Descubriendo la raíz racista de Nuestra América
por Alberto Acosta (Ecuador)
7 años atrás 16 min lectura
Este texto constituye el prólogo del libro Indios, negros y otros indeseables. Capitalismo, racismo y exclusión en América latina y el Caribe, de Paco Gómez Nadal (De la serie el Debate Constituyente disponible en ABYA-YALA )
“Usted primero tiene que sentir de su hermano, ver cómo vive el otro. Oler lo que huele en el mundo. Escuchar a los que sufren en el mundo y pensar. Usted no puede hacer sólo desde usted mismo, usted debe escuchar a todos, ver a todos, saber lo que pasa en el mundo…»
Víctor Martínez, cacique de las riberas del río Igara-Paraná
Sin duda tenemos un libro incómodo entre manos. No se escuda detrás de imposibles objetividades. Va directo al grano. Aborda cuestiones cruciales: la “cuestión indígena” y la “cuestión negra”; siempre vistas como “cuestiones”, como problemas en nuestra historia republicana. Según Paco Gómez Nadal, tales “cuestiones” son “un molesto grano en las nalgas de la construcción de las nuevas naciones independientes”. Naciones nuevas pero siempre de espíritu viejo pues su independencia está atrabancada al no superar los racismos y las exclusiones estructurales que cimientan sus actuales sociedades. Sus estados, herederos de todas las colonialidades, institucionalizaron la expropiación y destrucción de las naciones y pueblos indígenas y de las poblaciones afro. Y hoy esa herencia se mantiene con la ampliación colonizadora de todas las formas de extractivismos. Este libro, esclarecedor y polémico, nos sacude la memoria.
Nos invita a cuestionar implacablemente nuestro mundo supuestamente moderno. Y es, a la vez, una posible guía para repensar nuestras vidas y nuestras instituciones desde las demandas de los pueblos y naciones ancestrales -desterrados en su propia tierra- así como desde las visiones de muchos otros grupos indeseables e incómodos para la modernidad blanqueada –como los negros y los amarillos o asiáticos. Es urgente reescribir la historia y los relatos republicanos cargados de heroísmos fatuos e inexistentes nacionalismos, más aún si queremos construir repúblicas de seres humanos realmente libres. Hay que recuperar las historias de los invisibilizados y anónimos, como los pueblos y nacionalidades indígenas o los afrodescendientes. Estos grupos, a contracorriente de visiones eurocéntricas y racistas, han sido actores importantes, e incluso han representado fuerzas contestatarías al colonialismo, a los gobiernos autoritarios y al propio poder, en tanto han ido asumiendo el papel de sujetos de su propia historia. Similar reflexión es válida para las mujeres; definitivamente urge escribir la historia de la dominación patriarcal, especialmente enfocada a la sobreexplotación y la precarización de la fuerza de trabajo femenina, la feminización de la pobreza, la desigualdad salarial sobre la mujer, etcétera. Por cierto, habría que escribirla rescatando las luchas de resistencia y construcción de las mujeres particularmente indígenas y afros que, en muchas ocasiones, son las personas más explotadas en nuestras tierras y, aun así, han sostenido el enfrentamiento en contra de la explotación y de los gobiernos autoritarios. Recordemos que el capitalismo, heredero de muchas formas de dominación, configura un sistema donde el capital subordina a la naturaleza y a la humanidad.
