La caída del muro de Berlín significó el ocaso de los “socialismos reales” y el fin de una fábula política que marcó a América Latina. En efecto, durante decenios, las izquierdas de la región concebían su lucha en la certeza de que la contradicción fundamental para nuestros pueblos radicaba en la oposición Capitalismo liberal de estilo occidental o bien, un “Socialismo real” inspirado en la Revolución Rusa. Tal relato ideológico oscureció otras tensiones en nuestras sociedades, por de pronto y en lo inmediato, la persistencia de una pseudo democracia de carácter clasista y oligárquico, interrumpida por cruentos periodos dictatoriales.
Como sea ha dicho, gran parte de las izquierdas latinoamericanas se dedicaron más a seguir el ejemplo que a analizar las formas que adquirió el modelo capitalista en la región. Hasta el presente, en la mayoría de los países seguimos sumidos en un neoliberalismo extremo de inspiración norteamericana, de carácter financiero y neo-extractivista. Las formas políticas se mantienen en el marco de lo hemos llamado Democracias Oligárquicas, esto es, elitistas, cupulares y, en el límite, autoritarias. En este sentido, el caso de Chile resulta paradigmático.
Una derecha atrincherada en una constitución hecha a su medida por la dictadura de Augusto Pinochet, sigue jugando a la democracia con las cartas marcadas por el binominalismo. Esto le asegura un protagonismo histórico que logra detener toda reforma significativa que ponga en riesgo su modelo. De este modo, la derecha chilena ha logrado mantener su poder hegemónico sin ocupar el sillón presidencial sino asegurando las mayorías parlamentarias para vetar las reformas constitucionales. Todo esto, y hay que decirlo, con la complicidad y negligencia de los gobiernos concertacionistas.
En la actualidad, los sectores de derecha saben que la cuestión política se juega en las elecciones parlamentarias y no en las presidenciales. Más allá de los rostros de sus líderes, Allamand y Longueira, lo que interesa es asegurar un parlamento donde la derecha sea fuerte, es decir, con las mayorías necesarias para detener cualquier afán reformista que ponga en riesgo su actual hegemonía. La derecha también sabe que es altamente probable que sea la señora Bachelet la que llegue a la Moneda. Sin embargo, también sabe que ello no implicaría un cambio sustancial en las reglas del juego, mucho menos cuando el entorno político partidista de la ex mandataria es más que deficiente.
Una derecha parapetada en el parlamento con una figura amable en la presidencia es, fuera de duda, la mejor estrategia para mantener el actual estado de cosas y debilitar la conflictividad social. En los años venideros, Chile debiera entrar en la fase de “reformas de baja intensidad” con el acuerdo explícito de todos los partidos del espectro político, única manera de asegurar el equilibrio de fuerzas e intereses en el país. En pocas palabras, todo apunta al mantenimiento de una Democracia Oligárquica 2.0 en que toda forma de participación ciudadana está muy debilitada o, definitivamente, excluida de antemano. Un proyecto de izquierdas en el presente solo posee sentido si es capaz de instalar el horizonte de una democracia otra, lo que exige en lo inmediato un cambio de la actual constitución, un nuevo marco jurídico que asegure la soberanía ciudadana, sea por la vía de una Asamblea Constituyente o cualquier otra modalidad que resulte transparente y legítima.
– El autor, Alvaro Cuadra, es Investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. ELAP. Universidad AR
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