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Por qué no participar en los comicios que se avecinan

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Desde mediados del mes de septiembre recién pasado, y burlando las disposiciones legales sobre la materia que permiten hacerlo con tan sólo treinta días de antelación, comenzaron a aparecer los consabidos carteles y afiches que propagan las bondades y cualidades de determinados candidatos a ocupar los sillones municipales. Han constituido esos hechos el preludio a una serie de actos electorales que tendrán lugar en nuestro país. Empezarán el 28 de este mes con los comicios para la renovación de las autoridades edilicias y continuarán el próximo año con dos sucesos que serán simultáneos, a saber, la votación para elegir al presidente de la República y la convocatoria para la renovación parcial del Parlamento. No habrá descanso hasta que ambos eventos se hayan consumado. La situación invita, por consiguiente, a hacer algunas reflexiones al respecto.

Es un hecho conocido que el sistema democrático se sustenta en una triple conjunción de elementos que, en síntesis, pueden resumirse en los siguientes:

a)      separación de funciones estatales (llamadas, también, ‘poderes’),

b)      existencia de una diversidad de partidos, y

c)       periódica realización de elecciones cuya característica esencial es que sean libres, secretas e informadas.

Con prescindencia de la discusión que pudiere generar la expresión ‘libres, secretas e informadas’, la generalidad de las naciones democráticas cuenta con un electorado que presenta una sostenida tendencia a hacerse partícipe de tales comicios y que, no obstante, y al mismo tiempo, se muestra, también, crítico con quienes exhiben voluntad de actuar en sentido contrario.

En las elecciones que se realizarán en el curso del mes de noviembre, ingresan a los registros electorales del país, en el carácter de potenciales votantes, aproximadamente, cinco millones de jóvenes, la mayoría de ellos receloso de la forma de ejercer el derecho a sufragio. No resulta aventurado, por lo mismo, afirmar que gran parte de esos eventuales votantes se va a negar rotundamente a participar en los comicios. De hecho, algunos de los voceros de los movimientos sociales que reúnen a tales potenciales electores ya han manifestado su voluntad en ese sentido. Y, como era de esperarse, ese comportamiento, contrario a subordinarse a las ideas dominantes, ha comenzado a ser criticado por quienes sí ejercerán su derecho a voto esperando, tal vez y de esa manera, introducir cambios al sistema de gobierno de las municipalidades y del país.

La actitud de negarse a participar en los actos eleccionarios no es nueva. Ha estado siempre presente en la historia de las naciones y de los pueblos. Y es que sus razones o argumentos no son débiles. Por el contrario: explican poderosamente por qué determinados sectores sociales prefieren rechazar el ejercicio de ese ‘derecho’ (o ‘deber’, según otros) a votar.

Uno de los argumentos que se invocan en ese sentido es la extrema debilidad que presenta la afirmación de quienes consideran como deber de todo ciudadano hacer efectiva la facultad que tiene para sufragar y, por ende, ejercer su derecho a participar (indirectamente, por cierto) en el desarrollo de la vida cívica de la nación. O, si se quiere, a elegir las autoridades que le parezcan más o menos indicadas para llevar adelante las transformaciones sociales que la nación requiere.

Personalmente, tampoco a mí me convence ese argumento. Antes bien: me parece que el acto eleccionario (en principio) representa, por el contrario, la renuncia explícita al derecho a participar activa y directamente en esa labor pues, al votar, subroga o transmite ese derecho a otra u otras personas que sí van a actuar en nombre y representación suya. Aunque no lo consulten ni intenten interpretar su voluntad. Por lo menos, así está establecido en las actuales circunstancias. Sostengo, en síntesis, que, en estricta teoría, las elecciones constituyen la tácita renuncia que el votante hace al ejercicio de su derecho a participar directa y activamente en la dirección de la nación, y su sustitución por una forma de participación indirecta en la misma; el votante se excusa de actuar personalmente para hacerlo por ‘interpósita personae’.

