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Erdoğan y “la mujer de rojo”

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Los acontecimientos que sacuden Turquía desde hace algo más de una semana nos han pillado a todos desprevenidos porque, como es evidente, todo esto no se veía venir. La izquierda turca no lo esperaba. Los “analistas” estaban convencidos de que Turquía era ajena a las circunstancias que han servido de caldo de cultivo para las movilizaciones que, con sus rasgos específicos, han sacudido varios países europeos y árabes e incluso los Estados Unidos. Y también le ha pillado de imprevisto al Primer Ministro turco, Recep Tayyip Erdoğan, y a su Gobierno, que han vivido una década prodigiosa en la que, contando con el respaldo de más o menos el 50% del electorado, han sido capaces de hacer y deshacer sin enfrentarse a movimientos de oposición “fuertes”… hasta ahora.

Antes de intentar hacer una valoración de lo que está sucediendo nos gustaría recalcar la singularidad de estos diez años de hegemonía de un partido como el AKP, una hegemonía que es sin duda extraña por muchas razones. La situación que explica el ascenso al poder del AKP y su capacidad para perpetuarse en el tiempo es la progresiva descomposición del orden político formado a partir del golpe militar de 1980, que a su vez fue el medio encontrado por ciertos sectores de la elite político-militar para poner fin a dos largas décadas de violencia política entre grupos armados de extrema izquierda y de extrema derecha (los segundos contando con la connivencia, al menos pasiva, del Estado) que habían supuesto un fuerte desgaste para el sistema institucional turco fijado en la Constitución de 1961.

El orden político que emerge de ese golpe tiene tres lacras fundamentales:

La primera es que es un orden político de pacificación, que cuenta por tanto con un apoyo popular relativo que se forma como reacción al caos político de la década precedente.

La segunda es que la única forma de asentar ese orden es, precisamente, convertir al Estado en instrumento directo de la violencia que antes había ejercido sobre la extrema izquierda por la vía mediada de las organizaciones armadas de la extrema derecha.

La tercera es que la represión alcanza a ciertos sectores de la élite kemalista (política y militar) por dos motivos: por un lado, porque sus posicionamientos estatalistas les llevaban a defender una gestión económica marcada por el fuerte peso del sector público (un planteamiento que estaba siendo radicalmente cuestionado tras la crisis del petróleo); por otro, porque la forma en que concebían la defensa de los intereses nacionales les había llevado, siendo miembros de la OTAN, a ocupar militarmente el Norte de Chipre, oponiéndose con ello a Grecia y, por tanto, al eje de poder anglosajón que ejerce una enorme influencia en la geopolítica europea y euroasiática.

Desde 1982 (cuando el Gobierno turco vuelve a ser formalmente civil -aunque la presencia de militares retirados en altos cargos políticos será casi constante-) hasta 2002, año de victoria a nivel nacional del AKP (su progresivo éxito en las elecciones locales tiene una trayectoria mucho más prolongada), las elites políticas kemalistas son incapaces de poner solución a esos tres enormes defectos: el enfrentamiento constante con el PKK lleva al Estado a mantener su política represiva, la gestión económica hace al país entrar en una espiral de endeudamiento agravada por la corrupción y, desde el punto de vista internacional, el kemalismo se ha vuelto tan absolutamente incapaz de gestionar sus propias contradicciones que los Estados Unidos se encargan de alimentar convenientemente a su relevo: el sunnismo moderado que había quedado sistemáticamente fuera de las instituciones. De hecho, y si bien la crisis del kemalismo fue producto de sus tensiones internas, es innegable que éstas fueron convenientemente avivadas por los Estados Unidos y que éstos, en la medida en que apoyaron a los partidos de corte islámico, también se encargaron de darle al kemalismo el empujoncito que necesitaba para despeñarse [1].

Los motivos por los que los partidos islámicos (no el AKP, que no existía, pero sí sus antecesores directos, como el Refah Partisi) no habían prosperado en Turquía son dos: por un lado, la ideología estatal daba una enorme importancia al laicismo del Estado, y por eso dichos partidos aparecían como una amenaza “contramodernizadora”; por otro, esos partidos islámicos contaban con el apoyo de una emergente clase media del interior del país que luchaba por hacerse un hueco en los espacios de poder ocupados por la elite “occidental”; a las clases medias y altas “occidentalizadas”, cultas, liberales, de ciudades como Estambul o Esmirna se les oponían rivales anatolios, conservadores, profundamente marcados por sus creencias religiosas, con un creciente poder adquisitivo, que demandaban, por un lado, una distribución geográficamente más equilibrada de las inversiones del Estado, y, por otro, una mayor presencia en los procedimientos de toma de decisiones.

