La matanza de la Escuela Santa María y la memoria histórica
por Iván Vera-Pinto Soto (Iquique, Chile)
6 años atrás 8 min lectura
La historiografía nos da cuenta que nuestras páginas históricas están manchadas por numerosos crímenes perpetrados por el Estado y sus fuerzas represivas en contra del pueblo trabajador. Este último, muchas veces obligado por las circunstancias, ha levantado su voz tanto para exigir el cumplimiento de sus justas reivindicaciones, como también para proponer nuevos modelos sociales que resulten más beneficiosos para los sectores populares. Ni más ni menos, dentro de ese marco ubicamos a la masacre de la Escuela Santa María de Iquique, consumada el 21 de diciembre de 1907. Es irrebatible que esta violación de los Derechos Humanos fue una de las más graves que ha ocurrido en nuestro país, sólo sobrepasada por el golpe militar de 1973.
Desgraciadamente, podemos observar que gran parte de estos atropellos a los derechos fundamentales de todos los ciudadanos se han mantenido a lo largo del tiempo en la impunidad. Es más, paradójicamente, el general verdugo Roberto Silva Renard, ejecutor del genocidio obrero, ha sido considerado figura patria, dándole así su apellido al Regimiento de Artillería Nº 3 de Concepción, recinto militar que fue utilizado como centro de reclusión y tortura durante la dictadura cívico-militar. Lo mismo sucede con la principal arteria de Valparaíso que lleva el nombre del presidente Pedro Montt, quien es reconocido como el principal responsable político del alevoso exterminio pampino. A todas luces, esta es una situación vergonzosa e irritante para la memoria de los caídos. Al respecto, anhelamos que las autoridades puedan revertir esta realidad, ya que las ciudades deben recoger en sus calles y avenidas biografías que reflejen una identidad, y afirmen valores básicos de democracia, derechos y participación. En la misma dirección, exhortamos al Consejo Municipal local para que autorice que una arteria de nuestro puerto lleve la denominación de Avenida 21 de diciembre o Avenida de los Mártires Obreros. Opinamos que es lo menos que podemos hacer, más aún cuando pena la instalación de un museo de la memoria o un escenario digno donde la ciudadanía pueda recordar a sus mártires civiles.
De acuerdo a nuestra óptica, la impunidad es un hecho legalizado en Chile, pues esta condición ni siquiera se ha podido restituir en favor de las víctimas. Desde comienzo del siglo XX hasta las décadas recientes, son miles de sacrificados por la violencia política de Estado que aún no se sabe dónde se encuentran sus restos y, menos han sido castigados los culpables. Es triste constatar lo distante que estamos con la constitución del Tribunal de Núremberg, en el que se determinó y sancionó las responsabilidades que tuvieron los dirigentes, funcionarios y colaboradores del régimen nacional-socialista de Adolfo Hitler. En contraste, al igual de lo pasó en la Escuela Santa María, muchos de los inmolados yacen enterrados en las fosas comunes del olvido, aunque, figurativamente, la sangre derramada continúe brotando en las canteras calizas.
Ahora bien, si tuviésemos que hacer un recuento histórico de las violaciones a los Derechos Humanos, deberíamos iniciarlo desde la llegada de los españoles a principios del siglo XVI, y concluir en épocas recientes, puesto que todavía podemos constatar graves violaciones a los derechos de los pueblos originarios, entre otros tantos sectores sociales vulnerables. Sin pretender desconocer los avances que se han logrado en el corpus normativo actual, debemos dar la razón que estos funestos lances se han repetido de manera cíclica durante toda nuestra vida republicana, incluyendo los últimos informes del uso excesivo de fuerza y maltrato por parte de la policía, y los asesinatos a miembros de la comunidad mapuche.
Conjeturamos que si hubiese habido una mayor justicia, si los crímenes de lesa humanidad hubieran recibido castigo, es posible que no se volverían a evocar estas fechas luctuosas con tanto dolor y, también, reconozcámoslo, con cierto grado de animadversión. A nuestro entender este tema es gravitante, debido que la impunidad deja indefensos y abandonados a los trabajadores y los pobres, sin siquiera tener la expectativa que algún día habrá justicia. Todos y todas necesitan sentir que la justicia existe y es imparcial; que los delitos son sancionados, con mayor razón si se opera a través de los agentes y organismos estatales, pues en esos casos las trasgresiones son mucho más peligrosas y nocivas para el futuro democrático.
