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Los desconocidos negocios en los fundos del Ejército

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Una calurosa mañana de diciembre del 2000, un grupo de campesinos de Ancoa, un sector ubicado a 30 kilómetros de Linares hacia la cordillera, tomó una decisión que hasta el día de hoy consideran como una de las más humillantes que les ha tocado vivir: pasar el ataúd del finado Eduardo Rojas por arriba de un portón, la única salida que une sus casas con el resto de Chile, producto de la negativa de un militar encargado de vigilar el pórtico. No era la primera vez que los uniformados les negaban las llaves.

Helia Muñoz (38), la viuda de Rojas, miró con impotencia cómo su compañero atravesó en andas la reja divisoria, ubicada justo al final del puente Ancoa, sobre un cristalino río que lleva el mismo nombre, en cuyo caudal su marido se había suicidado apenas tres días atrás. A su espalda, un cartel alertaba sobre la presencia de un “recinto militar”.

El letrero fue clavado ahí en junio del año 1989, en las postrimerías de la dictadura, cuando el Ministerio de Bienes Nacionales traspasó el fundo San Antonio de Ancoa -el mismo lugar donde nació Helia, sus padres y al menos medio centenar de vecinos-, a la Escuela de Artillería de Linares para realizar ejercicios militares. Los únicos habitantes del lugar, descendientes de al menos tres generaciones de lugareños que construyeron allí sus hogares, quedaron confinados en el terreno que el Estado entregó a los militares.

Casi 30 años después, cuando el cuerpo de Eduardo Rojas abandonó para siempre los parajes precordilleranos en dirección al Cementerio Parroquial de Linares, los campesinos enclaustrados en el recinto del Ejército se atrevieron a sacar a la luz su historia. Una historia marcada por la servidumbre, trabajos irregulares y obligaciones que debían cumplir bajo amenaza de expulsión. Campesinos atados a un territorio, como siervos de la gleba, que hasta el día de hoy viven sin luz ni agua potable.

Los habitantes del sector se comprometieron, tras el entierro, que ninguno de sus muertos pasará nuevamente en andas sobre el portón.

Comprobante del Ejército que acredita su vinculo con los campesinos en agosto del 2012.

HABITANTES IRREGULARES

Juan Muñoz, hoy de 73 años, recuerda con rabia el entierro de su vecino Eduardo Rojas. Cuenta que esa no fue la única emergencia que pasaron: “Si no lo hicieron para un funeral, imagínese cuando tenía que pasar una ambulancia”, dice. Dependían exclusivamente, asegura, del estado de ánimo del comandante a cargo.

Cuando el pórtico se clausuró por primera vez en 1989 -antes no había candado- al menos 10 familias vivían en los terrenos que Bienes Nacionales traspasó a la escuela de Artillería de Linares, que comenzó a ocuparlos para instrucción militar de al menos 20 mil efectivos cada año. En menos de una década el Estado traspasó tres predios de 18 mil hectáreas en total al Ejército, equivalentes a la superficie que ocupan las comunas de San Bernardo y El Bosque.

Los habitantes históricos del lugar, calificados como “irregulares” por los militares, alegan que desde entonces comenzaron a contribuir mensualmente a la institución con el fruto de las labores que habitualmente realizaban en el predio: la extracción de madera y venta de carbón en sacos. La gente entendió, tácitamente, que se trataba de una suerte de contrato de arriendo. Nunca firmaron nada, pero si no cumplían, los amenazaban con expulsarlos de sus casas. Como no se estipularon las condiciones en ninguna parte, la contribución que cada familia debía pagar dependía del criterio del militar a cargo de la Escuela de Artillería. Según vales timbrados por el Ejército a los que tuvo acceso The Clinic, hubo contribuciones por persona de más de 20 sacos de carbón al mes.

El método de cobranza era muy sencillo: cuando alguna familia necesitaba ir a vender lo que habían extraído, debía sí o sí avisarle al militar a cargo que abriera el portón para pasar con sus carretas. En ese momento, se les cobraba lo pactado.

Juan Muñoz, al igual que sus diez hijos, comenzaron a ver a los militares como sus patrones. Vivieron así 23 años, hasta que en el año 2012 apareció en el terreno Gustavo Espinoza, uno de los empresarios madereros más grandes de la zona, que les informó que ya no podían seguir sacando leña ni carbón. “Nos reunió a todos y nos ofreció cuatro mil pesos por metro de leña si trabajábamos para él. Los vecinos se indignaron. Era mucho menos de lo que ganábamos vendiendo los sacos”, cuenta Jorge Muñoz, uno de los diez hijos de Juan.