Cuando el AKP llega al poder, lo hace prometiendo a la masa de sus votantes terminar con los grandes problemas del Estado y a las élites económicas que va a proteger sus intereses mejor que sus predecesores en el Gobierno (y, especialmente, mejor que el CHP); todo ello aderezado con nuevos avances en la negociación de la entrada de Turquía en la UE. Y a priori todo parece ser cierto. El papel del Ejército en la vida pública queda progresivamente controlado, los kurdos ven formalmente reconocidos ciertos derechos culturales, Turquía renegocia su deuda y entra en un período de prosperidad al mismo tiempo que la adhesión a la UE parece ir viento en popa.

Y aunque muy pronto resulta evidente que el AKP no pretende reformar el Estado, sino simplemente reorientar las herramientas institucionales de las que dispone para girar las tornas y que los reprimidos se conviertan en represores y viceversa, la oposición (¡electoralmente un 50%!) es incapaz de recomponerse. La cuestión kurda se convierte en el único eje que permite presentar una oposición sólida al AKP pero se trata, paradójicamente, de una oposición que, en la medida en que plantea el conflicto como inter-étnico, haciendo que las sustantivas cuestiones de clase y de política nacional sean mucho menos relevantes, es incapaz de representar a los turcos que no se ven representados por el AKP ni por el CHP, ni por ninguna otra organización política de la oposición [2].

En esas estábamos, y en ese gobierno de ensueño estaba Erdoğan, cuando la represión de una protesta de unas decenas de personas (y siempre suelen ser unas decenas) da lugar a algo que todo el mundo consideraba imposible. Analizar un proceso político de esta importancia y cuando apenas acaba de comenzar es una tarea imposible, de manera que simplemente nos contentamos con apuntar algunas claves que puedan ayudar al lector, junto con la imagen de conjunto que acabamos de esbozar, para situar lo que está pasando.

En primer lugar, es cierto que las protestas han unido en una acción política a sectores que, programáticamente, no tienen nada que decirse. Eso desde luego limita sus posibilidades de rivalizar electoralmente con el AKP, pero tampoco es necesariamente el objetivo. Frente a esa observación, ha de tenerse en cuenta que la principal virtud de esta oleada de movilizaciones es que la cantidad de gente que está formando parte de ella, las geografías en las que está prendiendo (incluidos “bastiones electorales” del AKP como Konya o Kayseri), desbordan a cualquier colectivo al que se quiera convertir en responsable principal de la protesta: ni el CHP, ni la extrema izquierda, ni la izquierda liberal, ni la clase media universitaria, ni los kurdos, ni los alevíes son suficientes en número como para sostener estas protestas. Y el gran problema de interpretación es que no lo son ni por separado ni todos a la vez: esto quiere decir, y aquí las resonancias del 15M son inevitables, que hay una porción importante de la población que, aunque tomada por “apolítica”, ha resultado ser solamente “apartidista”.

En segundo lugar, debería huirse de interpretaciones excesivamente “liberales” del conflicto. Es innegable que el planteamiento liberal, con su énfasis en los derechos y libertades individuales, tiene una enorme fuerza entre los manifestantes y, sobre todo, entre ciertos sectores de población que, sin compartir el conservadurismo del AKP, han formado parte de su base electoral porque han confiado en el programa reformista del partido en lo referente a las instituciones políticas. Sin embargo, la cuestión de la separación entre la religión y el Estado (con todas sus ramificaciones: desde el uso del velo en las instituciones públicas hasta la normativa referente al consumo de bebidas alcohólicas) es mucho menos liberal en su planteamiento de lo que pudiera parecer porque el laicismo es fruto de la iniciativa de la elite modernizadora que ha gestionado mejor o peor el destino del país desde hace dos o tres siglos y hasta la actualidad. Con esto queremos decir, por un lado, que desde el punto de vista de la mayoría de la población, que es sunní y practicante, ha sido la identidad nacional, la lealtad patriótica al proyecto modernizador liderado por Atatürk, y no la ideología liberal lo que ha justificado la separación entre religión y Estado; y que, por otra parte, desde el punto de vista de la elite modernizadora, el laicismo ha sido una imposición del Estado, una intromisión del poder público en la esfera social que tiene muy poco de liberal.