Por otra parte, a pesar del tiempo transcurrido (111 años) de la matanza obrera, podemos reconocer que las estructuras socio-económicas no han cambiado en lo esencial, y que los problemas más vitales de las mayorías no se han resuelto. Es probable que hayan variado las formas de discriminación, explotación y marginalidad, empero, no se ha transformado el sistema opresor. Está claro que ahora no se masacra masivamente a quienes se alzan contra las injusticias y a los que luchan por mejores condiciones de vida; sin embargo, las iniquidades sociales y laborales siguen a la orden de día. Hoy, al igual que ayer, el poder del capital está concentrado en pocas familias (símil de la vieja oligarquía). Estos grupos económicos dueños de bancos, financieras, ISAPRES y AFP, sin ninguna restricción, hacen y deshacen con la vida y el destino de la clase trabajadora, pues están amparados por el poder político.
En relación a la mujer, si bien sabemos que existe la Convención sobre los Derechos de la Mujer (1952), la que establece que el Estado debe poner en práctica el principio de igualdad de derechos de hombres y mujeres, sin discriminación alguna; no obstante, la realidad es muy distinta, ya que hay muchos derechos de la mujer que no se respetan. Por ejemplo, a las mujeres les pagan menos que a los hombres, a un sinnúmero de embarazadas se les cancela sus contratos, las trabajadoras temporeras no son contratadas, no les pagan imposiciones ni menos vacaciones etc., etc. Esto es muy largo y penoso de detallar. Pero, sin duda que las violaciones a los derechos de la mujer fueron mucho más grave en el gobierno de Pinochet, donde se verificó que cientos de ellas fueron torturadas, violadas, hechas desaparecer o ejecutadas arbitrariamente. En varios de estos incidentes jamás ha habido justicia y menos reparación por los daños físicos y psíquicos.
En fin, podríamos seguir sumando muestras que nos advierten que poco y nada ha cambiado el paradigma social, que las heridas siguen sin cicatrizar, y los que dicen que “es mejor olvidar el pasado y mirar hacia el futuro”, son los mismos personajes que están dispuestos a apoyar nuevas dictaduras y la represión. Es por eso que cuando los iquiqueños cada año rememoramos el 21 de diciembre como el día de los mártires obreros, diríamos que lo que hacemos no es tan solo memoria de los obreros salitreros, sino también de muchos entornos análogos que han acaecido en Chile y Latinoamérica. Del mismo modo, especulamos que esta práctica es una buena manera de superar los dramas de la conciencia y la memoria. En el fondo, es una instancia para reflexionar sobre las causas sociales y políticas de aquellos acontecimientos que han dejado huellas en la colectividad, afectando el devenir de las nuevas generaciones que habitan esta región copada de hechos heroicos y catastróficos.
Igualmente, juzgamos que es valioso y altamente necesario el acto de recordar con el corazón y la conciencia a nuestros antiguos ultimados por el autoritarismo, por tanto, como está demostrado en la historia de la humanidad, las clases de poder siempre intentarán apropiarse de la memoria y, a la par, imponer una visión sesgada de la realidad mediante la educación formal, la ejecución de ritos y celebraciones públicas, ocultando de esa manera los escenarios de violencia, de censura, de persecución y de violación de los Derechos Humanos.
Tal como vemos, la memoria se instala en el escenario político, ya que toda política selecciona qué recordar, al ser considerada como parte de la democracia; en tanto el hecho de conmemorar este hito de sangre es una forma de reconstrucción de un acto sacrificial de los trabajadores del que no pocos nos sentimos identificados, y que reconstruimos colectivamente a partir de nuestra particular manera de pensar y sentir.
En otros términos, conmemoramos juntos con el fin de preservar la gesta épica de los obreros, como también para tomar conciencia de la necesidad de contribuir a que sucedan cambios profundos en este modelo neoliberal despótico, consumado y amparado por los diferentes gobiernos de turno. De cualquier manera, abrigamos la esperanza que existe la posibilidad de imaginar y hacer “otro mundo”, con el concurso de una fuerza colectiva que se contraponga al poder de aquella minoría que aspira eternizar su capital, incluso aprovechando las crisis de su propio modelo social.
Para abreviar, el hacer memoria, el conmemorar, es un acto ético y político que nos remite al pasado para comprender mejor los tiempos que vivimos y, potencialmente, contar con la fuerza que nos faculte renovar nuestras existencias en ese futuro ideal que soñamos con ardor.
El autor, Iván Vera-Pinto Soto, es antropólogo social, magister en educación superior, escritor y académico de la UNAP
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