Los múltiples procesos imperiales plasmaron en la práctica el cumplimiento de ese mandato de dominación del capital. Cristóbal Colón (1451-1506), en su histórico viaje en 1492, buscaba recursos naturales, especialmente especerías, sedas, piedras preciosas y sobre todo oro. Al viaje de Colón siguieron la conquista y la colonización. Con ellas, en nombre del poder imperial y de la fe -propias del naciente capitalismo europeo-, empezó una explotación inmisericorde de recursos naturales y un genocidio de muchas poblaciones indígenas. Luego llegaría la incorporación de fuerza de trabajo esclava en extremo barata. Con dicha expansión imperial en América, África y Asia, empezó a estructurarse la economía-mundo: el sistema capitalista. Y, desde entonces, esta modalidad de acumulación extractivista estuvo determinada por las demandas de los centros metropolitanos del emergente capitalismo. Las regiones explotadas fueron especializadas en extraer y producir materias primas y bienes primarios, mientras que regiones explotadoras se encargaron de lo “moderno”, de las manufacturas. Las primeras exportan naturaleza, las segundas la importan. Sobre esta división internacional del trabajo se fundamentaría un sistema de intercambio comercial, ecológico, tecnológico e incluso humanamente desigual que perdura hasta nuestros días. En medio de esa configuración de un sistema mundial de explotación, las masas indígenas, protagonistas de diversos alzamientos y protestas durante la vida colonial, fueron pasivas en las guerras de Independencia. ¿Por qué actuar si conocían a los beneficiarios de la autonomía, justamente aquellos terratenientes que contribuyeron a la sangrienta represión de sus alzamientos? Así como España aprovechó mecanismos e instituciones pre-hispánicas para asentar su gobierno, desde la Independencia, las oligarquías criollas aprovecharon mecanismos coloniales para garantizar y, sobre todo, sacralizar su dominio. Y desde entonces, una y otra vez, usando todos los medios imaginables, los grupos dominantes han intentado “blanquear” sus sociedades, tema detenidamente analizado en este texto. Sobre los pueblos “sombra” se han aplicado múltiples mediciones, censos, estadísticas, estudios, análisis… que han ampliado y acumulado las exclusiones. Todo con el fin de integrarlos desvaneciendo sus especificidades y sus reales potencialidades, al punto que sus ideales de “libertad” han sido encadenados a la búsqueda del parentesco con su opresor.
Bien anota Paco Gómez Nadal con un estilo directo y diáfano: “Los oprimidos suelen copiar el discurso del opresor y piden lo que este les indica que es lo adecuado para ellos. Todavía hoy, la única propuesta ‘bondadosa’ que se hace a la mayoría de pueblos indígenas tiene que ver con infraestructuras, aunque para nada con el derecho de autodeterminación, con el potencial creador que da la libertad. Se ‘compra’ sin discusión el discurso de ‘la educación os hará libres’ cuando, en la mayoría de los casos, la educación en América Latina y El Caribe –también en otras latitudes- perpetúa la servidumbre y la colonialidad social.” Paco Gómez Nadal, a más de demostrar cómo se ha querido incluso minimizar la presencia indígena y afro, aborda un tema clave: introduce el análisis de “la colonialidad del poder”; colonialidad extendida al saber y al ser. Y como él lo demuestra con una gran profusión de datos, dichas colonialidades –hoy vigentes– no son un mero recuerdo del pasado. Explican la organización actual del mundo en su conjunto, donde la “colonialidad” es fundamental en la agenda de la Modernidad. Para tener una mejor comprensión de estos antecedentes históricos, sobre los que se asienta el poder mundial, cabría considerar, como lo precisa Aníbal Quijano, que “el actual patrón de poder mundial consiste en la articulación entre: 1) la colonialidad del poder, esto es la idea de ‘raza’ como fundamento del patrón universal de clasificación social básica y de dominación social; 2) el capitalismo, como patrón universal de explotación social; 3) el Estado como forma central universal de control de la autoridad colectiva y el moderno Estado-nación como su variante hegemónica y 4) el eurocentrismo como forma central de subjetividad/intersubjetividad, en particular en el modo de producir conocimiento”. La ambigüedad fundacional de la nación y sus modelos de Estado y sociedad, sustentados en dicha colonialidad, excluyen y limitan el desarrollo de las capacidades culturales, sociales y productivas de América Latina. Se constituyeron Estados-naciones subalternos, al decir de Raúl Prada, explicables desde la lógica del sistema-mundo, en tanto Estados conformados y existentes dentro de la lógica de acumulación del capitalismo. No solo se estructuró un remozado dominio político y económico sobre las bases coloniales.
