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Una mirada al Fondo de Cultura Regional

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Hace pocos días atrás se dieron a conocer los resultados del último llamado a concurso del 2% del Fondo de Cultura del Gobierno Regional de Tarapacá, el cual se creó con el propósito de subvencionar las actividades culturales que efectúan municipalidades, otras entidades públicas e instituciones privadas, sin fines de lucro. Esta instancia responde a las políticas culturales aprobadas por el Consejo Regional el año 1988 y actualizada el año 2003, con la aprobación del mismo organismo gubernamental.

Ahora bien, esta modalidad de fondos concursables inventada y mantenida por los últimos gobiernos de turno, aunque debemos reconocer que ha ayudado a reactivar el alicaído escenario de las artes y la cultura en Tarapacá, sin embargo, la realidad nos demuestra que los recursos destinados para tales fines resultan insuficientes y hasta mezquinos, considerando la creciente demanda que existen en este sector. Por otro lado, se parte del supuesto que el mejor mecanismo para evaluar con objetividad, rigurosidad y sentido democrático es el concurso. Ciertamente, en una primera revisión esta hipótesis no admitiría discusión alguna, evidente si los parámetros de evaluación, segmentación y representatividad fueran coherentes con el actual escenario artístico y ético de nuestro tiempo y pertinencia cultural. Si, además, los pares evaluadores tuvieran las competencias y experticias para examinar los proyectos; si los compromisos políticos asumidos por las autoridades no prevalecieran en las decisiones finales; si los instrumentos de medición no fueran ambiguos y tuvieran un carácter científico que no permitiera la presencia de las subjetividades en las selecciones finales. Y, finalmente, si los que quedaran fuera de dichos subvenciones recibieran una retroalimentación para mejorar y potenciar sus proyectos en el futuro.

De un tiempo a esta parte, hemos sido testigos que el Gobierno Regional de Tarapacá ha aumentado las exigencias para participar en dicho concurso, obligando a los artistas y gestores culturales a intervenir exclusivamente a través de organizaciones territoriales o corporaciones privadas, transformando a estas entidades en una suerte de aval de los recursos que puedan beneficiar a los ejecutores de las iniciativas. Esta medida constriñe la participación, pues los usuarios independientes deben golpear puerta tras puerta para persuadir a las organizaciones su apoyo institucional, lo que nos es fácil lograr, ya que dicho compromiso involucra una gestión administrativa y un riesgo patrimonial que no están todos dispuesto a asumir. Por lo demás, los controles de gestión se han multiplicado, pero poniendo el acento en los informes financieros y en algunas formalidades, tales como: la imagen corporativa del Gore, los caracteres de la propaganda y en la forma de difusión. En cambio, no se hace evaluación en terreno de los procesos (salvo una visita al inicio del proyecto) y, en contadas ocasiones, asisten a los cierres de proyectos algunos consejeros regionales. Sumemos a ello, falta de instrumentos de medición de los resultados e impactos que hayan generado los proyectos. Entonces, nos preguntamos ¿qué se evalúa? Sin duda, lo que interesa mayormente es que el proyecto se haya ejecutado, que los fondos estén rendidos y se tengan cumplida las formalidades administrativas. En pocas palabras, no se pone atención en lo esencial, es decir en la calidad y en las repercusiones que los proyectos tengan para la comunidad.

Para nadie es desconocido que muchas veces se privilegian eventos, actividades puntuales, que no tienen continuidad en el tiempo ni menos impacto social en la comunidad. Con objetividad, podemos visualizar que los aportes que ha entregado el Estado hasta hoy han sido utilizado sustancialmente para presentar una parrilla programática artística-cultural que en términos numéricos puede ser importante, pero en cuanto a su impacto aún no producido una disminución del umbral entre los grupos sociales de poder social y económico y el resto de la población. Subsisten las pequeñas y grandes injusticias todos los días. Existe la profunda percepción de aquellos que tienen el poder y abusan abiertamente de él, acumulando mayores riquezas (incluido el arte) a expensas del infortunio de la gran mayoría. Es por esta razón que algunos ciudadanos nos levantamos para despertar conciencia a nivel particular y colectivo, para demandar del Estado la gran transformación cultural que va más allá de la simple realización de programas de actividades y que exige el respeto de los derechos ciudadanos, como es el derecho a la arte y la cultura.

