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Meritocracia no es democracia

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23 enero 2013

En los últimos meses se ha puesto en cuestionamiento la “meritocracia” impulsada por el gobierno como bandera de eficiencia y adecuada selección de los funcionarios públicos. El discurso se ha venido abajo tras hacerse pública la existencia de funcionarios del más alto nivel con titulaciones falsas, denuncias de concursos amañados y otras. Pero esa es la punta de un ovillo de una filosofía antidemocrática que esconde intereses clasistas que deben ser identificados.

Desde el gobierno de la autollamada “revolución ciudadana”, la meritocracia ha sido  promovida tanto a través de una nueva oficina pública (el Instituto Nacional de la Meritocracia), cuanto por concursos dudosos y evaluaciones homogenizadas, las que por su naturaleza, desconocen los fenómenos sociales vinculados con esos resultados haciendo que, por lo general, la supuesta búsqueda de los que tienen “meritos” se convierta en un mecanismo de segregación contraria a la democracia. Desde lo general y desde particularidades como la educativa, el discurso de la meritocracia aparece comúnmente positivo porque ofrece un gobierno de los que tienen méritos para ello, pero la práctica en una sociedad injusta y de clases solo profundiza las diferencias sociales.

La melancolía de los “aristócratas”

El origen etimológico de la palabra meritocracia (del latín “mereo”: merecer, obtener), permite un acercamiento al término, que habla del “gobierno de quienes lo merecen”, algo muy distinto al sentido mínimo, aunque imposible en el capitalismo, de democracia que se entiende como “gobierno del pueblo”. Pero la diferencia no es solo lingüística, como veremos más adelante, sino que presenta una serie más alta de oposiciones que demuestran que la meritocracia no es democracia.

Ya en la antigua Grecia se presentó algo similar: la “aristocracia”, que se suponía el “gobierno de los mejores”. Tanto en el esclavismo, como en las colonias invadidas por ejércitos más fuertes o en las monarquías, siempre desde el poder se autocalificaron como “los mejores” para gobernar y ello se pretendió que era indiscutible porque provenía de un designio divino, la superioridad racial, la superioridad de género, títulos nobiliarios o cualquier otra artimaña ideológica. Más adelante, se dirá que es una cuestión de diplomas obtenidos en universidades a las que llegan pocos, o cualquier otro argumento para separar a los gobernantes del “vulgo” o pueblo que, según ellos, no está preparado para gobernar. La verdad es que los “preparados para gobernar” han causado desastres nacionales (recuérdese el gobierno de Mahuad, como ejemplo)  e internacionales desde los organismos que gestionan la economía mundial como el FMI, repletas de PhD y doctores, y ya sabemos el resultado de su política. Con ello no se quiere decir que cualquiera debe ocupar cualquier cargo y que la preparación académica no sea importante, sino que no es suficiente e incluso secundaria ante la posición política y la concepción que impulsa a esos funcionarios o expertos.

Ese argumento de “los mejores” sirvió a la oligarquía ecuatoriana para impedir al inicio de la República la participación política de la inmensa mayoría, pues se otorgaba la ciudadanía solo a los varones, católicos, que sabían leer y escribir y que tenían importantes posesiones (lo que se refería en los hechos casi exclusivamente a los criollos o descendientes de españoles), porque se asumía que eran los únicos con capacidad para gobernar. Distintas luchas verdaderamente democráticas dieron paso al reconocimiento de la ciudadanía de las mujeres a inicios del siglo XX, de los analfabetos en 1978 y de niños y niñas en 1998. En esas luchas por la democracia, esta se buscaba rompiendo mecanismos que justificaban el gobierno de pocos, pero ahora los que tienen melancolía de “aristócratas” están dando pasos atrás hacia el “gobierno de los meritorios” y no del pueblo.

La creación de un círculo de aristócratas al que nadie puede entrar sin aceptación de quienes están ya en ese círculo, recuerda a aquellos que para ser parte de la nobleza tenían que comprar costosos títulos de Conde o afines a más de renunciar a su pasado social y étnico, para asumir todos los modos de ser de expresarse de los aristócratas. Algunos lectores ya estarán pensando que ahora se trata de títulos de costosas universidades, pero ello solo es lo más visible. Recuérdese que entre tener el título y tener la aceptación hay una distancia que no se resolvía para los “nuevos nobles” y los “nuevos ricos” sino tras muchos años, servicios prestados y pruebas de actuar como los “nobles de alcurnia”.