Así, el eje político que enfrenta a la sociedad turca con su Estado no tiene el tono liberal que ciertas interpretaciones quieren atribuirle, sino que es, más bien, y este es el tercer punto, una contraposición de la horizontalidad a la jerarquía y de la democracia al autoritarismo [3], pero ambas cuestiones están planteadas desde el punto de vista no del individuo liberal sino de una realidad común y colectiva que no es, como hasta ahora, la nación, sino que tiene que ver con la clase más de lo que algunos podrían o querrían creer. No creemos que este “factor de clase” esté presente en el sentido en el que lo ha querido plantear Ian Buruma [4], como si fuera una tensión entre elites urbanas y masas rurales, porque eso no explica que las protestas se hayan extendido a lugares como Konya o Kayseri. Por el contrario, creemos que no es casualidad que el detonante de estas movilizaciones haya sido una protesta contra la creación de un centro comercial en el parque de Gezi, puesto que ello apunta a dos elementos claves de la “línea de flotación” a la que debe atacar cualquier oposición de izquierdas al AKP: por una parte, las conexiones entre los procesos de especulación urbanística y las autoridades públicas del país (en todos los niveles de la administración) [5]; y, por otra, a la conformación y fortalecimiento de una élite económica vinculada al capital financiero y a los grandes centros industriales del interior del país, que es producto de la gestión económica neoliberal llevada a cabo por el Gobierno turco [6].

En cuarto lugar, y aunque es cierto que estos sucesos no pueden ser considerados directamente parte de la Primavera Árabe, no podemos dejar de lado los factores coyunturales (y la «Primavera Árabe» es uno de ellos). La razón es que las otras causas frecuentemente apuntadas (la soberbia política de Erdoğan, la forma en que sus decisiones políticas amenazan el laicismo del Estado turco, su política económica…) no son nuevas, y por tanto no ayudan a explicar por qué ese alzamiento tiene lugar ahora y no, por ejemplo, en 2010.

No se debe olvidar, por eso, que un elemento fundamental de las movilizaciones que han sacudido el mundo durante los últimos años es la manera en la que unas se han convertido en modelos de acción política para otras: no se puede descartar, por ejemplo, que sea el derrocamiento de Mubarak el que lleve a los españoles a pensar que ellos también pueden plantarse frente su Gobierno. Desde luego que alguien puede respondernos que ha pasado un largo tiempo desde que los cairotas ocuparon Tahrir o los neoyorkinos el parque Zucotti o los madrileños la Puerta del Sol, pero a ellos les recordaremos que en realidad las duras protestas contra los recortes comenzaron en Grecia mucho antes de que los tunecinos protestaran contra Ben Alí o de que los madrileños se creyeran antecesores de los atenienses congregados en la Plaza Syntagma. Decir que las movilizaciones son un ejemplo no es pretender que el eco sea inmediato.

Además, y este es otro factor coyuntural relevante, el proceso de paz con el PKK abre una oportunidad de protesta frente al Gobierno porque desaparece de la primera línea de conflicto un actor que sin duda monopolizaba la confrontación. No es solamente que el proceso de paz pueda tener mayores o menores posibilidades de éxito, sino también que se ha producido en el seno del movimiento kurdo una cierta tensión entre quienes consideran que ese proceso debe llegar a buen puerto y quienes creen que podría (y debería) llevarse a cabo de otra manera; digamos que esa tensión interna, ese debate que acaba solamente de empezar, ha servido de alguna forma para dejar libre un espacio de contestación que ha sido aprovechado.

Por último, y esto tiene una especial significación desde el punto de vista del conflicto entre democracia y autoritarismo, no podemos dejar de tomar en consideración las consecuencias de la implicación turca en el conflicto sirio. Todas las decisiones “polémicas” tomadas por Erdoğan han contado con el apoyo tácito o explícito de una mayoría significativa: desde el proceso de paz con los kurdos hasta la reforma de la normativa referente al velo pasando por la limitación al papel político reservado al Ejército. La única decisión que ha puesto en evidencia la capacidad de Erdoğan para ignorar absolutamente la “voluntad popular” de la que se ha considerado siempre portavoz ha sido la implicación de Turquía en la guerra civil siria en favor de los rebeldes [7]. En favor de este argumento tenemos el hecho de que las pancartas que dicen “Şavaşa hayır” (“No a la guerra”) son enormemente frecuentes en las fotografías que retratan las movilizaciones de estos días.

Queremos concluir esta reflexión refiriéndonos a la imagen de “la mujer de rojo” que ha dado la vuelta al mundo. Si bien existen muchas razones para que esta fotografía haya sido convertida en símbolo [8] (la mujer en actitud pacífica, indefensa, evidentemente inocente, que es indiscriminadamente atacada con gas lacrimógeno por un polícia), sus rasgos definitorios son, en principio, comunes a muchas otras imágenes que han circulado desde el inicio de las protestas y que sin embargo no han tenido la misma repercusión.

Tal vez existe en el inconsciente colectivo de quienes la han elegido sistemáticamente como símbolo una poderosa conexión entre esta mujer y la otra “mujer de rojo” cuya imagen ha circulado masivamente de extremo a extremo del globo: la “mujer de rojo” de la película The Matrix.