Espinoza, en rigor, había firmado un contrato con el Ejército para explotar forestalmente el predio. El documento asegura que los uniformados cederían 312 hectáreas de terreno para que Espinoza sacara leña, a cambio del 40% de las ganancias anuales que consiga el empresario.

Poco antes de que Espinoza apareciera en el predio, el 7 de mayo de 2012 el Ejército había llamado a una licitación pública buscando a alguien que se hiciera cargo de la explotación. A los días la licitación fue declarada desierta. El 29 de mayo, menos de un mes después, firmaron un contrato de mediería directo con el empresario por tres años. La Escuela de Artillería se aseguraba casi 30 millones anuales en este negocio. “Muchos quedaron de brazos cruzados”, recuerda Graciela Muñoz, vicepresidenta de la cooperativa campesina Embalse Ancoa que agrupa a todos los vecinos. La mujer asegura que los militares han abusado de los lugareños desde que tiene memoria. “¿Dejarnos sin nuestra única fuente de ingresos? Fue demasiado”, afirma.

MANOS ATADAS

La prohibición por parte del Ejército iba en serio. Los vecinos decidieron hacer público el caso. Llamaron a la prensa local, a la gobernación y a distintas autoridades. El diputado Jorge Tarud (PPD) los asesoró en primera instancia para buscar solución. “Para ellos esto es de vida o muerte, porque no tienen otro recurso para comer. Me parece injusto con los pobladores. Me dejó siempre una sensación amarga”, asegura Tarud, integrante de la Comisión de Defensa de la Cámara Baja.

Enviaron cartas a la seremi de Bienes Nacionales, Ministerio de Defensa, incluso a la Presidenta Michelle Bachelet. Al final de la misiva, preguntaban por qué el Ejército hacía negocios con privados con tierras entregadas para otros fines. La respuesta fue la misma que le dio a este medio el coronel Enrique Quiñores, jefe de propiedades del Ejército:

-Hay que aclarar que la explotación es totalmente legal. El 2011 se parte con un plan de explotación en el predio de Linares. Con eso se busca obtener recursos para mantener los predios. En algunas partes donde estos sean productivamente rentables se hace una producción menor que sirve para mantenerlos en buen estado a lo largo del tiempo. Si no, no tendríamos recursos para eso.

Cuando el coronel dice que es “totalmente legal” se refiere al Decreto con Fuerza de Ley N°130, de julio de 1953, que es tajante en el tema: aquella superficie no usada para los fines de ejercicios militares, puede ser utilizada para actividades agrícolas, forestales o ganaderas, de acuerdo a un Plan de Expropiación autorizado por Conaf. Según datos entregados por la misma institución, actualmente existen 22 predios en todo Chile explotados por el Ejército. En su mayoría, en actividades silvoagropecuarias.

La respuesta a los campesinos siempre fue la misma: todo está en orden. Un dictamen de Contraloría ante una solicitud realizada por el diputado Tarud del año 2013, ratificó que el Ejército actuó apegado a la ley, pero que junto al ministerio de Bienes Nacionales debían regularizar la situación de las familias.

Los campesinos, en rigor, estaban de manos atadas. No tenían trabajo, ni dinero para solventar sus gastos. Jorge Muñoz estaba tan desesperado que fue a hablar con el comandante Joel Otárola, encargado del predio, señalándole que necesitaba vender carbón para alimentar a su familia. El militar le aseguró que si sacaba una carreta lo mandaría preso. Y cumplió. Jorge asegura que por necesidad, mientras iba saliendo por el portón con unos sacos de carbón, fue detenido por carabineros junto a otras tres personas. La denuncia por robo fue interpuesta por la Escuela de Artillería. Pasaron la noche en el calabozo y tuvieron que contratar a un abogado para que los sacara.

