El manifiesto monopolista (o una revolución desde ninguna parte)
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8 años atrás 9 min lectura
Si crees que eres un ciudadano del mundo, eres un ciudadano de ninguna parte.
Theresa May. Primera Ministra británica.
El jueves 16 de febrero de 2017 Mark Zuckerberg publicó un manifiesto en Facebook titulado Construyendo la comunidad global. En su pronunciamiento Zuckerberg parte de una concepción algo caprichosa de la historia al sostener que ella está configurada por un largo proceso por el cual fuimos aprendiendo a organizarnos en números cada vez mayores de personas, “de tribus a ciudades y de allí a naciones.” La descripción lineal que propone no menciona la litigiosidad del proceso histórico y la disputa por los recursos que lo nutre en cada instancia, los que son apropiados muchas veces por pequeños grupos de personas en desmedro de las grandes mayorías. No es inocente el punto de partida de Zuckerberg, por justificar la existencia del fenomenal monopolio que administra.
Zuckerberg sostiene que las grandes oportunidades y los grandes desafíos de este tiempo son globales, y de tal naturaleza deben ser las respuestas. Con modestia encomiable acepta la carestía de poder para crear en lo inmediato “el mundo que queremos”, por eso alienta a trabajar colectivamente por el largo plazo, en una inteligencia que lo fraterniza con la ideología neoliberal que siempre posterga resultados felices mientras informa las reformas generacionales que necesariamente deben implementarse para alcanzar un huidizo horizonte de desarrollo (de paso esquiva la discusión inmediatamente normativa por una monopolización que se consolida día a día).
“Nosotros”, desde Facebook, enfatiza Zuckerberg, podemos aportar la infraestructura social de largo plazo para “dar a la gente el poder para construir una comunidad global que funcione para todos nosotros”. Esta sentencia resume la contradicción del posteo de Mark (con este apelativo lo firma), que no repara en la insensatez de una oferta que dice propiciar el empoderamiento popular emanada de un oferente que materializa una de las más extraordinarias e influyentes figuras concentradoras de recursos íntimamente intangibles de todos los tiempos.
La infraestructura social de largo plazo de Facebook persigue cinco grandes metas. En primer lugar la consolidación de comunidades de apoyo, en especial las que Zuckerberg caracteriza como “muy significativas”. Es curioso que sugiera, con impronta religiosa, que la “falta de comunidad y de conexión con algo más grande que nosotros mismos” se relacione con los retos sociales y económicos vigentes, porque la respuesta que propone reposa en una fragmentación que a través de una “fábrica social” de relaciones pretende multiplicar grupos que apoyen “subcomunidades”. De esta manera, el creador de Facebook remite a la lógica del vacío cuestionada por Gilles Lipovetsky, que se edifica no sobre una independencia soberana asocial sino sobre relaciones con intereses miniaturizados, a través de solidaridades de microgrupos, profundamente narcisistas e individualistas, desinteresadas de comunicaciones que no se destinen al micropúblico que se integra.
El segundo objetivo de la infraestructura social es la seguridad comunitaria. Aquí el autor de la proclama destaca los buenos usos que habilita su plataforma (en particular en casos de desastres), a la vez que reconoce la instrumentación con que se benefician, entre otros, propagandistas maliciosos y grupos terroristas. Acepta la necesidad de reforzar los sistemas de seguridad, pero en equilibrio con el respeto de la privacidad y las libertades individuales. Lo cierto es que la privacidad de los usuarios de Facebook ha sido sistemáticamente reducida con el correr de los años. Por otro lado, ningún comentario le merece el experimento masivo que involucró a 689 mil usuarios de su red social, mediante el cual se buscó perfeccionar la manipulación de sus emociones, lo que llevó a Clay Johnson, el cofundador de Blue State Digital, a interrogar: “¿Podría la CIA incitar una revolución en Sudán presionando a Facebook para que promueva el descontento?”. No en vano el especialista en tecno-seguridad Bruce Schneier conmina a desarmar a compañías como Facebook por encarnar un intolerable y muy peligroso modelo de negocio de vigilancia. Schneier es cristalino: “En la medida que los usuarios sigan siendo el producto, el incentivo de estas compañías para proveerles de privacidad real es mínimo”.
En tercer término Zuckerberg promete trabajar a favor de una comunidad informada. No desconoce la gravedad de la propagación de informaciones falsas, pero compensa ese y otros defectos con la diversidad de perspectivas que Facebook permite compartir y publicar. Confiesa que antes que la mala información se preocupa más por el sensacionalismo, la polarización y la necesidad de construir un común entendimiento. No advierte que el parcelamiento en grupos y subcomunidades apátridas que tanto celebra boicotea las chances de un consenso dirigido a objetivos verdaderamente transcendentes, actividad que por otro lado aún ordena (e incentiva con los respectivos premios y castigos) con mayor efectividad el Estado nación regulador. El sensacionalismo es una consecuencia lógica de las redes sociales, como zonas liberadas para la publicación de agravios e imputaciones falaces. La polarización es el fruto de un tronco desarraigado de un anclaje territorial, que se diluye en una multiplicación de sectarias ramas que nunca convergen unas con otras.
