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Yo sí sentí la dictadura (y también a Miguel Otero)

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La entrevista publicada en el diario argentino Clarín que gatilló la
salida de Miguel Otero de la embajada en Argentina fue solicitada por él
mismo para desmentir un hecho publicado previamente en el mismo
periódico: que como fiscal general de la Universidad de Chile, después
del golpe de 1973, había liderado una razzia para expulsar a alumnos y
académicos por sus ideas políticas. En esta columna, escrita antes de la
renuncia del embajador, el abogado Álvaro Varela, entonces presidente
del Centro de Alumnos de la Escuela de Derecho, revela -por primera vez-
el rol de Otero en su expulsión y el mensaje que éste le envió:
“Mientras yo exista, juro que Álvaro Varela no se titulará de abogado en
Chile”. Aunque lo consiguió, Varela obtuvo finalmente su título en
España y se convirtió en un abogado clave desde la Vicaría de la
Solidaridad en la búsqueda de justicia para los abusos del régimen
militar.

Ingresé a estudiar la carrera de Derecho en el año 1969 en la Escuela de
Derecho de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad de
Chile, después de haber cursado la enseñanza escolar en The Grange
School. Al momento del golpe militar del 11 de septiembre de 1973, yo
era estudiante del último año de la carrera y tenía el cargo de
presidente del Centro de Alumnos, elegido por votación de todos los
estudiantes, en mi condición de militante del MAPU. Los dos anteriores
presidentes estudiantiles, Carlos Portales y Claudio Grossman, habían
pertenecido igualmente al MAPU.

A la fecha del golpe militar sólo me faltaba rendir los exámenes finales
de cuatro asignaturas para egresar. Además, me desempeñaba desde el año
1972 como alumno ayudante del Departamento de Derecho Público en la
cátedra de Derecho Constitucional, cargo que había obtenido por concurso
público.

El día del golpe militar yo tenía 22 años.

En esa misma época se desempeñaba como profesor de Derecho Procesal
Miguel Otero; no fui alumno suyo ni lo conocí personalmente. Sí tuve
muchas referencias de él en esa época por relatos de distintas
compañeras de curso con quienes el profesor de Derecho Procesal se
relacionaba de manera particular, de modo que ellas sí lo conocían muy
bien. De ellas escuché que se trataba de un profesor extraordinariamente
cercano, muy preocupado e interesado por los estudios de esas alumnas,
de sólidos conocimientos de las normas del proceso, duro defensor del
Estado de Derecho y de gran simpatía.

La Escuela de Derecho de la Universidad de Chile fue una de las primeras
en reiniciar las actividades académicas una vez ocurrido el golpe -los
primeros días de octubre de 1973- por lo que yo me reincorporé de
inmediato con la finalidad de dar los exámenes y egresar, consciente de
que vendrían tiempos muy difíciles. La represión ya se había desatado en
todo el país, por la persecución a todos quienes habíamos apoyado el
gobierno constitucional. Ya esos mismos aires soplaban en la
universidad. De esta forma rendí y aprobé en pocos días los cuatro
exámenes y obtuve la calidad de egresado de la Escuela de Derecho, lo
que me fue certificado en el documento respectivo entregado por la
secretaría de la facultad, con no pocas dificultades.

Lo anterior lo hice contra el tiempo, puesto que ya se había convocado a
los miembros de todos los estamentos de la Escuela de Derecho a
efectuar denuncias, las que se recibían sin necesidad de que el
denunciante se individualizara. Se sabía que toda persona denunciada
sería sometida a un sumario y que una vez iniciado éste, el denunciado
quedaba automáticamente suspendido de toda actividad que se realizare en
la escuela. Entonces, si no completaba los exámenes simplemente no
egresaba y evidentemente que ante los hechos futuros que se avecinaban,
no tener la calidad de egresado de la carrera era muy desventajoso; en
cambio, la calidad de egresado, esto es, de haber cursado completamente
la carrera, me permitía visualizar la posibilidad de titularme en otro
país.

Para efectos de completar los exámenes y de que se practicaren los
registros administrativos correspondientes que me permitiesen obtener el
certificado de egresado, conté con el decidido y valiente apoyo del
profesor Máximo Pacheco Gómez, quien vivía sus últimos días como decano
de la facultad, y quien tenía muy claro que una vez sumariado no tendría
siquiera la posibilidad de obtener certificado alguno, puesto que se
había enterado de que semejante estado significaba ser excluido, por
completo, de toda actividad de la facultad, es decir, ser considerado
como si nunca hubiere estado allí.

La conducta del decano Máximo Pacheco es más relevante aún considerando
que habíamos tenido serias diferencias políticas en el último período,
pero él asumió la protección y defensa de los jóvenes alumnos, aún a
riesgo de su propio futuro. Poco tiempo después fue destituido.

Como estaba anunciado, los primeros días de noviembre de 1973
aparecieron en las paredes del tradicional edificio de la Escuela de
Derecho de la Universidad de Chile, las listas de los sumariados y, como
era de suponer, dada mi condición de presidente del Centro de Alumnos
de Derecho, yo aparecí en ellas.

De acuerdo con el diseño formulado por las autoridades de la dictadura
en la universidad, se me incluyó en lo que se denominó “público y
notorio”, lo que significaba que los cargos que se me hiciere por
cualquier persona en forma anónima, se entendían verdaderos y yo no
tenía derecho a refutarlos. Esta categoría de proceso a que se me
sometía, se debía a la circunstancia de haber sido presidente del Centro
de Alumnos.

