Martes, 13 de Septiembre de 2011
En el país de las inequidades, resultan bochornosos los privilegios que mantienen las Fuerzas Armadas mientras la clase política en su conjunto sigue de brazos cruzados después de 21 años de post pinochetismo.
Mientras se regatean los recursos a la educación y a la salud, el presupuesto fiscal es particularmente generoso con las distintas ramas de las Fuerzas Armadas para financiar las remuneraciones, su propio sistema de previsión, los hospitales institucionales y, desde luego, los más millonarios gastos para la adquisición de armas en América Latina. Además de las partidas fijadas por la Ley de Presupuesto, ninguno de los últimos gobiernos ha logrado suprimirles todavía esa escandalosa contribución que Codelco debe asignarles por el 10 por ciento de todas las ventas (no utilidades) de cobre en el mundo, privilegio que en los últimos años resulta todavía más desmedido cuando el precio del metal ha alcanzado niveles espectaculares.
Cuando se movilizan los estudiantes demandando que el acceso a la educación pública sea gratuito por cierto que saben que con este royalty que va a parar a los cuarteles demás podría garantizarse que todos los niños y jóvenes chilenos accedan a planteles de enseñanza de calidad. Asimismo como las enormes carencias de los policlínicos y otros centros médicos del Estado podrían resolverse fácilmente con sólo parte de los recursos destinados a comprar mortíferos aviones de guerra que se malogran uno por uno en las pirotecnias militares. Con los dineros destinados a tanques, buques y otros que, además de onerosos, resultan completamente inútiles, se obsoletan rápidamente en un dispendio que hace caso omiso del avance de diplomacia y la legislación internacional para enfrentar las eventuales controversias entre las naciones.
Con cargo al erario nacional, es decir al bolsillo de todos los chilenos, los militares gozan de pensiones muy por encima de lo que logra la inmensa mayoría de los trabajadores que corrientemente deben extender sus años de trabajo porque los montos de sus pensiones son de una precariedad extrema. Mientras que las atenciones sanitarias de quienes están en el servicio activo o pasivo les garantizan una calidad de vida excepcional si se lo compara con la de quienes han trabajado una vida entera en el sector productivo, es decir generando bienes y riqueza para el conjunto de la población.
En lo que se refiere a la alta oficialidad, evidente resulta también el contraste de sus prerrogativas en comparación a otros altos funcionarios del Estado, a no ser que sean los propios “legisladores” de la República. Aludimos a los viáticos, medios de transporte, centros vacacionales, acceso a placenteras y lujosas viviendas fiscales en función de sus cargos y el peso de sus charreteras. Por reconocimientos, además, que por más de un siglo nada tienen que ver guerras o batallas a no ser las bregadas contra su propio pueblo. Como aquel cobarde bombardeo al Palacio Presidencial, la llamada “Pacificación” de la Araucanía y tantos episodios contra el espíritu republicano.
Mientras la aeronáutica civil debe cumplir con protocolos estrictos de seguridad, la Fuerza Aérea tiene sus propias reglas y sus pilotos usan a su antojo los aviones de guerra para funciones que no son las propias de su actividad, como muchas veces se los ve trasportar a sus propios familiares y amigos a lo largo de Chile. Con una ínfima parte de lo que gastan en aparatos y combustible se podría dotar satisfactoriamente a la Corporación Nacional Forestal para hacer frente a los incendios de bosques y pastizales que año a año afectan nuestro patrimonio natural. Hasta Carabineros podría tener más recursos en este aspecto para satisfacer las necesidades de tantos chilenos pobres e indigentes aislados que a veces requieren trasladarse con urgencia ante los cataclismos o la enfermedad.
Los privilegios militares que escupen la conciencia y dignidad nacional se explican, desde luego, en una clase política abyecta que nos se les atreve por lo manotazos que los uniformados suelen darle a la institucionalidad, así como por la información recabada por los servicios secretos castrenses en relación a sus propios despropósitos. Vigilados como todos solemos estar por las escuchas telefónicas, seguimientos o amedrentamientos ejercidos por esos agentes encubiertos en todas las actividades del país y que a los grandes oficiales les facilita, también, las operaciones e impunidad respecto de sus operaciones fraudulentas de compra y venta de armas al exterior. Episodios que, cuando llegan a los medios de comunicación, rara vez logran ser resueltos por la Justicia, porque curiosamente su tramitación procesal suele perpetuarse indefinidamente.
Tampoco los últimos gobiernos han podido recuperar la autoridad civil sobre lo militar. Varios episodios nos demuestran la imposibilidad de las autoridades para exigirle a las entidades castrenses colaborar con el esclarecimiento de las violaciones contra los Derechos Humanos e imponer la erradicación de estas instituciones de quienes cometieron delitos de hecho, complicidad u omisión en aquella tragedia que todavía enluta a la nación. En este sentido, nos aparece como un desparpajo que una de las principales naves de la Armada haya sido bautizada con el nombre de José Toribio Merino, el deschavetado Almirante que organizó el Golpe Militar de 1973, así como todavía una importante avenida santiaguina le rinda honores a la más trágica y vergonzosa efeméride e nuestra historia republicana.
Sinceramente, pensamos que un gobierno de derecha, de quienes históricamente se han servido de los militares, pudiera haber ejercido un gesto republicano acotando los recursos y privilegios castrenses que irritan la “razón” apelada por nuestro escudo patrio. Pero nos equivocamos: se ve que la “fuerza” es la que se impone dramáticamente en nuestra trayectoria. Y que los ministros de defensa de éste y de los gobiernos anteriores rápidamente adquieren el semblante, el lenguaje y las franquicias de los uniformados.
*Fuente: El Clarin
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