A partir del pontificado de Pablo
VI, en el década de los 60, la
Iglesia católica ha sumado una nueva forma de presencia en el
mundo: la presencia visible y clamorosa que representan los viajes de los papas
por todo el planeta tierra. Los nuevos medios de comunicación y las nuevas
tecnologías de la comunicación han hecho posible lo que, hasta el pontificado
de Juan XXIII, era impensable.
Es de alabar que la más alta
cúpula de la Iglesia
haya sabido adaptarse a las nuevas circunstancias y aprovechar sus enormes
posibilidades. Desde este punto de vista, puede decirse que la Iglesia se ha puesto al
día. Cosa que lógicamente nos alegra.
Pero todo esto no son sino medios
que se asumen para obtener un fin. Y ese fin no debería ser otro que el que
Jesús asignó a sus apóstoles: "Id por todo el mundo anunciando el Evangelio a
toda la humanidad" (Mc 16, 15). Esto supuesto, resulta inevitable la pregunta:
Los viajes del papa, tal como se vienen realizando, ¿son un medio adecuando
para anunciar el Evangelio?
Nadie duda que los viajes del
papa tienen un efecto mediático importante. No sólo por la cantidad de gente
que concentra un acto público del Pontífice, sino además porque cualquier viaje
papal es noticia que da la vuelta al mundo, con todo el potencial que tienen
las cadenas de televisión para que la presencia y el mensaje, de uno de los más
grandes líderes religiosos , llegue hasta los últimos rincones de la tierra. Y
esto, en tiempos de laicismo y crisis religiosa, es de enorme importancia.
Pero, con lo dicho, no está dicho
todo lo que hay que decir sobre este asunto. Porque la misión del papa, siendo
fiel al mandato de Jesús, tiene que ir por el mundo "anunciando el Evangelio".
Y aquí es donde yo veo el problema. Porque los viajes del papa se preparan y se
realizan de tal manera, que no hay líder mundial (por muy poderoso que sea) que
se presente (vaya donde vaya) con la pompa y solemnidad con que lo hace el
sucesor de Pedro, o sea el sucesor de aquel modesto pescador de Galilea.
Los viajes del papa se organizan
de forma que: 1) necesitan sumas de dinero que nadie sabe exactamente ni
cuántos millones de dólares cuesta cada viaje, ni de dónde se sacan esas sumas
asombrosas de capital. 2) todo el montaje de pompa, solemnidad y medidas de
seguridad superan lo que el propio Jesús pudo imaginar.
Así las cosas, yo me pregunto: en
estas condiciones, ¿es posible hacer lo que el papa tiene que hacer, que no es
sino anunciar el Evangelio? Cuando Jesús mandó a sus apóstoles a predicar el
Evangelio, les prohibió severamente llevar "oro, plata, calderilla, alforja,
dos túnicas, sandalias o bastón" (Mt 10, 9-10).
Jesús vio claramente que para
predicar lo que él quería que se le predicara a la gente, no sólo no hacía
falta dinero y boato, sino que el dinero y todo lo que acompaña a los notables
de este mundo, es un estorbo. Y si los apóstoles no podían llevar nada de eso,
¿por qué el sucesor de los apóstoles hace exactamente lo contrario de lo que
mando Jesús?
Y que nadie me diga que el papa,
además de sucesor de Pedro, es jefe de Estado. Porque de eso justamente es de
lo que me quejo. Entre otras cosas, un jefe de Estado, ante otro jefe de
Estado, si se atiene a lo que manda el protocolo y a lo que imponen las normas
de la diplomacia, no puede decir lo que Jesús decía ante las multitudes que le
oían y ante los poderosos que le tenían miedo. En una situación así, no hay más
remedio que guardarse el Evangelio, para limitarse a decir generalidades que
sólo convencen a los ya convencidos. Por eso es por lo que escribo estas cosas.
Para protestar por el abuso de poder que representan los viajes del papa.
No es de fe que el papa tenga que
vivir como vive, ni que tenga que viajar como viaja. Mi fe en Jesucristo me
dice lo contrario. ¿O es que creemos más en el papa de ahora que en el Jesús
del Evangelio? Con todo lo positivo que tengan los viajes del papa, yo me
atengo a los hechos: ningún papa, en la larga historia del papado, ha viajado
tanto como Juan Pablo II.
Ningún otro papa ha concentrado
tantas multitudes, ni ha tenido tanta fama, ni se ha hecho oír en todo el
mundo, como el papa Wojtyla consiguió hacer todo eso. Y sin embargo, ningún
otro papa, al irse de este mundo, ha dejado a la Iglesia sumida en una
crisis tan profunda como la crisis que padece la Iglesia que nos dejó Juan
Pablo II: ateísmo, laicismo, relativismo, escándalos dentro de la misma
Iglesia, seminarios y noviciados vacíos, más de la mitad de las parroquias del
mundo sin párroco, iglesias casi desiertas, desprestigio del clero,
desesperanza de los laicos, creciente carencia de buenos teólogos…
Todo esto se quiere maquillar y
quitarle importancia echando mano de las grandes concentraciones papales. Pero
no aceptamos que eso se suele quedar en una especie de espejismo que dura unas
horas, unos días, y luego todo sigue igual; o peor, de año en año.
Sinceramente, no sé si estamos ciegos. O a lo mejor lo que ocurre es que el
ciego soy yo.
– El autor, José María Castillo,
es teólogo
*Fuente: Redes Cristianas
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