El aspecto cultural (étnico-racial) de este complejo y largo período de continuada conquista y colonización, que se proyecta en Nuestra América aún a inicios del tercer milenio, es básico para entender el desarraigo de sus elites en toda la vida republicana. No olvidemos que el origen familiar y étnico determinaba -y determina aún- la vida de las personas, tal como lo anota Gómez Nadal: “Sólo hay que caminar América Latina y El Caribe para constatar que las y los obreros más empobrecidos, las y los campesinos más marginalizados, las y los trabajadores informales más excluidos o las personas desempleadas sin futuro suelen ser, en su mayoría, de ascendencia indígena o afrodescendiente”. Así las cosas, el racismo, una las mayores lacras de la colonialidad, es “la más profunda y perdurable expresión de la dominación colonial, impuesta sobre la población del planeta en el curso de la expansión del colonialismo europeo”, retomando nuevamente las profundas conclusiones de Aníbal Quijano. Desde entonces, ha sido una de las más arraigadas y eficaces formas de dominación social, material, psicológica y, por cierto, política. Al racismo habría que añadir el patriarcalismo de raigambre colonial. Y de esto justamente trata este estupendo libro de Gómez Nadal. Todo esto produjo un desencuentro entre la originalidad y la especificidad de la experiencia histórica del mundo de “los indeseables” (pero indispensables) y la configuración eurocentrista de la perspectiva dominante. Aún a inicios del siglo XXI, se sigue “leyendo” las realidades de nuestros países como-si-fueran-Europa o como-si-fueran-Estados Unidos: la realidad modernizada de los sectores dominantes. Por otro lado, en la misma complejidad, hasta ahora se mantiene la “insanable lacra de la percepción eurocentrista del dominante sobre el dominado, que bloquea la admisión de tal dominado como otro sujeto”: Aníbal Quijano. Así, por décadas se mantuvo inalterada la negación colonial de la calidad de sujetos a los indígenas -y a las personas esclavizadas negras-, particularmente en su representación en tanto comunidades con identidades y visiones propias. Por tanto, ni siquiera se gestó un verdadero Estado-nación por la propia exclusión de las masas y la ausencia de una historia común entre grupos indígenas, afrodescendientes e inclusive mestizos con las nuevas elites ligadas al mecanismo de acumulación colonial. Tales “indeseables”, para pertenecer al nuevo organismo social, debían integrarse en el mundo hispanizado, identificarse con él, arrodillarse ante él y demostrarle su funcionalidad. Caso contrario, no solo que no podían ni debían ser asimilados, tenían que ser extinguidos, nos recuerda Juan Maiguashca. Una percepción que, de diversas formas, se proyectó a lo largo de la historia republicana. Para muestra un exabrupto. El coronel Ricardo Wrigth, partidario del primer presidente ecuatoriano Juan José Flores, se lamentaba de la suerte del país por carecer de “una población industriosa (…) compuesta de indios no consumidores, cuyo principal alimento se reduce a maíz pelado, y su vestido de una frazada tosca”. Wrigth, investido de todos los poderes, llegó a proponer, luego de algunas conversaciones con los acreedores de la deuda externa, un arreglo que establecía el pago de una tasa de interés del uno por ciento sobre la deuda activa a partir de julio de 1847 y la entrega de tierras baldías para cubrir los intereses capitalizados. Además, para superar la escasa colonización europea, en su acuerdo, Wright vinculaba las tasas de interés con el número de colonos que se enviaran al Ecuador por parte de una compañía de colonización de los tenedores de bonos. Por cada 5 mil colonos europeos se reconocía 1 por ciento de interés anual adicional sobre la deuda activa hasta llegar al 6 por ciento, estableciéndose un premio adicional de 1/2 por ciento si se lograba una dotación de 25 mil colonos, que se incrementaría en 1/2 por ciento anual hasta llegar al 3 por ciento. Crecía el servicio de la deuda en función del aporte europeo para “blanquear” la sociedad. Esta visión que tenían las clases dominantes del Ecuador aparece una y otra vez en la historia de esta república. Ya en el siglo XX, al terminar la década de los treinta, el ex-dictador Federo Páez expresó su opinión sobre el tema. Según él: “El Ecuador necesita más que ningún otro país de América, la inmigración de capital extranjero, y de hombres de raza blanca. (…) Mientras gentes torpes o de mala fe que no quieran dejar de ser caciques de pueblo combatan al blanco y al capital extranjero, el Ecuador seguirá yaciendo en la miseria y el oscurantismo. Sólo la inmigración europea en gran escala, puede engrandecernos. La Independencia fue un bien en muchos conceptos; pero nos hizo el daño de cortar la corriente inmigratoria que de España, aun cuando en pequeña escala, venía al Ecuador. La Independencia, la República, todo se debe a los blancos y descendientes de blancos. Los indios no son sino una rémora a todo progreso; y lo propio son quienes aun cuando racialmente blancos, tienen mentalidades de indios”.
