15 septiembre, 2017
Si hay un neologismo que se ha fortalecido este último tiempo, es el de la –posverdad– donde aquello que aparenta ser verdadero es más importante que la verdad misma, donde sumado al llamado –pensamiento desiderativo– aquel que ordena a nuestra mente generar espacios para aquello que queremos ver por sobre lo que realmente es (ver artículo “El Síndrome de la Caperucita”, ya publicado en este medio.), se han apoderado de la conducta interpretativa de esta nueva era. En todo caso, en buen chileno, “la culpa no es del Chancho…”, pero vamos por partes.
No es la idea de esta columna definir qué es y el por qué de la posverdad, de eso ya se ha dicho bastante, sino pararnos en lo que llamaremos el “poslector”, ese que ante una pequeña brisa de información no es capaz, por desidia intelectual, discriminar entre un huracán de datos y una avalancha informativa, entre un tornado de frases y un ciclón de palabras que no hacen más que vestir de contenido a quien quiere consumirlo, más allá de ser verdad, cuál comida chatarra y a veces agrandando el combo gratis, sólo con el costo que significa atender un rumor digital, que por aparecer en medios electrónicos aparentan ser verdades indefectibles y donde no más de 140 caracteres bastan para construir cimientos de historias mucho más grandes, al final entre una mentira a medias y una media verdad, no hay mucha diferencia.
Seguro podemos afirmar, y con total certeza, que no ha habido en la historia de la humanidad, época alguna donde el hombre tenga más acceso a la información que hoy, de forma rápida y fácil. Es ahí donde radica el verdadero problema, la velocidad de acceso a la información versus la preparación para discriminar, entender y sobre todo el conocimiento para validar la misma. Hemos convertido la educación en un cúmulo de paquetes de información, donde la instrucción se ha encumbrado muy por sobre la cultura y la intelectualidad, dando valor al dato, al conocer una forma o método, por sobre el conocimiento y el hambre cultural. Lo anterior reflejado en el cada día mayor número de egresados de universidades, lo que no se condice con el nivel cultural de nuestra sociedad y menos por la intelectualización del pensamiento individual y colectivo.
La posverdad se combate con lectores instruidos y automotivados, por televidentes llenos de opinión y sobre todo una ciudadanía responsable al momento de dar credibilidad a los mensajes recibidos, pero lo anterior requiere una fortaleza mental y una disciplina que motive a la búsqueda de la verdadera información. Hoy, la poslectoría no sólo es escueta, sino goza de una desidia cultural abismante, una poslectoría llena de lo que denominaremos la “autocreencia”, donde el, “yo creo que…”, es parte importante no sólo de la retórica social cotidiana, sino, del auto convencimiento de cómo suceden o sucederán los hechos, pero ese poslector no está sólo, las redes sociales son su mayor caldo de cultivo, ese universo digital interconectado en una nube y donde se mezclan los justos y pecadores de la información democrática pero temblorosa a la vez, ese es su reducto grupal, lo que favorece a más de lo mismo.
Día a día prestamos oídos a frases, explicaciones e historias que damos por ciertas, donde el cuestionamiento obligaría a investigar o al menos poder constatar con información previa, pero ni lo uno ni lo otro, pues investigar requiere vencer la pereza intelectual y tener información fidedigna previa es más propio de algunos pocos privilegiados que algo masivo, pues el conocimiento se construye y para construirlo se requiere, disciplina, buenas fuentes y sobre todo un incentivo en edad temprana, donde los padres y la educación escolar juegan el mayor rol. La verdad, estamos en una compleja situación, vencer lo anterior requiere sobre todo identificar primero la problemática, y ello es una ecuación difícil de abordar, sobre todo para una sociedad que presta ojos y oídos a lo que quiere ver y escuchar, más allá de la veracidad de lo que ve y escucha. Decir que la posverdad ha llegado para quedarse, inquieta, pero sólo podrá ser erradicada con educación, pero no una educación tradicional, sino con un golpe en la transmisión y responsabilidad de cómo y porque debe modificarse. Ni una educación gratuita ni de calidad resuelven este problema.
Volvamos al famoso “yo creo que…”, tan propio de nuestra cultura. Esa frase que como guillotina cercena todo afán de mirar más allá de nuestras creencias, no nos deja abrir la ventana a la realidad de los hechos, cuantas conversaciones diarias llegan hasta dicha frase y convierten en verdad lo que no sólo no es, sino jamás lo ha sido, ni menos lo será, lo que por cierto tiene interesantes dosis de ego individual, lo vemos en la calle, programas radiales y en televisión a diario. La ignorancia convierte en gurú a cualquiera, basta ver matinales o programas nocturnos para recibir gratis una abundante cantidad de teorías conspirativas, numerólogos y otros que predicen hasta terremotos y una cantidad creciente de individuos que al final lo único que podría desacreditarlos es que las cosas no ocurran como lo han dicho, pero allí la memoria es frágil y el presente esta más ocupado por la nueva información que generan, que por constatar cuan asertivos resultaron esos agoreros.
El término posverdad fue usado por primera vez en un ensayo de 1992 por el dramaturgo serbio-estadounidense Steve Tesich, quien escribiendo sobre ciertos escándalos políticos, expresó que; “Nosotros, como pueblo libre, hemos decidido libremente que queremos vivir en algún mundo de posverdad.”, sin embargo se ha popularizado a partir de los últimos 10 años, donde campañas políticas han usado y abusado de ello. El caso más representativo de aquello, fue la última campaña electoral en Estados Unidos y el posterior inicio de gobierno de Donald Trump. Medios especializados han calculado que el mandatario estadounidense ha dicho unas 836 mentiras o afirmaciones engañosas en sus primeros seis meses de gobierno, un promedio de casi 5 mentiras diarias en apariciones públicas. De acuerdo a medios de prensa, Trump también se adjudica para él logros ocurridos antes de que fuera presidente de EU., todo esto refleja que la posverdad cumple objetivos, anula o neutraliza verdades y lo más nocivo, adormece a la ciudadanía inocente pero culpable a la vez, culpable de dar credibilidad a todo o casi todo, más aún si es de su supuesta conveniencia, ya sea, conveniencia ideológica o conveniencia en la pasividad de la duda inexistente.
Este es un tema que seguro llenaría páginas, pero más allá de ello, debemos generar consciencia sobre la firme necesidad de inculcar en todas direcciones una responsabilidad masiva sobre el consumo de información, por informal que esta resulte. Todos somos hoy poslectores, y como tal, tenemos la obligación de ir más allá de lo que escuchamos y leemos, dar crédito sólo en la medida que nuestro propio conocimiento nos lo permita y sobre todo ser capaces de hacernos cargo de la duda, esa pequeña palabra de sólo cuatro letras, que emerge como salvación de la ignorancia, pues si de algo no debemos estar lejos, es de la capacidad de dudar. Quien duda, puede estar seguro que la ignorancia no le vencerá, sino por el contrario, será la verdad la que construya el puente entre el simple “yo creo que…”, y el saber, entre el conocimiento puntual y la amplia cultura que será la alfombra roja por donde desfile nuestro intelecto en la búsqueda natural de la verdad, hasta la credibilidad transversal que navega en la confianza, la tolerancia y la educación verdadera.
*Fuente: El Mostrador
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