La segunda circunstancia es que no me parece acertado considerar al acto de sufragar como la forma más excelsa de participar en la dirección de la nación sino más bien, me parece, ser UNA de las tantas maneras de hacerlo. Sostengo, por tanto, que solamente ha de considerársela como un complemento de las demás, no la decisiva, la más importante, la trascendental. Por el contrario: asignarle dicho carácter implica reconocer la necesaria vigencia de una sociedad estructurada verticalmente en donde irremediablemente unos van a estar por sobre otros, unos van a dirigir mientras otros deberán ser dirigidos; lo cual constituye un fatalismo inaceptable que desvirtúa la esencia misma de ese pretendido ‘gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo’. El argumento a favor de la votación, por ende, se convierte en algo curioso. Porque presupone, antes de nada, la aceptación de una sociedad estructurada como forma de dominación, con autoridades generadas por electores sumisos ante la majestad del sistema, y a cuyo mando queda la nación.

Es sabido que el establecimiento de una democracia supone el ejercicio del derecho a sufragio. Sin embargo, ese derecho puede ejercerse de muy diferentes maneras: depende del sistema de gobierno que exista en determinada nación y de las formas culturales imperantes en la misma. Esos factores van a decidir si el sistema democrático construido es o no un sistema confiable y si va o no a reflejar la voluntad ciudadana. Porque hay sistemas de participación ciudadana que permiten la intervención de las minorías en el gobierno de una nación, y otros que no la toleran. Y las minorías no pueden ser simplemente despreciadas: por el contrario, deben participar en forma igualitaria con el resto de las fuerzas políticas en la dirección de la nación. En suma, deben ser consideradas.

Cuando se establecen alianzas gigantescas, grandes conglomerados políticos que se disputan la alternancia en el gobierno de una nación, la participación de las minorías deviene en imposible. La única solución para las organizaciones pequeñas se reduce a celebrar acuerdos con los grandes conglomerados partidarios. El llamado ‘purismo’, en estos casos, deviene en inservible porque los partidos pequeños deben hacer concesiones y entrar en tratos con quienes antes eran enemigos o, al menos, adversarios. Entonces, los principios comienzan a ser abandonados. Lo que antes se criticaba, más tarde se alaba; las viejas diferencias, a partir de ese momento, pierden su vigencia y los conflictos se resuelven dentro del plano jurídico/político. La militancia de los partidos que, en un momento dado, dirigió algún movimiento social en contra del Estado, aparece de la mano de quienes antes criticaba. La propaganda política se construye a partir de esos parámetros que intentan explicar lo inexplicable. Lo cierto es que se abre un inmenso abismo entre la militancia política y las organizaciones de base.

No puede afirmarse, por consiguiente, que la alternancia política sea sinónimo de estabilidad sin especificar explícitamente qué se quiere decir con ello. Porque la alternancia conduce, más bien, a la dominación de una escena política por sobre la voluntad ciudadana que se ve arrastrada a decidir entre dos males, decidiéndose por el menor. Insistamos en esta circunstancia: la alternancia sí es estabilidad política, pero sólo para las clases dominantes, no para las que son dominadas. Los partidos que integran una alianza o pasan a formar parte de ella se confunden con la estructura estatal que entrega la conducción social a una escena política, transformándolos en adversarios de los movimientos sociales.

¿Por qué sucede todo eso?

La respuesta a ese fenómeno se encuentra en una distinción que parece necesaria: los movimientos sociales son estructuras que se crean a partir de necesidades concretas, son expresiones populares, manifestaciones de sentimientos que se han hecho colectivos en un lugar determinado, en una región o una organización del tipo que sea; no así los partidos que miran hacia el futuro confiados más bien en un proyecto político global de sociedad y en una determinada forma de llevarlo a cabo. Las organizaciones sociales o movimientos se crean para disputar al Estado sus cuotas de poder o arrancarle concesiones. Por el contrario, los partidos nacen al amparo del Estado; son parte suya, y elementos (como ya se ha dicho) inherentes a la democracia, que es el modo normal de funcionamiento del sistema capitalista.