A mediados de los años ochenta, en el siglo XX, el entonces ya expresidente de la República, Carlos Julio Arosemena, propiciaba la llegada de grupos de sijs con el fin de que transmitan sus conocimientos de agricultura a los campesinos e indígenas ecuatorianos. En el caso de los afros esclavizados cabe recordar que en Ecuador no se les liberó directamente. Se les manumitió. Es decir se procedió a su liberación a cambio de indemnizar a los dueños de los esclavos recién en 1851, durante el gobierno del general José María Urbina. Tampoco hubo indemnización alguna para ellos y ellas. Una realidad lacerante si se toma en cuenta que, como anota Gómez Nadal, “La esclavitud, que aisló a cada individuo y lo dejó huérfano de comunidad y vida, incluía un modelo de servidumbre brutal, difícil de superar. De hecho, antes que fuerza de trabajo, los africanos fueron ‘cosificados’, convertidos en mercancía objeto de trueque, despojados incluso de su condición de clase trabajadora para ser un ‘bien mueble’”. La lista de este tipo de situaciones es enorme, muchas incluso reseñadas en este libro. Quién puede negar que esa marca racista no sigue presente hasta nuestros días. No ha habido procesos históricos que se propongan resarcir en parte tantas injusticias, tantos atropellos, tantas brutalidades. Por el contrario, como sucede en el gobierno de la “revolución ciudadana”, la megaminería se impone, literalmente, a sangre y fuego. Basta ver los detalles de lo que ocurre con las poblaciones indígenas en Tundayme, provincia de Zamora-Chinchipe, o bien en Nankints, provincia de Morona-Santiago. Así, una vez más, varias regiones del Ecuador aparecen como tierra de conquista y colonización, en un esfuerzo miserablemente justificado bajo una ilusión desarrollista. Con eso se aplasta al subordinado, especialmente al mundo indígena, para tratar de alcanzar los delirios desarrollistas (por cierto, hasta “blanqueados”) de las clases dominantes modernas. Inclusive los importantes avances constitucionales y jurídicos de los últimos tiempos son insuficientes. Basta con reconocer que en las constituciones de Ecuador y Bolivia se establece que estos países construirán Estados plurinacionales. También en dichas constituciones se incorporaron las ideas del sumak kawsay o suma qamaña, que no contienen los elementos engañosos del desarrollo convencional y que provienen del vocabulario de pueblos otrora totalmente marginados, excluidos de la respetabilidad y cuyas lenguas eran consideradas inferiores, por ser vistas como incultas y primitivas, incapaces del pensamiento abstracto, como recuerda José María Tortosa.