Meritocracia para el gobierno y no para el poder

Una sociedad de clases, como lo es la capitalista, implica que el poder económico, social, político, militar e ideológico está en las manos de la clase dominante. Los poderes fácticos, como el económico y el ideológico (que incluye los medios de comunicación), no requieren de procesos democráticos de elección sino haber acumulado grandes riquezas, generalmente sin importar la manera en las que se las obtuvo. En el caso ecuatoriano, muy pocos se atreverían a decir que los más grandes millonarios tienen el mérito de ser los más inteligentes, los más trabajadores o los más estudiados. Tal vez, se diría que son los más ambiciosos o los más audaces, ubicando los “meritos” compartidos lejos de los títulos universitarios y ligándolos con la pertenencia de clase que crea un entorno en el que todo se les facilita.

El poder real, entonces, está lejos de la meritocracia que si se plantea para sectores de los funcionarios que administrarán el Estado. En el siglo II antes de Cristo, durante la Dinastía Han de China se habrían tomado los primeros exámenes para ser miembro de la burocracia[1]. También Genghis Khan, el emperador mongol seleccionaría a sus generales con base a pruebas y el sistema sería usado por Inglaterra en su colonización de la India. Ejemplos, entre tantos, que trataba de seleccionar a los mejores para conquistar y aplastar a los pueblos, los mejores perros guardianes de los intereses del amo, los administradores eficaces y eficientes, pero que fortalezcan el poder y no lo pongan en duda.

La meritocracia en una sociedad de clases, por tanto, está en función de sostener y fortalecer ese poder, no de cuestionarlo. Su promesa es la posibilidad de ascender socialmente por méritos y no por condiciones como la herencia, etnia o el género, lo que significa que no se busca eliminar las diferentes jerarquías sociales, sino plantear una nueva forma de acceder a ellas. “El mérito no es un valor comprometido con la igualdad, sino con la eficiencia o con la diferenciación, de modo que confiar la construcción de una sociedad más igual al principio del mérito puede debilitar, en vez de fortalecer, esa construcción. Si queremos fomentar una sociedad más justa e igualitaria, deberíamos subordinar el principio del mérito a la igualdad, y no al revés. Es la única forma de que el mérito no agudice la brecha cada día más abierta de la desigualdad.”[2]

El uso moderno del término

Se suele identificar como primera referencia moderna  al término meritocracia al libro “Rise of the Meritocracy (1870-2033): An Essay on Education and Equality” de Michael Young (1958), novela que pretendía alertar sobre ese nuevo poder. Cuarenta años más tarde, escribe un corto texto “Abajo con la meritocracia” del cual vale extraer una larga reseña, recomendando su lectura completa[3]:

“… Tiene todo el sentido nombrar a personas concretas para realizar trabajos en función de sus méritos. No podemos decir lo mismo cuando quienes son juzgados por sus méritos del tipo que sea ascienden a una Nueva Clase social sin dejar sitio para otros.

Las habilidades de tipo convencional, que solían estar distribuidas entre clases de forma más o menos aleatoria, se han venido concentrado en una sola clase gracias a la maquinaria educativa.

… Con una increíble batería de certificados y titulaciones a su disposición, el sistema educativo ha dictado aprobación para una minoría, y un suspenso para una mayoría que no consigue brillar desde el momento en que son relegados al fondo del sistema de graduación a la edad de siete años o antes. Esta Nueva Clase tiene todo los medios a su alcance, y en gran parte bajo su control, por la que se reproduce a sí misma.

Mis predicciones más controvertidas y la subsiguiente advertencia se fundaban en un análisis histórico. Pensé que las clases más pobres y los más desaventajados serían doblemente marginalizados, lo que de hecho ha ocurrido. Al ser marcados desde la escuela son más vulnerables para más tarde formar parte del “ejército de reserva” que es el desempleo.

… Mediante la selección que opera el sistema educativo las clases bajas han perdido a muchos de los que debieran haber sido sus líderes naturales, de portavoces de la clase trabajadora que se continuaran identificando con la clase de la que procedían.”