En términos reales, no basta con decir que existe una política que apoya al arte en la región, se hace necesario que se actúe realmente con un plan estratégico, el cual defina qué queremos, cómo lo queremos y para quién lo queremos, por citar algunas interrogantes. En todo caso, estas preguntas deben ser respondidas por las organizaciones de base, los trabajadores del arte y los ciudadanos. Esta no es una problemática exclusiva de los planificadores, expertos y la intelectualidad de una región, es de toda la comunidad organizada.

Es más, resulta vago declarar, por ejemplo, “fortalecer nuestra identidad cultural” ¿A qué identidad nos referimos? ¿A la de los pampinos? ¿A las relacionadas con las etnias tarapaqueñas? ¿A las tribus urbanas? ¿A las colonias residentes? ¿A la los bailes de la Tirana? En términos antropológicos estrictos, ya no es suficiente hablar de la identidad en general, menos en nuestro territorio donde han operado complejos procesos de sincretismo cultural y coexisten una diversidad de nacionalidades. Es indudable que la identidad regional está cruzada por la diversidad que tenemos con respecto a otras partes del país, por nuestra ubicación fronteriza, que es receptora de flujo migratorio; geografía, recursos, historia, patrimonio arquitectónico; folklore, religiosidad popular y presencia andina.

Si somos capaces de comprender la visión anterior, entonces el examen de los proyectos no debe centrarse exclusivamente en la fundamentación teórica del mismo, sino en los resultados que propenden. En rigor, a veces, por la falta de conocimiento de los discursos ideológicos y de los trabajos que sustentan algunas agrupaciones o gestores particulares, podrían auspiciarse iniciativas que no están encaminadas en el rumbo de la identidad regional, sino, por el contrario, podrían sus contenidos y formas promover comportamientos y modelos que podrían ser adversos a la misma identidad.

Del mismo modo, me parece impreciso declarar que el fondo tiene por objetivo “fomentar la creación, la difusión y el desarrollo artístico-cultural”, aunque la finalidad aparentemente sea muy loable y no admita discusión. Pero es tan amplia la noción que puede admitir desde una actividad de factura estética menor hasta una obra de mayor envergadura.

En relación a la última ambigüedad, creo que en el desarrollo artístico hay dos etapas a considerar: la primera es la “popularización del arte”, la que se expresa en una especie de masificación de los productos artísticos e instalación de espacios para su desarrollo y, la otra, muy distinta, es la “elevación artística”. En nuestra ciudad existen diversas agrupaciones artísticas que están en diferentes estadios de desarrollo. Indudablemente todas ellas tienen la misma libertad y potestad para existir y para desarrollarse.

Empero, sustento que después de un tiempo caminado con estos fondos, es imprescindible planear y proyectar proyectos que trasciendan en la comunidad, en especial en aquellas áreas que han demostrado continuidad, rigurosidad, producción de calidad y capacidad de gestión.

Por consiguiente, la elevación artística parte por puntualizar qué entendemos por “calidad en el arte”. Delimitar este tema ayudaría a transparentar y a orientar abiertamente a los cientos de artistas que postulan a estos recursos y motivaría a los “profesionales” a seguir superándose, entregando mayores y mejores producciones. Por ejemplo, en el concurso del Fondo del Libro, los postulantes son segmentados en “emergentes” y “profesionales”, lo que permite competir con pares de igual nivel y establecer claramente los parámetros de exigencia.

Si nos remitimos al escenario local, nos preguntamos ¿cuántos de los proyectos ejecutados están en este camino de la elevación artística? Por el magro panorama artístico que vivimos (faltas de salas, desocupación laboral, escasos recursos humanos y materiales y pocas obras de envergadura) podemos deducir que se ha estado auspiciando preferentemente la multiplicación de actividades circunstanciales, sin conexiones unas con otras y menos asociadas con las políticas de largo plazo proclamadas por el Gore. En términos cuantitativos y cualitativos, las experiencias relevantes son menores y, generalmente, pertenecen a instituciones, gestores autónomos y algunas auspiciadas por la institucionalidad cultural.