Sin negar lo que estos avances y otros tantos logros representan, cabe tener presente que en la práctica es casi nada lo que se ha evolucionado. Como anécdota se podría mencionar la negativa de la mayoría en la Asamblea Constituyente de Montecristi –incluyendo votos de indígenas kichwa parlantes- para incorporar en la Constitución del Estado plurinacional del Ecuador al kichwa como idioma oficial al mismo nivel que el castellano. Siendo asambleísta constituyente y consciente de la necesidad de impulsar un resarcimiento histórico y de que exista coherencia con la declaración de Estado plurinacional, propuse, cuando concluía la Asamblea Constituyente, que se asuma en la Constitución el siguiente texto:
“El castellano y el kichwa, como primeras lenguas de relación intercultural, son idiomas oficiales del país. Son de uso oficial los demás idiomas en las zonas donde habitan los otros pueblos y nacionalidades. Todas las lenguas del país son patrimonio cultural y como tales el Estado las respetará, conservará y estimulará”. Se negó mi propuesta. El presidente Rafael Correo se opuso y afirmó que “no se podía obligar a un niño que no es del mundo quechua a aprender castellano y quechua, en lugar de castellano e inglés”. Su poderoso asesor jurídico apuntaló la visión presidencial, considerando –en mensajes internos- mi intento de reconsideración, como “otra ingenuidad”. A la postre, se impuso la visión “blanqueadora”.
En la Constitución de Montecristi (2008) quedó el castellano como idioma oficial, asumiendo al castellano, al kichwa y al shuar como idiomas oficiales de relación intercultural. Y las otras lenguas indígenas, de uso oficial para los pueblos indígenas en las zonas donde habitan y en los territorios que fija la ley (artículo 2). Así, en todo este largo período republicano, estos pueblos “sombra”, indispensables constructores de estos países a través de múltiples formas, casi siempre en condiciones de sobreexplotación, son incómodos para el relato oficial del progreso y el desarrollo. No se los ha incorporado como iguales y menos aún se ha intentado repensar estos países desde estas otras visiones culturales. ¿Será acaso que la mera imagen de estos pueblos le recuerda a la modernidad capitalista su condición explotadora, de modo que no puede ni mencionarlos en sus relatos históricos si quiere mantener su “blanqueada” imagen? Recuérdese que estos diversos ejes de “la cuestión étnica” explican todavía en gran medida el actual orden social fragmentado y polarizado, carente de una verdadera identidad nacional. Tal cuestión, en conjunto con otras cuestiones como el género o incluso las propias cuestiones de clase, pueden explicar la ausencia de un Estado democrático y de un proyecto que rescate y sume constructivamente todas las diferencias regionales mencionadas, que, en suma, potencie a los países de Nuestra América desde su diversidad. Por eso en Nuestra América, como anota Quijano: “seguimos siendo lo que no somos”. Y por la propia construcción hegemónica de ideales “blanqueados”, podríamos agregar que “somos lo que no queremos ser”.
Cerremos estas breves líneas, con las que se invita a leer este magnífico texto y golpear a nuestra enorme carga de perjuicios, con la frase del uruguayo Raúl Zibechi, citado por Paco Gómez Nadal: “La única salida para que los colonizados no repitan, una y otra vez, la terrible historia que los coloca en el lugar del colono, es la creación de algo nuevo, del nuevo mundo. Es el camino en el que los dominados pueden dejar de referenciarse en el dominante, desear su riqueza y su poder, perseguir su lugar en el mundo. En ese camino pueden superar la inferiorización en la que los instaló el colonialismo. No podrán superar ese lugar peleando por repartirse lo que existe, que es el lugar del dominador, sino creando algo nuevo: clínicas, escuelas, caracoles, músicas y danzas; hacer ese mundo otro con sus propias manos, poniendo en juego su imaginación y sus sueños; con modos diferentes de hacer, que no son calco y copia de la sociedad dominante, sino creaciones auténticas adecuadas al nosotros en movimiento”.
-El autor, Alberto Acosta, es economista ecuatoriano y expresidente de la Asamblea Constituyente.
*Fuente: Rebelión
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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