Sin duda son muchos los que sin leer el libro de Young usan la palabra meritocracia. Pero como se ve, el autor rechaza a esta nueva “clase” (que en realidad no es más que un tipo de administradores de los intereses de las clases dominantes propias del capitalismo) porque son lo opuesto a la democracia y separa más a las personas destinadas a ser “ganadoras” y a las destinadas a ser “perdedoras” en la supervivencia social.

Quién selecciona los requisitos que se elevan a la consideración de méritos

Pasar a una selección de funcionarios por el nivel de sus méritos, es sin duda mucho mejor a que ello sea un asunto de herencia, etnia, género o simplemente el poder económico. Pero cabe preguntarse: ¿Quién decide cuáles son los méritos y para que objetivos?, porque eso será determinante. Por ejemplo, para crear un nuevo cuerpo de policías, los méritos serán muy distintos si se los quiere para reprimir al pueblo que si se los quiere como fuerza civil que lo defienda.

Lo que sucede, entonces, es que bajo el nombre de meritocracia se termina seleccionando a los que cumplen determinados requisitos considerados como mérito, aunque la distancia entre requisito y mérito puede ser muy grande.

Un ejemplo dramático lo hemos vivido en el Ecuador de estos años cuando se impuso que el ingreso a colegios de tradicional prestigio se realizaría en función de las calificaciones de los aspirantes, dando prioridad a los de 20 puntos, luego a los de 19 y así sucesivamente. Este requisito se propuso como mérito pero lo que se hizo es segregar y menospreciar a estudiantes que tuviesen 16 o 15 puntos, sin considerar que muchos alcanzaban esas calificaciones a pesar de que a su corta edad también trabajaban, cuidaban a sus hermanos menores o cumplían responsabilidades de adultos. Este sobre esfuerzo no es un mérito para los tecnócratas del Ministerio de Educación que se enfocan solo en la calificación, apenas uno de los resultados finales del proceso educativo.

Cuando los estudiantes nombran a sus representantes y presidentes de curso, no lo hacen considerando en primer lugar las calificaciones como ahora exige la Ley de Educación Superior; igual sucede al nombrar a los dirigentes barriales, sindicales o de las comunas. La historia personal de lucha y consecuencia pesan más y, dado que todo cambia, las dirigencias tampoco pueden ser eternas. Así, podríamos decir que lo que prima son sentidos de lealtad y necesidad, de cuales circunstancias llevan a que alguien sea el más indicado para la dirección en ese momento, sin que eso signifique que sea el mejor frente a los demás.

Entonces, el mérito o más precisamente el requisito a considerar, es seleccionado por quien tiene el poder para hacerlo. Y lógicamente lo hace desde su propia experiencia vital y perspectiva ideológica.

Son los intereses de las clases dominantes los que dominan el ejercicio de selección humana que se plantea como meritocracia, por encima del discurso que supone una inexistente igualdad. Con el requisito de las titulaciones académicas, siempre positivas pero si se las mira al margen de la realidad concreta, se puede fácilmente olvidar otros méritos y consideraciones, entre los cuales está la experiencia y el conocimiento de la realidad. Cuando se despidió masivamente a funcionarios del Ministerio del Ambiente bajo la fórmula de “renuncias obligatorias”, una funcionaria me lo dijo en estas palabras: “Han expulsado a los que saben y nos llenaron de jóvenes con un montón de títulos”.  Así como se escoge unos requisitos, hay otros que voluntariamente se dejan de lado y, por ejemplo, la experiencia como proceso continuo de aprendizaje, deja de ser un mérito.

Esta selección de qué requisitos se piden y cuáles se excluyen, generalmente es ya una trampa intencional. No faltan contrataciones en las que esto sirve para nombrar a quien fue seleccionado antes de cualquier concurso, redactando el perfil del puesto de acuerdo a su hoja de vida.

Finalmente, hay que considerar que lo que es mérito para una actividad, deja de serlo para otra. Por ejemplo, una actitud humanitaria es deseable para los trabajadores de la salud, pero en un Estado autoritario esa actitud será indeseable en los cuerpos represivos, característica que en el autoritarismo es fundamental para los organismos de seguridad del Estado.