La orden que dio Contraloría de regularizar la situación de los lugareños nunca se materializó. Agobiados por la indiferencia, se acercaron a la Gobernación en el 2014 para que mediara en el conflicto. La institución accedió. Cristian Campos, jefe del departamento jurídico, les recomendó formar una cooperativa para, entre otras cosas, postular a una futura licitación del Ejército para explotar ellos mismos los terrenos. Por fin se sintieron apoyados. Siguieron el consejo y la fundaron el 2015. Hoy Campos se desmarca del consejo: “nosotros no les dijimos que la cooperativa sería para ganar la licitación. Eso involucraría muchos millones de pesos en maquinarias e implementos que la gente no tenía”, afirma.

Tras finalizar el contrato con Espinoza, en octubre de 2016, el Ejército llamó a una segunda licitación para explotar el bosque. El 21 de noviembre del mismo año, Gustavo Espinoza fue el único en presentar una oferta y se la adjudicó nuevamente, por un contrato hasta diciembre de 2020.

La cooperativa nunca se enteró. La gobernación, además, les entregó un contrato de mediería que las familias supuestamente habían firmado el 22 de junio de 2009. Era la prueba, según la entidad pública, de que los pobladores tenían una relación legal anterior con el Ejército, así que no tenían mucho que reclamar. El contrato, al que accedió The Clinic, está firmado con letras a nombre de Juan Muñoz. El dilema es que Muñoz, de 73 años, no sabe leer ni escribir, y en su carnet firma con su huella digital. Varios de los otros pobladores también aseguran que nunca firmaron ese documento.

El Ejército reconoce sólo este último documento como vínculo contractual. The Clinic, sin embargo, accedió a varias boletas con timbres de la institución que acreditan una relación anterior al año 2009 y que se habría prolongado hasta por lo menos el año 2013. En todos los documentos se detalla la cantidad de sacos de carbón y leña entregados al Ejército.

REFORMA AGRARIA

Luis Retamal está sentado en una construcción de madera al aire libre, justo afuera de su casa. Cuando se queda en silencio, se escuchan gallinas, patos y a lo lejos un par de pájaros. Para llegar hasta aquí hay que recorrer cinco kilómetros desde el portón, por un camino con más piedras que tierra. No tiene televisión. Ni luz. Ni agua. Ni alcantarillado. Tampoco celular, porque aquí a nadie le llega señal. Cuenta que nació el 4 de junio de 1929 y que no se imagina viviendo en otro lado. “¿Para dónde me voy a ir?”, se pregunta en voz alta.

Don Luis dice que quiere morir acá, como sus padres. Los mismos que le enseñaron a sembrar, a criar animales y a hacer carbón. Ellos eran inquilinos de Aurelio Lamas, el anterior dueño del terreno que hoy le pertenece al Ejército. Retamal asegura que desde que tiene memoria el lugar donde vive se llamó fundo Lamas. Y tiene 87 años.

La familia Lamas fue una de las más importantes del sur de Chile en el siglo XX. En Concepción los conocen por ser los dueños del diario El Sur desde 1904. En Linares, por ser propietarios de casi la mitad de los terrenos del pueblo.

Los Lamas, al igual que los militares, les pedían una pequeña contribución de leña y carbón a las familias por vivir en sus tierras. “Nos dejaban tener animales y sacar leña cuando quisiéramos”, asegura Don Luis. Juan Muñoz también conoció a los antiguos dueños y dice que la relación era totalmente distinta a lo que viven hoy. “Se preocupaban por nosotros. Si alguien se enfermaba, nos ayudaban. La vida pasaba tranquila, alejada de problemas”, cuenta.

Cuando Salvador Allende llegó a la presidencia de Chile, Juan Muñoz tenía 26 años. Se enteró pocos días después, cuando fue al pueblo, del concepto más novedoso del gobierno revolucionario: la reforma agraria.

El gobierno de Allende profundizó una reforma que comenzó tibiamente con Jorge Alessandri en 1962, buscando expropiar las tierras de los dueños de fundos para repartirlas entre sus trabajadores, en un afán por redistribuir la riqueza que originaba el trabajo de la tierra. Si hasta 1970 se expropiaban menos de 300 predios al año, en 1972 fueron más de dos mil. Según un estudio del Departamento de Derechos Humanos de la Universidad Arcis, publicado en 2003, Linares está entre las seis ciudades de Chile en las que más expropiaciones hubo.

Portón Puente Ancoa.