En la escena de la película en la que aparece esta mujer, Neo pasea con Morfeo por un entorno urbano que parece ser la Matrix auténtica, la “realidad” que Neo conocía hasta que es rescatado y llevado al “mundo verdaderamente real”. Mientras Morfeo le explica cómo funciona la simulación virtual que mantiene a los humanos cerebralmente activos introduciendo sus mentes en un mundo que parece absolutamente real pero no lo es, Neo se distrae mirando a la “mujer de rojo”. Cuando Morfeo le pide a Neo que vuelva de nuevo la vista hacia ella, la “mujer de rojo” se ha convertido en un “agente”, uno de los programas introducidos en Matrix por las máquinas que la controlan para terminar con las “anomalías” que boicotean el sistema. Neo descubre entonces que no está realmente en Matrix, sino en un programa de simulación preparado para enseñarle que cualquiera que no está desconectado puede convertirse automáticamente en una amenaza.

Salvando las distancias, Erdoğan ha vivido los últimos diez años en su propia Matrix. A la manera de Neo, él ha sido un privilegiado que ha tenido la ocasión de formar parte de un orden de dominación (Matrix en un caso, el Estado turco en otro) siendo consciente de que dicho orden se fundamentaba en una ficción. El problema, tanto para Erdoğan como para Neo, es que ambos puede estar tentados de creer que su “posición privilegiada” les permite ignorar las normas del sistema de ficciones del que en realidad forman también parte, olvidando que la fragilidad del súbdito tiene su correlato en la fragilidad del dominio de quien se sitúa en la posición más ventajosa.

La mujer de rojo le recuerda a Erdoğan que el rey (o el sultán) siempre está desnudo y, lo más importante, es un símbolo que ayuda a sostener en el tiempo la ruptura de la ficción de hegemonía inquebrantable gracias a la cual gobernaba hasta ahora AKP. Está más allá de nuestras posibilidades, sin embargo, dilucidar los resultados que esta quiebra pueda tener en el futuro.

*Fuente: Rebelión

Notas:

[1] Y por este motivo es incomprensible e insostenible la tesis defendida por Germán Gorráiz (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=169368), que al mismo tiempo que dice que Obama es valedor de Erdoğan, pretende que el Ejército turco está en condiciones de dar un golpe de Estado ¡también con apoyo de los Estados Unidos! Al contrario de lo que piensa Germán Gorráiz, el Ejército está institucionalmente inhabilitado para intervenir en este proceso y políticamente limitado toda vez que sus líderes político-militares más destacados están siendo procesados judicialmente para limitar al máximo su capacidad de acción. Aunque en ciertas ciudades los soldados de los cuarteles dieron cobijo a los manifestantes perseguidos por la policía, lo cierto es que quienes dentro del Ejército puedan tener ganas de intervenir en la política turca como antaño deben estar enormemente sorprendidos: en su esquema mental (sostenido con convicción o cinismo), la intervención del Ejército en favor del laicismo es necesaria porque la sociedad civil es constitutivamente incapaz de hacer frente a las fuerzas que abogan por la re-islamización de la vida pública; estas movilizaciones muestran, si es que la historia de la izquierda turca no lo dejaba ya suficientemente claro, que el paternalismo del Ejército está completamente desconectado de la realidad política, y lo bueno es que parece que los militares turcos empiezan a darse cuenta de eso.

[2] Los turcos políticamente activos están en su gran mayoría vinculados a organizaciones, sin embargo, el sistema político turco tiene (como el español) una proporcionalidad corregida en la que la barrera mínima de votos no es del 3% sino del 10%. Eso significa que, si bien sus posturas “particulares” pueden estar representadas por los partidos políticos en los que militan, la capacidad de movilización electoral de estas organizaciones es tan baja en el contexto de una oposición tan fragmentada que no tienen ninguna posibilidad de convertirse por sí mismas en fuerzas de gobierno.

[3] Ver el manifiesto traducido para Rebelión: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=169289

[4] http://www.rebelion.org/noticia.php?id=169427

[5] No hace falta decir mucho sobre los pelotazos urbanísticos y la forma en que se vinculan a la financiación ilegal de los partidos.

[6] Turquía está en una fase de crecimiento económico, sí, pero ello no ha servido para reducir drásticamente las desigualdades sociales y ha venido acompañado del el desmantelamiento de los mecanismos de asistencia social con los que contaba el Estado corporativo kemalista. La gran beneficiaria ha sido esa clase media emergente proveniente del interior del país a la que hacíamos referencia antes.

[7] La experiencia española con la intervención militar en Irak apunta inequívocamente hacia las significativas repercusiones que una decisión así tiene sobre la conciencia política de la población: como Ángeles Díez ha señalado en más de una ocasión, la consigna “lo llaman democracia y no lo es” (que tanta importancia ha tenido en las reivindicaciones del 15M) surge en las movilizaciones contra la guerra.

[8] Y no es una mera estrategia mediática de la prensa internacional, como muestra, por ejemplo, esta igneniosa idea de los manifestantes turcos:

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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