Las dudas que, formuladas más arriba, presentan los sistemas eleccionarios desde el punto de vista filosófico, se ven agravadas cuando se incorporan a la problemática elementos provenientes de otras disciplinas. Porque determinados modelos económicos o formas de acumular ponen, también, cortapisas al funcionamiento eficiente de una democracia y de su sistema eleccionario. Es lo que sucede en Chile, país en el que se ha impuesto una forma de acumular o modelo que se conoce bajo el nombre de ‘economía social de mercado’ o ‘neoliberalismo’. Esta forma de acumular o modelo impone una serie de prácticas sociales, entre otras, alta competitividad y mercantilización de las relaciones no sólo comerciales sino sociales. Entonces, sucede algo nuevo: el espíritu del lucro invade el área jurídico/política.

En Chile, al menos, los hechos están a la vista. Para nadie es desconocido que los candidatos no son ya los que se mostraban antaño sino se trata de sujetos que, en cada elección, aparecen trastocados en una mercancía más que se ofrece a una clientela ya preparada y predispuesta a digerir las bondades de esos nuevos productos del mercado. Las elecciones no constituyen la expresión de programas de trabajo, de tesis sociales o de propuestas de nueva sociedad sino se convierten en un desfile interminable de payasos, prestidigitadores, tramoyistas, malabaristas, equilibristas y toda suertes de personajes circenses cuando no de pícaros, villanos o narcisistas que parecen encontrar en el exhibicionismo su autocomplacencia o en la tarea de estar divirtiendo a la comunidad más que en asumir las funciones trascendentales que se les han encomendado. No porque sí las candidaturas se han visto invadidas de los ‘héroes’ de las telenovelas, cantantes, animadores de televisión, bailarines y coreógrafos. El país no necesita ya de personajes serios sino de sujetos que los diviertan con sus andanzas. No parece necesario referirnos aquí a ese candidato de la Alianza Por Chile que aparece disfrazado del Jedi, personaje de ‘La Guerra de las Galaxias’, para atraer a la juventud; ni de los que han hecho ‘spots’ de cantantes o de ‘sketchs’. La farándula invade la política y la política se hace farándula. El apogeo de esta conducta que se ha generalizado dentro del estamento político lo constituye el festival de fuegos artificiales con el que la Municipalidad de Santiago dio por inaugurado el período eleccionario en la madrugada del 28 de septiembre recién pasado.

Rectifiquemos, no obstante, algo de lo dicho anteriormente. En una economía social de mercado, el candidato no sólo es una mercancía; también el elector es un sujeto ‘economicus’. Porque el elector también esta imbuido en la ideología dominante: no por algo la ideología de las clases dominantes es la ideología de las clases dominadas. Su voto no es ya un derecho a ejercer en función de un deber ciudadano, sino una inversión. Y si se trata de una inversión, no puede entregarse el voto a la suerte. El voto es un bien que el elector posee. Como tal, debe invertirlo a buen recaudo. No puede votar por cualquiera persona, pues el voto no puede ‘perderse’; la ‘inversión’ debe estar convenientemente asegurada. Entonces, se debe votar por una persona que tenga posibilidades de triunfar, no por un eventual perdedor. Propagada esa actitud a un grupo social, su manifestación fortalece la aparición de un efecto que muy bien conocen los defensores de la ‘teoría del juego’ y que se denomina ‘efecto bandwagon’. Cuando aparecen encuestas que anuncian las preferencias por determinados candidatos, esa sola circunstancia hace que los votos que se iban a entregar a unos se canalicen hacia aquellos por quienes la mayoría de la población ha manifestado sus preferencias. Entonces, se produce una verdadera profecía autocumplida: los candidatos que, según las encuestas, deberían ganar, ganan. Los votos de los más débiles se traspasan a los poderosos. Y se da aquella sentencia lapidaria que pronunciara Richard Dawkins, en una de sus primeras obras, según la cual los que están acostumbrados a ganar, ganan y los que están acostumbrados a perder, pierden.