El multimillonario más joven de la lista que confecciona Forbes apunta como cuarto gran objetivo de Facebook recrear una comunidad cívicamente comprometida. Estima que las características de escala de su plataforma la hacen idónea para explorar nuevas modalidades participativas, que fomenten el mayor involucramiento posible en los procesos electoral y de toma de decisiones. Promete herramientas que permitirán incrementar la cantidad de sufragantes y mejorar el diálogo entre representados y representantes y el control sobre las acciones de los últimos. Con picardía el filántropo subraya que “alrededor del mundo hemos visto que el candidato con el mayor y más comprometido seguimiento en Facebook normalmente gana.” Zuckerberg no sólo advierte a los ambiciosos candidatos de todo el orbe sobre las ventajas de tenerlo entre sus amigos, sin quererlo también describe a los líderes de la pos-verdad, hombres y mujeres que regulan sus discursos y bajadas para adecuarse al prototipo de liderazgo cuya emergencia es anhelada por determinados colectivos. Las redes sociales permiten detectar estos deseos y tendencias, fabricar manifestaciones con precisión casi quirúrgica y, a posteriori, conectar emocionalmente el liderazgo manufacturado con cierta, muy posiblemente intensa, demanda electoral. Zahira Jaser señala que “el liderazgo post-verdad es un asunto que guarda mejor relación con lo que podríamos llamar ‘seguimientismo’, que con el liderazgo”. Surge el interrogante sobre los mecanismos de control que aplicaría Facebook sobre las políticas concretas que estos líderes implementan una vez que alcanzan posiciones de poder decisorio, diseñadas con la misma disposición complaciente, para beneplácito de los sectores que los entronizaron.
Por último, el programador y empresario considera como quinta finalidad de su infraestructura social la erección de una comunidad inclusiva. Estima que una comunidad global inclusiva requiere nuevos procesos participativos, una gobernanza más local y un control individual más autónomo. Acepta la proyección casi exponencial de sus errores, pero la justifica en la escala con la que Facebook opera. En ningún momento se le ocurre vincular esa escala a un ejercicio monopólico. Pero lo más chocante es el lugar común al que recurre el CEO de la red social dominante: la descentralización. Chocante pero consecuente, ya que si la descentralización fue el logo empleado por los voceros del Consenso de Washington para asegurar el descompromiso estatal y habilitar las desregulaciones, so excusa de una democratización desde las bases, a Zuckerberg le sirve para matar dos pájaros de un solo tiro: diluye el rol del estado nación normativo y desarticula preventivamente resistencias al diseminar el poder a lo sectario-individual. Por otro lado, asocia y seduce con terminologías de moda, de suyo des-colectivizantes, el emprendedorismo en primerísimo lugar.
Mark Zuckerberg postula su red social como el agente apto para construir una comunidad global, por ser el medio más potente para vincular y agrupar individuos. Sustituye historias contenciosas, organizaciones de larga data y cambios sociales y políticos por un determinismo tecnológico que diviniza un elemento relevante pero accesorio: la reducción de los costos para coordinar acciones colectivas. Si China es el discípulo más aventajado del geógrafo John Agnew, por practicar una geopolítica del poder que privilegia el control sobre los flujos de bienes, capital e innovación por encima de controles estáticos sobre recursos físicos, para condicionar el acceso a los mercados, Facebook puede avanzar más lejos por la índole virtual de la internet que habilita la remoción de las fricciones de tiempo y lugar. En la era de la internet, observa Ben Thompson, el poder no deriva de la producción, tampoco de la distribución, sino del control del consumo.
Nadie influye a miles de millones de consumidores de todo el mundo como Facebook, consecuencia obvia de ser el contenedor de datos personales y de comportamiento humano más grande que jamás haya existido. Esta concentración de íntimas informaciones le aseguró ingresos en el 2016 por poco más de 8.800 millones de dólares, abonados por los anunciantes que no pueden prescindir de esta plataforma de exposición. Entre Facebook y Google concentran el 75% del gasto publicitario en internet, sólo en Estados Unidos absorben 85 centavos de cada dólar que se invierte en anuncios digitales. Facebook impone su dominio por detectar deseos, preferencias y gustos de sus usuarios a través de una sofisticada ingeniería algorítmica que le permite suministrar más de lo que apetecen, reforzando sus perspectivas e intensificando sus convicciones. Este modelo de negocios es tan lucrativo como poco propenso a propiciar pluralidad de ideas y tolerancias, por el contrario desconecta a sus usuarios con otros que defienden puntos de vista distintos, pariendo y/o consolidando polarizaciones. Una disputa electoral convencional muta a una guerra civil verbal en el plano digital, con efectos conjeturables en el plano terrenal, pero sin lugar a duda potentes. Con acierto Angela Merkel alerta sobre una transformación de las plataformas digitales en auténtico ojo de aguja por el cual deben transitar los condicionados medios de comunicación y sus informaciones. La canciller alemana pide que los algoritmos empleados por las plataformas se hagan públicos.
Al 1 de febrero de 2017 Facebook posee 1.860 millones de usuarios, Instagram adiciona otros 1000 millones de usuarios, cifra similar a la que proporciona WhatsApp (las dos últimas fueron adquiridas por Facebook en el 2012 y en el 2014, respectivamente). Facebook, como la internet que lo hace posible, siguiendo aquella definición medieval de Dios, intervienen como una esfera infinita, cuyo centro se halla en todas partes y la circunferencia en ninguna. La revolución que subyace al manifiesto monopolista de Mark Zuckerberg contiene esta originalidad: ser la primera lanzada desde todas partes y desde ninguna parte.
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