iría».
Eso no sucedió, como es sabido, el 23 de febrero en el intento de ingreso de «ayuda humanitaria«, dirigido en primera fila por el enviado a Venezuela por el Departamento de Estado, Elliott Abrams, el jefe de la Agencia para el Desarrollo Internacional para el Departamento de Estado, Mark Green, el secretario general de la OEA, Luis Almagro, el presidente de Colombia, Iván Duque, y sus pares de Paraguay y Chile, Mario Abdo Benítez y Sebastián Piñera. Ya el lunes 25, el vicepresidente Mike Pence retó supuestamente a Guaidó por no haber conseguido que la mitad de los militares venezolanos se dieran vuelta, como había prometido, según una publicación del medio La Política Online.
¿Quién está detrás de Guaidó?
Dan Cohen y Max Blumenthal escribieron hace un tiempo que «Guaidó era un producto de los laboratorios del cambio de régimen de Estados Unidos«. Formado por instituciones como la Fundación Nacional Para la Democracia, junto a organizaciones satélites como Otpor de Serbia, la utopía política de la generación de Guaidó, inculcada por éstos, fue siempre el golpe suave, o revolución de color, la salida violenta del chavismo del poder.
Es decir: Guaidó en esencia es un fusible del partido Voluntad Popular, quizás el más financiado y más relacionado con el Departamento de Estado y la fauna política-mafiosa de la Florida, representada hoy por el senador Marco Rubio. Quien a través de Mauricio Claver-Carone y Carlos Trujillo controla el puesto para América Latina del Consejo de Seguridad Nacional, y la representación diplomática de Estados Unidos en la OEA. Ambos son conocidos por haber sido asesores y personas cercanas a Rubio durante sus últimas campañas electorales, financiadas por los industriales Koch, afectados con la estatización de empresa FertiNitro en Venezuela, y un cúmulo de empresarios relacionados a Cuba y Venezuela con sede en Miami.
Paradójicamente, el 30 de agosto pasado, mucho antes de que comenzara la aventura de Guaidó, Marco Rubio declaró luego de una reunión en la Casa Blanca: «Las Fuerzas Armadas de Estados Unidos se utilizan en caso de una amenaza a la seguridad nacional. Hay un argumento muy fuerte para decir que Venezuela se ha convertido en una amenaza para Estados Unidos». En aquellos días de agosto, la campaña de sobreexposición de la migración venezolana, agravada con las sanciones, coincidía con las afirmaciones del secretario general de la OEA, Luis Almagro, sobre que el caso venezolano tipificaba específicamente bajo la doctrina de Responsabilidad de Proteger (R2P), utilizada en Libia como figura diplomática ad hoc para intervenir. El titular de El Universal fue: «Almagro insta a la comunidad internacional a evitar que Venezuela sea otra Ruanda«.
Ese mismo mes de agosto, el presidente Maduro dio una conferencia de prensa, posterior al intento de asesinarlo con unos drones, donde reveló que Estados Unidos, junto a otros países, trabajaban en apoyar al ex militar Oswaldo García Palomo para que volviera a intentar un golpe de Estado luego de haber fallado con la Operación Constitución antes de las elecciones presidenciales de mayo, y el experimento de célula armada liderada por Óscar Pérez.
En diciembre, muy cerca de la reunión en la OEA que fraguó a Guaidó, el presidente Maduro volvió a dar una conferencia de prensa en la que denunció que Estados Unidos se preparaba para apoyar un «gobierno paralelo«, un nuevo intento de golpe de García Palomo, y, si todo eso salía mal, una intervención respaldada por más de 700 mercenarios formados en Colombia y equipos de Fuerzas Especiales de Estados Unidos, entrenados en la base Eglin de la Fuerza Aérea ubicada, paradójicamente, en el estado de la Florida.
El final de la historia es largamente conocido: Guaidó se autoproclamó en una plaza de Chacao, con esa excusa Estados Unidos ordenó un embargo petrolero a Venezuela, García Palomo fue detenido momentos antes de que realizara su última intentona golpista, y Washington un mes después respaldó una operación militar desde Colombia, bajo la cubierta de una desinteresada «ayuda humanitaria».
Guaidó, el fusible que se desgasta
La Casa Blanca diseñó a Guaidó como una operación de código abierto, que pudiera unir a muchos grupos dispersos bajo un solo objetivo en común: sacar a Maduro. Como en 2014 y 2017, fue La Salida, luego la guarimba violenta, la aparición de Óscar Pérez y el sobreexpuesto «éxodo» migratorio, entre muchas otras operaciones del mismo tipo. Guaidó, al igual que todas aquellas, es solo funcional mientras permita ser la cubierta narrativa del cúmulo de agresiones y acciones contra la República Bolivariana.
El empeño de Washington por acumular sanciones, embargos, amenazas y ofensivas diplomáticas es por demás demostrativo sobre cómo es utilizado para acelerar una ruta que se les ha empantanado. Sobre todo en la arena regional e internacional, donde la tesis de una intervención no ha sido bien recibida al punto tal de que uno de los creadores de la operación, John Bolton, se ha visto obligado a decir que necesitan una «coalición lo más amplia posible para sacar a Maduro y su régimen corrupto».
La operación Guaidó necesita encarrilarse, como la ruta del plan de Bolton, porque más allá de la epopeya mediatizada y estandarizada por redes sociales: la cantidad de recursos de poder puestos contra Venezuela, no ha conseguido los objetivos necesarios, sino que han cohesionado al chavismo alrededor de Maduro. En ese pantano, poner preso a Guaidó hubiese vuelto creíble la historia que Bolton le quiere vender al mundo para armar una coalición contra Maduro. Pero no ha sucedido, y con ello, lo que se alimenta es el discurso chavista, y el miedo y asco que produce una descarada intervención foránea liderada por Trump. Las últimas reuniones del Grupo de Lima y el Consejo de Seguridad de la ONU lo demuestran.
Porque en el sentido de «que el Imperio actúa creando su propia realidad para hacerlo», parafraseando a un alto funcionario de Ronald Reagan, la historia sobre el conflicto venezolano se les ha ido de las manos. Por eso, para avivar la amenaza socialista, agitada por Trump de cara a las presidenciales de 2020, la ruta de agresión a Venezuela tiene que encontrar un cauce que Guaidó no le ha dado. Lo que lo hace útil siempre y cuando pueda explicar la aparición, o no, de la fase siguiente, que posiblemente sea el renovado intento de crear un Estado Islámico venezolano, en caso de no lograr la salida del gobierno por cualquier otro tipo de vía.
En este contexto, de gestores locales que no pueden cumplir órdenes globales, la importancia de Guaidó se reduce solo a lo que puedan hacer con él.
*Fuente: MisiónVerdad
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