Condena al pueblo saharaui.
por Arantza Chacón - Juan Soroeta (AIODH, Asociación Internacional para la Observación de los Derechos Humanos)
9 años atrás 5 min lectura
Diario Vasco 6 de marzo de 2013
En la madrugada del pasado 18 de febrero de 2013, el Tribunal Militar Permanente de Rabat dictó una de las más duras sentencias de su negra historia contra veinticuatro activistas de derechos humanos saharauis (la mayoría entre 20 años de privación de libertad y cadena perpetua). El acta de acusación afirmaba que los procesados habían «secuestrado» a las más de 20.000 personas que se establecieron en el campamento de Gdeim Izik, a 12 kilómetros de la capital del antiguo Sáhara Español, con el objeto de desestabilizar el país, atentando de esta forma contra la seguridad interior marroquí.
Pero lo cierto es que, después de casi un mes en el que, día a día, se iban incorporando al campamento familias provenientes de todas las partes del Sáhara ocupado, el Ministro de Comunicación marroquí había reconocido públicamente tanto lo razonable de las demandas sociales y económicas saharauis, como su carácter pacífico. La ‘Comisión del Dialogo’, creada como órgano de interlocución del campamento a petición del Gobierno marroquí, negoció con una representación de éste compuesta nada menos que por el general Benanni, jefe del Estado Mayor y comandante de la Zona Sur, Taib Cherkaui, ministro del Interior, y la diputada saharaui en el Parlamento marroquí, Guezmula Ebbi, entre otras personalidades. Se trataba de la más alta representación del Gobierno, lo que indicaba con claridad que se consideraba una auténtica cuestión de Estado. Tal y como públicamente afirmó esta última, pese a que las negociaciones habían dado sus frutos el día 6 de noviembre con compromisos que habían aceptado los saharauis (entre otros, la creación de 2.700 puestos de trabajo y la construcción de viviendas), al día siguiente ‘el ejército fue cerrando paulatinamente los accesos al campamento y, en la madrugada del día 8 —¿coincidiendo? con una nueva ronda de negociaciones en Nueva York entre Marruecos y el Frente Polisario—, las fuerzas militares y policiales marroquíes procedieron sin previo aviso a su desmantelamiento violento. Pese a que desde el punto de vista del Derecho internacional es indiscutible que en el Sáhara Occidental no es aplicable el Derecho de Marruecos, potencia que ocupa ilegalmente un territorio pendiente de descolonización, y pese a que la nueva Constitución marroquí prohíbe los tribunales excepcionales, el tribunal militar se atribuyó la competencia para condenar a los civiles saharauis en un juicio en el curso del cual no se respetaron los más básicos estándares internacionales de lo que se debe considerar un juicio «justo y equitativo». Por más que el presidente del Tribunal y el fiscal se esforzaran en repetir esta expresión, ni siquiera su tono, cínicamente cordial, consiguió lavar la imagen de lo que constituyó la puesta en escena de un teatro que estos dos pésimos actores llegaron a calificar literalmente de «juicio justo…, o casi justo».
La acusación, que sorprendentemente no incluía el delito del secuestro, supuesto ‘leitmotif’ del procedimiento, se basó exclusivamente en los testimonios de los procesados, obtenidos, según denunciaron todos ellos, bajo tortura. Pese a que tras más de dos años las huellas de las torturas eran visibles, el Tribunal rechazó practicar los exámenes médicos solicitados por la defensa, al igual que había hecho desde la detención. Los pocos testigos de la defensa aceptados por el Tribunal demostraron que la única prueba contra Naama Asfari, presunto cabeza de la organización del campamento, era falsa. Lo que ni siquiera fue discutido por el fiscal. No existe prueba alguna que vincule a los acusados con las supuestas víctimas (entre 9 y 23 según las cifras manejadas por el propio gobierno marroquí a lo largo del proceso), de las que ni siquiera se practicaron autopsias; no hay armas, no hay huellas; no se confiscaron los vehículos con los que supuestamente atropellaron a las fuerzas del orden; no hay vídeo concluyente alguno. Nada que explique quién asesinó a quién, en qué circunstancias, a qué hora, de qué forma, atropellados o asesinados con armas blancas. Nada.
Pero lo realmente grave es que las torturas no perseguían obtener información alguna, sino castigar a los saharauis por defender el derecho a la libre determinación de su pueblo, un derecho que le ha sido reconocido tanto por el Consejo de Seguridad como por la Asamblea General y la Corte Internacional de Justicia. La forma en que se llevó a cabo el desmantelamiento del campamento y de impedir que la población tuviera tiempo para abandonarlo no permite otra explicación. Todo ello forma parte de la política del Gobierno marroquí de castigar al pueblo saharaui para hacerle doblar la rodilla. Físicamente, algunos de ellos estaban rotos por las torturas (tres de ellos debieron abandonar las sesiones del tribunal para ser hospitalizados). Pero quien tiene el honor de conocer a estos activistas sabe que salieron del juicio más fortalecidos. Todos ellos, ataviados con orgullo con la tradicional Darrah saharaui, rechazaron la violencia, mostraron sus condolencias a las víctimas y reivindicaron en voz alta ante el Tribunal: «el pueblo marroquí y el saharaui son dos pueblos hermanos: dos pueblos, dos Estados. No hay otra solución que la autodeterminación. ¡Viva la lucha del pueblo saharaui!» Eran conscientes de que no se les juzgaba a ellos, sino a su pueblo.
* Arantza Chacón y Juan Soroeta son miembros de AIODH, Asociación Internacional para la Observación de los Derechos Humanos, que asistieron al juicio de Rabat como observadores internacionales.
*Fuente: Poemario Sahara Libre
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