Aurelio Lamas, el dueño del fundo, un día se acercó a sus trabajadores para darles personalmente la noticia: su terreno sería expropiado y él no se resistiría. En un hecho histórico, los inquilinos podían pasar directamente a propietarios. Pero no fueron muy diligentes. “Reconozco que no hicimos los trámites por ignorancia, no sabíamos cómo inscribir un terreno. No creíamos mucho”, cuenta Juan Muñoz hoy.

Hasta el 11 de septiembre de 1973, el Estado había expropiado nueve millones de hectáreas, pero sólo un millón de ellas alcanzaron a ser redistribuidas a los campesinos. Tras el golpe de Estado, la Escuela de Artillería de Linares se apoderó de los terrenos que por ese entonces estaban inscritos a nombre de la Corporación de la Reforma Agraria (Cora), organismo administrador de los fundos expropiados. Recién en el año 1989 los terrenos fueron traspasados oficialmente.

Los militares llegaron al fundo y se presentaron como los nuevos dueños. Los campesinos aseguran que desde el primer día estuvieron bajo amenazas de expulsión. Nada comparado con lo que vivieron cientos de personas al interior de la Escuela de Artillería de Linares en Dictadura: el lugar fue uno de los centros de torturas más importantes de la región, con más de cien desaparecidos, según la Comisión Rettig.

Los militares mantuvieron las contribuciones en sacos de leña y carbón que debían pagar por vivir en las tierras, pero trajeron un nuevo concepto, que hoy para los campesinos está naturalizado: la obligación.

Después de 1973, cada invierno un camión militar pasaba por las casas de los campesinos para recordarles que debían enviar a un miembro de la familia a trabajar en la remolacha, en un predio ubicado a varios kilómetros de distancia. No había pago a cambio. “Si no íbamos a trabajar nos echaban de acá”, recuerda Juan Muñoz.

Un invierno, el campesino, con diez hijos, no pudo ir más a la obligación. Debía preocuparse de alimentar a su familia. Pero no podían dejar de cumplir. Por eso, sacó a sus hijos del colegio para que se turnaran en las faenas. “Tenía 14 años y los milicos me hacían trabajar. Como la remolacha se cosecha en invierno, dormíamos todos mojados después del día trabajado”, confiesa Jorge Muñoz. Los pobladores hablan de jornadas de 15 días por dos de descanso.

Lo mismo recuerda el hijo de Luis Retamal, Aurelio: “Llegué a octavo básico y no fui más por ayudarle a mi papá. Tomaba el caballo y me iba a pagar la obligación. Les llenábamos los sacos a los milicos y después se los cargábamos en sus camiones. Ellos, por lo que veíamos, se los vendían a la Iansa (Industria Azucarera Nacional)”.

La obligación se transformó en trabajo adolescente sin remuneración, a tal punto que prácticamente ninguna persona nacida en el predio durante la década del 70 logró terminar el colegio.

El plebiscito del 88 abrió una nueva esperanza. El retorno a la democracia hacía prever un cambio en el trato de los militares. Pero en 1989 el Ejército clavó su cartel en el terreno y le puso candado al portón.

El vínculo entre privados y el Ejército fue el que generó suspicacias, no sólo entre los lugareños sino también en algunas autoridades. “El Ejército no está para hacer negocios, tienen una ley de presupuesto todos los años, para cubrir todos sus gastos, más la ley reservada del cobre. No tienen para qué andar haciendo negocios con los bosques. No es la tarea del Ejército andar recaudando recursos para la institución”, señala el diputado Jorge Tarud.

Luis Retamal junto a su hijo y esposa.

La permanencia de las familias no sólo está en duda por habitar irregularmente el recinto, sino también porque en la Escuela de Artillería aseguran que corren serio peligro sus vidas. El Ejército aseguró a The Clinic que construirán 14 canchas de instrucción y entrenamiento, ubicadas casi a 20 kilómetros de los asentamientos familiares.

Para Graciela Muñoz, vicepresidenta de la Cooperativa, todo se trataría de una vulgar excusa. “Desde hace un par de años que vienen diciendo lo mismo. Nunca se han escuchado disparos desde nuestras casas. A veces, a lo lejos, escuchamos algo. Pero eso se siente en todo Linares”, agrega.

El Ejército asegura que desde el año 2013 ha propuesto entregar 20 hectáreas para el traslado de las familias. Bienes Nacionales ha visitado el lugar, pero aún no se ha pronunciado al respecto. Las familias aguardan por una solución que han esperado durante casi 30 años.

*Fuente: The Clinic

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