Meritocracia y el darwinismo social

El darwinismo social pretendió trasladar principios de la evolución natural al campo de la sociedad, error de todo tipo de mecanicismo que ha sido denunciado por las ciencias sociales. Sin embargo, se continúa difundiéndolo como un justificativo de la injusticia social y poniendo en los hombres de los oprimidos la responsabilidad de su situación. Como lo explica Ángel Puyol”: “No hay más igualdad social en la meritocracia que la que había en cualquier otra concepción jerárquica de la sociedad. Lo que ha cambiado es el modo de justificar las diferencias sociales: ahora es el mérito individual, una combinación de talento y esfuerzo, lo que dota de legitimidad al acceso a la desigualdad”.[4]

Los darwinistas sociales, dirán que “el más apto sobrevive” y asumirán que “cada uno tiene lo que se merece” en una competencia entre “ganadores” y “perdedores”. Pero los ganadores son los que ocupaban ya estratos altos de la sociedad y que no necesariamente demuestran “merecer” su holgura económica y su posición de poder. Los integrados y los que están a gusto con el estado de cosas, creen que reciben lo justo, lo que corresponde a sus méritos, como una justa gratificación. En consecuencia, los desposeídos reciben también lo que se merecen.[5]

Desde la India, donde la división de castas está prohibida pero se mantienen en los hechos, la experiencia de la meritocracia en el marco de las diferencias sociales, ha sido también denunciada por sus resultados:

“El lenguaje de la meritocracia se ha extendido en todo el mundo junto con el
capitalismo competitivo que lo dio a luz. Por otra parte, en las conclusiones de este trabajo volvemos a la pregunta de cómo es el mérito producido en el primer lugar. La distribución de las credenciales, especialmente en la forma de educación, no es solo una función del talento individual. Refleja también el diferencial de la inversión en las escuelas públicas, salud, nutrición, etc. La discriminación institucional de este tipo crea millones de indios de castas bajas para una vida de pobreza y desventajas. Siempre y cuando el campo de juego esté inclinado, no puede haber verdadero sentido de meritocracia concebida como una justa”
.[6]

La relación entre meritocracia y competitividad está presente continuamente. Cuando se piensa en educación, aquí se presenta una contradicción irresoluble entre educar para la solidaridad, que en el ejemplo de los andinistas prefiere esperar al compañero para llegar juntos a la cumbre, o educar para la competitividad que supone, bajo el ejemplo del mercado, que el pez grande se come al más chico. Una meritocracia que olvida los aspectos sociales, miente pretendiendo que hay una competencia en igualdad de condiciones, solo impulsa la competitividad individual, dejando la solidaridad de lado como una actitud que impide ocupar un puesto entre los “ganadores”.

¿Es democrática una sociedad de “perdedores” y “ganadores”? Absolutamente no y menos lo es cuando esta clasificación se presenta como condición vital y permanente. Tampoco cuando justifica las disparidades sociales y, bajo la presunción de que “cada quién tiene lo que se merece”, ocultando las raíces de la desigualdad y justificando la injusticia social. Por ello, los mecanismos instaurados por el gobierno son opuestos a la democracia y forman parte de un cuerpo doctrinario que nada tiene que ver con revolución alguna, sino con la pretensión de perpetuar el capitalismo, modernizándolo.

*Fuente: La Línea de Fuego

NOTAS

[1] Casey, Wilson (2009). Firsts: Origins of Everyday Things That Changed the World. Penguin USA.

[2] Puyol González,  Ángel (2007). “Filosofía del Mérito”, en: Contrastes, Revista Internacional de Filosofía, Volumen XII (2007) • ISSN: 1136-4076. Universidad de Málaga.

[3] http://www.libro-online.eu/doc/23734/young-abajo-la-meritocracia

[4] Puyol González,  Ángel (2007). “Filosofía del Mérito”, en: Contrastes, Revista Internacional de Filosofía, Volumen XII (2007) • ISSN: 1136-4076. Universidad de Málaga.

[5] BARBOSA, L Igualdade e meritocracia: A etica do desempenho nas sociedades modernas, Río de

Janeiro. Ed. Fundacao Getulio Vargas, 1999.

[6] Surinder S. Jodhka and Katherine S. Newman (2009). In the Name of Globalization: Meritocracy, Productivity and the Hidden Language of Caste. Indian Institute of Dalit Studies. Working Paper Series Vol. III No. 3, New Delhi.

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