Hay un cierto “malestar” que atraviesa a la sociedad chilena. Se trata de un sentimiento difuso que se traduce en un inconformismo generalizado con el país que nos toca vivir. Los síntomas son variados y hasta contradictorios, estudiantes capaces de salir a las calles y enfrentarse con la policía durante todo un año. Trabajadores y pequeños empresarios de regiones que bloquean carreteras y exigen mayor atención de la capital a su abandono. Los mismos jóvenes que no encuentran su lugar en un país de empleos escasos, precarios y muy mal pagados, especialmente para ese segmento etario. Los mismos jóvenes, hombres y mujeres, que encabezan las estadísticas latinoamericanas en consumo de alcohol y hierbas alucinógenas.
Nuestra sociedad está sumida en un momento histórico más que complejo. Un diagnóstico mínimo debiera hacerse cargo de la dimensión socio – económica cuya impronta es la inequidad; la dimensión política cuyo sello es el inmovilismo y la corrupción y, finalmente, la dimensión cultural caracterizada por un arcaísmo incompatible con la cultura mundial. No es cierto que Chile tenga problemas de Primer Mundo. Por el contrario, en una sociedad profundamente desigual, con un sistema político heredado de una dictadura y con una cultura retrógrada, lo que estamos viendo es el paisaje típico de un país atrasado o, como solía decirse, “Tercermundista”.
Más allá de las ilusiones construidas por la publicidad y los medios de comunicación, más allá del interesado imaginario neoliberal de empresarios y políticos, lo cierto es que la sociedad chilena está sumida en lo que podríamos llamar la “Vida Enferma”: Muchedumbres domesticadas en el consumismo, políticamente cándidas al punto de dar mayorías a la extrema derecha, culturalmente ebrias por un tóxico cocktail de racismo anti-mapuche, xenofobia y patrioterismo de comisaría. Así, mientras las grandes empresas multiplican sus ganancias cada año, el salario mensual de un chileno promedio no supera los trescientos dólares. Paradojal forma de “esclavitud 2.0” en un país que se jacta de pertenecer a la OCDE.
En este estado de cosas, la desestabilización de las relaciones sociales, la degradación moral (pública y privada) y un clima generalizado de hastío no tiene nada de extraño. De poco sirven los discursos terapéuticos religiosos o laicos, el poder de unos medios de comunicación plebeyizados al extremo, parece incontrarrestable. Un país que ha mercantilizado la salud, la educación y la vida misma degrada a sus habitantes, usurpándoles sus derechos más básicos. La “Vida Enferma” consiste, pues, en vivir la degradación como estado normal de la vida.
– El autor es Investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. ELAP. Universidad ARCIS
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