Una de las preocupaciones que debe discutirse con profundidad es qué se busca con las subvenciones del Estado. ¿Seguir con el activismo cultural? ¿Hacer arte por arte? ¿Ayudar socialmente a algunas organizaciones que menos han ganado fondos? ¿Dar cabida solamente a los nuevos cultores en desmedro de los “consagrados”? ¿Favorecer a algunas cofradías religiosas?… La palabra la tienen las nuevas autoridades del Gore. Aunque por la desafortunada declaración realizada por el señor Godoy, Presidente de los Consejeros Regionales, a los medios de comunicación, que señaló: “Hay instituciones que han ganado por años el 2% y ahora se priorizó a instituciones nuevas. Hay personas que han hecho esto una forma de vida y se creen dueños del 2%”, podemos inferir claramente que los actuales fondos privilegiaron a los gestores nuevos, pese que revisando el listado de los beneficiarios encontramos a varios nombres que se repiten en varios concursos. Entonces, interrogo: ¿Por qué no se detalló en las bases un acápite que dijera que únicamente podían participar agentes nuevos? ¿Para qué hacer un llamado amplio, creando frustración en muchísimos artistas? Pero, lo que resulta más hiriente de las palabras expresadas por esta autoridad es el hecho que diga que los artistas viven de estas “propinas” del Estado. Es lamentable su léxico, carece de “sentido común”, denota una ignorancia de la realidad artística del país y una falta de sensibilidad por los artistas. Respetuosamente, señor Godoy, usted sabe muy bien que nadie es propietario exclusivo de los recursos del Estado; por el contrario, estos fondos pertenecen a todos los ciudadanos chilenos y, en ningún caso, (dejando al margen a quienes sí reciben beneficios discrecionales por ser militante de algún partido de poder o por ser amiga(o) de un funcionario estatal) puede sustentarse profesionalmente con dichos fondos.

Es denigrante para los artistas que estos concursos se conviertan en una de las pocas modalidades que tengan para sobrevivir y que, además, centre todo su trabajo en la próxima postulación. A más de alguno lo he escuchado decir que si no le dan fondo no crea nada. ¡Qué falta de creatividad! Creo que es necesario invitar a los trabajadores del arte a hacer un ejercicio profundamente comprometido con nuestra nación, nuestra región y su destino. En los actuales tiempos de democracia que vivimos, es preciso involucrar una reflexión en torno a políticas culturales, al rol del artista y del gestor cultural.

No cabe duda que para obtener mejores y mayores resultados en el ámbito cultural, es imprescindible proponer modificaciones estructurales, incluso a la misma ley que creó el Fondart y el 2% del FNDR, los que ya tiene más de veinte años de existencia. De la misma forma, es perentorio contar con la decisión política de las autoridades del país para que se invierta más recursos financieros en la en regiones, que permitan respaldar a aquellos proyectos y artistas que prestigian con su labor a su zona de influencia y a su país, y que además cuenten con un sólido plan de gestión que facilite la “popularización” y la “elevación artística”.

Somos conocedores de la limitaciones estatutarias que tienen los Consejeros Regionales, pero, aún así, por qué en todo este tiempo no se ha llevado a cabo gestiones a nivel parlamentario, no solamente para aumentar el presupuesto destinado a esta área, sino también para lograr por parte del Estado subvenciones para aquellas instancias, agrupaciones, cultores y gestores culturales que mantienen con un eficiente plan de gestión salas de arte, escuelas, proyectos comunitarios, espacios para las artes de la representación y la música.

Al igual como se han subvencionado por años a colegios y universidades particulares que apoyan el desarrollo educativo, estimo que también debería existir una política de subvención a las Escuelas de Artes, Institutos y otros Centros, quienes durante extensos años han mantenido una planta académica, soportes de gestión y un trabajo permanente y sistemático en su comunidad. No es posible que estas instancias culturales se vean obligadas a desvincular su personal docente, reducir su infraestructura y a aumentar la cesantía en el sensible mundo artístico, por falta de público y de apoyo estatal. ¿Cuántos talentos en las diferentes manifestaciones artística locales no se estarán perdiendo por falta de mayores estudios, especialización o dedicación exclusiva para su trabajo?

Cuando planteo estas ideas créanme que no sólo lo hago en la posición de gestor cultural que le preocupa su actividad profesional, sino también como un ciudadano crítico que observa cómo las personas están sufriendo cambios en sus comportamientos, convirtiéndose en verdaderos receptores pasivos, capaces de aceptar, sin mayor resistencia racional, los contenidos alienantes, a raíz de la imposición de procesos de aculturación y el ritmo vertiginoso de la innovación tecnológica e informativa que vivimos. Esta inercia generalizada permite que la cultura sin sustancia se instale con comodidad no sólo en las pantallas de nuestros aparatos, sino que también en nuestras mentes.