La existencia de un sistema político mercantilizado no acepta cualquier candidato. Estando los medios de comunicación en manos de personas cuya única misión es ganar dinero, los candidatos que quieren ser elegidos deben invertir cuantiosas sumas de dinero en sus campañas electorales pagando por la propaganda que exhiben esos medios. De otra manera, pueden verse frustrados en sus pretensiones. El dinero gobierna las elecciones. Resulta, pues, una broma de mal gusto suponer que, en las elecciones dentro de una economía social de mercado, pueda triunfar una candidatura de ‘representantes del pueblo’. Para que ello suceda es necesario (y previo) alianzas que neutralicen cualquier intento de alterar la esencia del sistema. Las organizaciones sociales y sectores más empobrecidos de la nación jamás van a tener una auténtica representación en un sistema de esa naturaleza.

Hay algo más importante, aún: cuando una persona decide iniciar un negocio o, lo que es igual, intenta realizar una inversión, no lo hace para perder su dinero o para cambiarlo por un monto igual sino para acrecentarlo, para multiplicarlo: todo inversionista anhela generar ganancias. En la misma forma, hay que suponer que los candidatos cuanto más invierten en una elección más han de extraer de ella una vez electos. Las leyes del mercado así lo establecen. Es sabido que la generalidad de ellos recurre al crédito bancario para ser elegida. Esos créditos hay que pagarlos. ¿Necesitamos indicar expresamente de dónde van a salir esos dineros que van a pagar dichos préstamos? Estamos frente a una inversión (que es la candidatura) y la inversión debe resultar rentable. La venta de los activos estatales, las comisiones que se cobran por realizar determinadas concesiones mineras, los negocios hechos desde las alturas del Estado, etc. son pálidos ejemplos de las luchas por el poder que se dan al amparo de las leyes del mercado.

Un sistema que, aunque de dominación, brinda la posibilidad de pronunciarse acerca de las personas que han de gobernar o tomar el control de una nación, puede ser tolerado; más, aún, si demuestra que esa forma de funcionamiento asegura la normal convivencia de todo el cuerpo social y la satisfacción de sus necesidades aunque sea en forma parcial. Gran parte de la población, por no decir, la generalidad de ella, se pronunciará favorablemente en comicios electorales sobre esa forma de organización; es más: la defenderá como el mejor de los sistemas. La confianza en que todo va a funcionar de manera perfecta se hace carne en el cuerpo social y permite la supervivencia de la estructura. Sin embargo, cuando ello no sucede, cuando se pierde la confianza, cuando de parte de las autoridades hay aprovechamiento del poder que se les ha conferido, dicha estructura social entra en crisis. Porque, como nos lo enseñaran nuestros abuelos, la confianza, al igual que la honra, cuando se pierde, jamás se recupera.

¿Puede, por consiguiente, confiarse en un sistema electoral que no tolera el control ciudadano sobre los representantes ‘del pueblo’, que está enteramente imbuido en los valores del mercado, que se basa en el juego de la alternancia de grandes conglomerados políticos, y que ha sido creado bajo los estrictos parámetros de la ‘teoría del juego’?