No se me notificó la resolución que me sometió a sumario y que me dio un
plazo fatal de 24 horas para responder. Me enteré de la resolución a
última hora de ese día y por información entregada bajo secreto por una
funcionaria de la escuela, lo que me permitió redactar durante la noche
un escrito que presenté al día siguiente, fecha de vencimiento del
plazo, y solicitar diligencias probatorias. La petición fue rechazada,
dado que la condición de “público y notorio” de mi situación, daba por
probados los hechos por la sola circunstancia de la presentación de la
denuncia anónima.

No fui el único alumno que estuvo en esa situación; fueron muchos en la
Escuela de Derecho y fueron miles en la Universidad de Chile. También
fueron miles los académicos y administrativos de la Universidad de Chile
que estuvieron en la misma situación. Yo, al menos, tuve la fortuna de
contar con una funcionaria de la universidad que me dio cuenta de que se
me habían formulado cargos y de que estaba corriendo el plazo para
responder. Sólo fue un consuelo, puesto que ninguna de mis
argumentaciones y fundamentos, fueron acogidos y ninguna de las
diligencias probatorias que solicité fueron dispuestas.

El “proceso” al que fui sometido en la Escuela de Derecho de la Facultad
de Ciencias Jurídicas de la Universidad de Chile, concluyó con una
“sentencia” que disponía mi expulsión de la misma de por vida, incluido
mi cargo académico. El principal cargo que se me formuló y que me llevó a
la expulsión de la universidad, fue el de haber sido presidente del
Centro de Derecho. Esta “sentencia” pronunciada en la Escuela de Derecho
significaba que yo no podría realizar gestión alguna en esa casa de
estudios, ni mucho menos, completar lo que me faltaba para titularme
luego de haber cursado la carrera completa, esto es, la memoria y la
licenciatura.

No está de más recordar que en esos días previos a la expulsión un
miembro de mi familia recibió una directa propuesta de negociación,
consistente en que yo entregara una nómina de determinados alumnos y a
cambio de ello se moderaría mi sanción. De esto me enteré por el relato
posterior de mi familiar, quien había respondido en forma inmediata que
por dignidad no me transmitiría semejante propuesta, puesto que estaba
seguro de que yo la rechazaría y él me apoyaría plenamente en esa
actitud. Eso aún cuando se trataba de un familiar de signo político
opuesto al mío.

En esos duros días, muchos amigos, familiares y cercanos hicieron
intentos por salvar mi situación. Uno de ellos, un médico del Hospital
Militar, muy amigo de Miguel Otero, concurrió a hablar con él,
oportunidad en que se enteró de que Otero desempeñaba la función de
“fiscal general de la Universidad de Chile”, es decir, era quien
adoptaba las decisiones. Le explicó el vínculo que tenía con mi familia,
que me conocía desde niño, y le rogó que hiciera algo para que yo no me
viere impedido de titularme de abogado. Con una enorme tristeza nos
comunicó posteriormente que Otero le cerró toda posibilidad: “Mientras
yo exista, te juro que Álvaro Varela no se titulará de abogado en
Chile”. Nada más.

No hubo explicación ni justificación alguna, por lo que ese médico
militar debió retirarse abatido.

Con las referencias que obtuve, logré determinar que Otero había
instalado su cuartel central como fiscal general de la Universidad de
Chile (cargo que, entiendo, él se encargó que no se formalizara, para
efectos de la historia), en una casa en calle Miguel Claro, al llegar a
Eliodoro Yáñez, donde hoy funciona la radio de la Universidad de Chile,
recinto que nunca fue conocido ni reconocido como tal, al igual como
ocurrió luego con otro tipo de recintos secretos: los de tortura.

Impresionado con el relato del médico militar tomé la decisión de hablar
personalmente con Otero, para conocer directamente de él las razones de
su conducta y por qué me condenaba definitivamente a la imposibilidad
de titularme de abogado en Chile.

Los últimos días de enero de 1974, alrededor del día 22, en horas de la
tarde, concurrí al cuartel general de Otero en calle Miguel Claro. Pasé
los controles y guardia establecidos invocando el nombre del referido
médico militar, y logré llegar hasta la oficina de su secretaria, ante
quien me presenté. Le expliqué que aquel médico militar había hablado
con él acerca de mi situación y que ahora me interesaba a mí hacerlo,
por lo que le pedí que le preguntara si me recibía. La secretaria
ingresó a la oficina de Otero y salió muy pronto con su respuesta: no,
no me recibía.

Sabía que me sería muy difícil volver a traspasar la guardia y control
de ese recinto, por lo que le insistí y le dije que no importaba que no
me recibiera en ese momento, pero que yo estaba dispuesto a volver el
día y hora que él me dijera, cualquiera que fuera, puesto que para mí
era muy importante poder conversar con él. Gentilmente la secretaria
ingresó nuevamente a la oficina de Otero, y luego de permanecer también
un corto plazo en su interior, salió y me dijo: “el señor Otero dice que
con mucho gusto lo recibe el día 22 de enero de 1994 a las 17.00
horas”. Obviamente comprendí el sentido de la respuesta, pero le
agradecí y le dije: “Ese día y a esa hora estaré aquí nuevamente”.

Fui expulsado de la Universidad de Chile bajo la acción directa de
Miguel Otero Lathrop.

La circunstancia de haber completado los estudios y encontrarme egresado
de la universidad, me permitió más tarde dar la licenciatura en la
Universidad de Barcelona y obtener el título de abogado. El Convenio de
Reconocimiento de Títulos, Grados y Estudios celebrado entre el Gobierno
del Presidente Eduardo Frei Montalva y el Gobierno de España, en 1969,
me ha permitido ejercer como abogado en Chile.

Esta es una apretada síntesis de lo ocurrido, de un hecho que significó
mucho dolor para mí y para mi familia. Sin embargo, a pesar de la
dictadura, a pesar de Otero, obtuve mi título de abogado.

* Fuente: CiperChile

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