Si queremos que el arte no sea algo ajeno ni extraño a la gente de todas las edades y condiciones socio-económicas y que verdaderamente coadyuve al desarrollo integral de las personas, creo que no podemos seguir con la política de Fondos Concursables, pues ella lo único que hace es “disfrazar” la precariedad histórica que han vivido los artistas en esta sociedad y disimula el desempleo estructural que existe en este campo, al igual que en otros sectores productivos del país.

Reitero, los aportes que entrega el Estado me parecen meras dádivas para ilusionar a los artistas que puedan seguir creando y proyectando medianamente su trabajo, ya que la institucionalidad cultural no incluye redes de contactos, apoyo en la difusión, canales de comercialización ni espacios nacionales e internacionales para instalar sus productos culturales. Los artistas deben postular una y otra vez a estos fondos para prolongar sus procesos y mantener su dignidad en alto.

A la fecha se han consumado cientos de trabajos creativos, pero, interrogo: ¿Son todos conocidos a nivel nacional? ¿Alguna vez se ha llevado a la capital y a otras regiones embajadas culturales de Tarapacá para difundir lo que hacen los artistas locales? ¿Se han realizado reportajes en los diarios de circulación nacional sobre lo que producen los artistas locales? Definitivamente, nada de eso se ha hecho. Como si fuera poco, los productos y el trabajo artístico se deben regalar, sin considerar las innumerables horas de dedicación y la creatividad que ha puesto el artífice en la creación de sus obras. ¿No les parece injusto? Queda en evidencia que la valoración por el artista y su creación es mínima, se reduce a un aporte que una vez al año recibe y, por consiguiente, lo inhabilita para volver a recibir más recursos.

Lo dicho en el párrafo anterior no se entienda que es una mera discusión de dinero y de gestión. No. El problema mayor es la falta de decisión política para apostar por la cultura y entenderla como la palanca de desarrollo regional. Es una cuestión de fondo, de cambio de paradigma y de reformulación de las estrategias de desarrollo cultural, para que ellas propendan, entre otros beneficios, a reforzar a aquellos campos artísticos en que los tarapaqueños somos fuertes y donde hemos demostrado valía.

A esta altura, las cartas están echadas, el concurso se cerró y se respeta la decisión del jurado, si bien para muchos resulte difícil de comprender y aceptar. La premisa que queda pendiente es qué sucederá después de este evento. Puedo observar, en un sondeo rápido, que el mundo artístico queda dividido en tres mitades: los ganadores, los perdedores y los desencantados que sufren de no poder o no querer postular porque ya están cansados de aportar más de lo que reciben. A la vez, las redes sociales se encargan de enviar sus dardos (“envidia sana” y crítica fundamentada) a los evaluadores, a los artistas y hasta la autoridad misma. En conclusión: el ambiente artístico queda fraccionado en trincheras diferentes, no siempre por argumentos de peso o por la existencia de una masa crítica, sino más bien por el resultado favorable o desfavorable de los proyectos presentados.

En un ejercicio positivo, insto a las autoridades responsables de proteger el patrimonio histórico y cultural a cumplir con su misión, pues me parece un error del tamaño de un buque que mientras los artistas deben competir por míseros recursos, paralelamente se autoricen fondos públicos para dañar y destruir el patrimonio arqueológico y natural de la región con la competencia del Dakar, amparada por las transnacionales automotrices.

Reflexionen con altura de mira y si ignoran los cursos de estas aguas háganse asesorar con los hacedores y los ciudadanos que aman su región, sin tener ningún interés oculto. Ejecuten convenios con las empresas privadas, en especial con aquellas que usufructúan nuestros recursos naturales, para que antes que emprendan sus programados vuelos de estas tierras, dejen grandes obras culturales que beneficien a todos y todas. Esas obras serán más significativas que todos los espectáculos que puedan traer periódicamente de la capital y que parcialmente siguen beneficiando a la misma elite letrada.

La historia de nuestro pueblo nos obliga a no pensar en pequeño, en actividades menores; en contraste, dejemos en nuestro paso y pensando en las futuras generaciones, espacios, infraestructuras, obras y huellas que contribuyan a originar el perfil de una ciudad creativa, donde se promueva la belleza, la tolerancia, la creatividad, la diversidad, la democracia popular, el arte, los valores y los ideales más nobles, para que así los niños, jóvenes y adultos mayores no sigan viviendo socialmente divorciados de las artes y de su mundo espiritual.

El autor, Iván Vera-Pinto Soto, es Antropólogo, Magíster en Educación Superior

 

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