Pareciera que no. Si hubiere una posibilidad de discutir sobre la posibilidad de elegir candidatos que representasen en propiedad el anhelo del electorado, si la elección de ellos no dependiese de los recursos económicos suyos o de la cofradía a la que pertenece, si el nombramiento de los mismos se hiciese de otra manera, si las minorías tuviesen oportunidad para participar en el gobierno de la nación, si los actos eleccionarios no estuviesen regidos por las rígidas leyes del mercado, si existiese una moral que no fuese mercantilista, si existiese control ciudadano sobre las acciones de sus representantes, tal vez podría existir mayor confianza en participar en los comicios electorales que periódicamente se realizan en este país. Hoy, no. La desconfianza en la dirigencia, en las autoridades, en la organización misma de la sociedad, es una realidad. No hay interés en la cosa pública porque se considera que está corrupta. No hay interés, en suma, en la política que se considera una forma de enriquecimiento ilícito. Este problema, que es un problema de  pérdida de confianza, ha alcanzado tales grados de conmoción que el propio Arzobispo de Santiago, Monseñor Ricardo Ezzati, no vaciló en señalarlo en su homilía del Te Deum, de 18 de septiembre pasado, con las siguientes palabras:

“[…] la incomodidad  e insatisfacción que nos invade encuentra sus raíces en una crisis de desconfianza”[1]

Eso es. No hay confianza en los partidos, en el Estado, en las funciones o ‘poderes’ del Estado (Poder Judicial, Poder Ejecutivo, Poder Legislativo), en las instituciones. No hay confianza entre los mismos habitantes de este país[2]. Porque todos quieren sacar provecho de los demás.

En esas condiciones, la protesta encuentra terreno propicio para desarrollarse y propagarse; también la violencia. Y ese es uno de los aspectos que la propia Iglesia ha podido constatar en estos últimos años. No por algo el rector de la Universidad Padre Alberto Hurtado, sacerdote Fernando Montes, refiriéndose a las expresiones vertidas por el arzobispo de Santiago, ha comentado que existe

“[…] un grito generalizado y hay que buscar una opción que flexibilice para que (este grito) pueda expresarse sanamente”.

Y, advertía el prelado:

“Cuidado los dirigentes, porque si no se escucha y no se crean las condiciones de que las peticiones sociales puedan expresarse, puede hacer temblar todas las estructuras de la sociedad”[3].

¿Qué actitud puede adoptar, entonces, el potencial elector? Frente al proceso que tiene por delante, simplemente resistirse al ejercicio de ese derecho, no votar, no participar en los comicios electorales y, consecuentemente, deslegitimar con esa actitud a quienes se instalan en los cargos públicos en el carácter de autoridades pues se sabe que sus únicas labores se reducirán a resolver sus particulares problemas y a ignorar las graves necesidades de la población. No en otra dirección se orientan los estudiantes secundarios, que se preparaban, a fines del mes pasado, para funar a los candidatos a concejales. Elisa González, la vocera de la ACES, expresaba al respecto:

“Por ejemplo, tenemos algunos adhesivos con nariz de payaso para poner en la cara de los candidatos. No se trata de la destrucción sino simbolizar la campaña Yo no presto el voto”[4].

Es un hecho conocido que los partidos no han sabido responder a los anhelos de las grandes mayorías nacionales. Pero esta situación no es nueva. Arranca, por una parte, de esa distinción que hiciéramos más atrás entre partido y movimiento social; por otra, del rol que compete (o competía) a las organizaciones políticas, a la manera que lo expresara Roberto Meza al comentar las explosiones sociales en Europa y América:

“Una de las razones de este modo de interpelar a los poderes –que, por lo demás, no es nuevo, pues orgánicas sociales, territoriales, profesionales, sindicales, etc, existen desde hace siglos– es la profunda deslegitimación de los partidos políticos, los que, hasta hace unos 15 años, eran “correas transportadoras” privilegiadas entre ciudadanía y Estado. Se suponía de ellos una poderosa capacidad de elaboración teórica que contuviera una “ontología” o cierta concepción del ser de las cosas; una epistemología, o conciencia del cómo conocemos tal entidad; y una metodología, es decir, una manera de alcanzar los objetivos que el grupo consideraba lo mejor para la sociedad, conocimiento que, estructurado en un corpus consistente y coherente de ideas lógicamente ordenadas, daba respuesta a los diversos temas políticos, sociales, económicos y culturales humanos”[5].

Y no es que los partidos políticos estén de más. Por el contrario: significa que deben redefinir su rol, situación sobre la cual se viene advirtiendo desde hace ya varias décadas. Y es que el análisis de las funciones de un partido fue tema de acalorados debates ya en los años ochenta. Son notables los trabajos hechos, al respecto, por Fernando Mires (‘Un nuevo partido político’), Víctor Figueroa (‘Eurocomunismo en Chile’), Kalki Glauser (‘Notas para una redefinición de la izquierda chilena’ y ‘Vamos parando el chamullo para cantar mano a mano’), Daniel Moore (‘La larga marcha de Chile y su vanguardia’), entre otros. También entre los escritos que, en esos años, hiciera Gabriel Salazar hay menciones a un nuevo tipo de organización política que ya parecía necesaria en esa época. Porque los partidos no son una traba al desarrollo de una sociedad sino pueden ser los motores más poderosos para el cambio social cuando abandonan sus pretensiones vanguardistas y las reemplazan por una vocación de servicio a la comunidad. Personalmente, también me atreví, en esos años, a esbozar elementos que pudiesen servir para crear un partido de tipo diferente (‘Conspiración Democrática’). Y era que ya en esa época, abogábamos por construir un partido nuevo que no tuviese el carácter de vanguardia, de conductor de ‘masas’, sino un partido que alentase y ayudase a la creación y desarrollo de organizaciones sociales y que las impulsase a tomar en sus manos la dirección de la nación, un partido que fuese capaz de negarse a sí mismo cuando las circunstancias lo exigiesen y tuviese la valentía de disolverse una vez alcanzado el objetivo de las organizaciones sociales, para poner a toda su ex militancia a disposición de lo que determinasen dichas organizaciones, rectoras de la nueva sociedad.

“Todo hace prever, empero, que las condiciones de administración de los nuevos partidos del siglo XXI ya no podrá ser jerárquica, ni vertical y ni siquiera obediente, como en la era industrial, sino como se organizan las redes sociales digitales: horizontal y libremente, con personas más exigentes, informadas y participativas, que piden respuestas rápidas, eficientes y convincentes para otorgar su fidelización a las ideas y emociones que el partido promueve”[6].

Cuando no es posible, aún, alcanzar tales aspiraciones, cuando la ‘venganza del pasado’ parece enseñorearse con los partidos políticos y el deseo de subordinar a su mando a las organizaciones sociales se impone como un imperativo, y el ‘cretinismo parlamentario’ hace presa de todos ellos, no cabe la menor duda que la única opción válida o vía recomendable, en esas circunstancias, es restarse a tales maquinaciones, evadir la relación de complicidad que ello acarrea, mantenerse al margen de las negociaciones espurias, sortear la veleidad que acomete a la escena política de la nación y volcarse hacia las labores siempre presentes de las organizaciones sociales, fortaleciéndolas, ayudándolas, sosteniéndolas, enriqueciéndolas con nuevas opciones o soluciones. No participar en un circo electoral de esa naturaleza pasa a ser un deber tan imperativo como lo es, para determinados electores, concurrir a los locales de votación y depositar obedientemente su voto en la urna eleccionaria.

Terminemos estas reflexiones con un breve comentario: Las luchas políticas en una nación son luchas ciegas; por eso, cuando se libran, hay poco espacio para la reflexión y el análisis. No sucede de manera diferente en este país donde hay quienes sostienen que gran parte del estamento que, por vez primera, se incorpora al sistema político chileno está compuesto jóvenes con pensamiento bastante crítico. Por ese motivo, agregan, ha de incentivarse a todo ese conglomerado a fin de hacerlos participar en los comicios en calidad de votantes; de otra manera, las elecciones serán ganadas por el gobierno.

La argumentación no resiste el menor análisis. Porque es posible que así sea como, también, que no lo sea: nadie puede asegurar una u otra cosa. Pero, suponiendo que lo fuera, no puede sostenerse válidamente que sólo por esa circunstancia debería llamarse a todo aquel estamento a participar en el acto eleccionario. Constituye una inmoralidad utilizar el chantaje como arma política para convencer a una juventud que, precisamente, se ha mostrado crítica con todo el sistema político chileno.  Menos, aún, conminarlos a elegir entre alternativas que aparecen como únicas: la dicotomía gobierno/oposición ha dirigido la política durante todo el período post dictatorial. No es posible seguir haciéndolo. Hay más: la sola circunstancia de esgrimir semejante argumento pone de manifiesto el profundo desprecio que la llamada ‘clase’ política tiene del electorado al que considera únicamente ‘clientela electoral’. Este argumento, nacido al amparo de la economía social de mercado. no puede aceptarse.

Santiago, octubre de 2012


[1] Correa Sutil, Jorge: “Crisis de confianza, reglas e instituciones”, ‘El Mercurio’, 22 de septiembre de 2012, pág. C-10. Véase, también de Marcela Cubillos su comentario “¿Suicidio parlamentario?”, publicado en el mismo periódico y en la misma oportunidad. Ambos artículos tienen un punto de vista diferente al nuestro, pero tienen el valor de poner el problema sobre el tapete de la discusión.

[2]¿Podría creerse que, en Chile, no basta solamente firmar un documento ante notario sino que se requiere agregar la huella dactilar y la fotocopia de la cédula de identidad por ambos lados para comprobar efectivamente que la persona cuya firma aparece consignada en el documento es aquella que se señala en el mismo? La diferencia que existe, al respecto, con muchos países europeos es manifiesta, donde basta solamente la palabra.

[3] El Mostrador: “Padre Montes: Hay un grito generalizado y hay que buscar la opción para que se exprese sanamente”, 29 de septiembre de 2012.

[4] El Mostrador: “Eloísa González: “Hemos pensado en sacar stickers con narices de payasos para ponerlo a los candidatos”, 26 de septiembre de 2012.

[5][5] Meza, Roberto: “Movimientos Ciudadanos versus Partidos Políticos”, ‘El Mostrador’, 31 de agosto de 2012.

[6] Meza, Roberto: Id. (4).

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4 Comentarios

  1. Hernán Montecinos

    Muy buen artículo

    Me sumaré a los jóvenes estudiantes: «Yo tampoco prestaré mi voto».

    En Chile es mentira que el pueblo es el que elige, sólo vota, que es cosa muy distinta. Vota por quienes vienen ya elegidos y designados por una reducida elite política.. Todo viene ya cocinado desde arriba.

    En estas condiciones los que votan vienen a ser borregos, corderos

    Yo no seré ni cordero ni borrego del sistema.

    ¡Me abstengo!…Una nueva forma de hacer política que espero vaya creciendo, único forma política de deslegitimar aquello que no nos representa y no nos gusta.

  2. José García Peña

    Si votais SI,votais a la CIA. Si votais NO,tambien votais a la
    CIA. Y és que la CIA,es un dios mucho más poderoso que el
    de la religión. Ese sí que está en todas las partes al mismo
    tiempo,ensangrentando al mundo,también dentro de los gobiernos de turno y por supuesto,en las sedes de la prensa
    fascista,que conduce a los casi-analfabetos en una dirección determinada. Hay que desenmascarar a los «obispos» de la CIA que se encuentran dentro de la
    prensa fascista.

  3. olga larrazabal

    Curioso pero recibí un correo propiciando la libertad de los milicos de Punta Peuco invitando a no votar en las elecciones de alcalde para demostrar el repudios por la «injusticia» contra estos santos varones. El correo tenía muchos adherentes en las personas que desean que vuelva Pinochet. Por lo tanto voy a ir a votar de todas maneras, por el menos malo, sabiendo que no es perfecto pero peor es que la derecha se de un autogolpe en un trance de ruptura de la institucionalidad y con el pretexto de poner orden.

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