El triunfo del Césaro-populismo paramilitar del presidente Álvaro Uribe
Si algo caracteriza la historia de Colombia es la existencia de un Estado invertebrado, para usar la terminología de José Ortega y Gasset. Desde su nacimiento como Nación, el Libertador, Simón Bolívar, caracterizó a la antigua Gran Colombia y a los colombianos como eximios artistas del bochinche y no se pueden entre ellos, pues están dominados por los populacheros y demagogos, seguidores de Francisco de Paula Santander. Estas frases las pronunció el Libertador cuando esperaba, en Cartagena de Indias, el pasaporte para exiliarse en Jamaica, pero murió poco tiempo después en la Quinta de San Pedro Alejandrino, en la ciudad de Santa Marta. El hombre que había recorrido 5.000 kilómetros a lomo de caballo y mula, que había soportado las inclemencias de climas malsanos, terminaba derrotado, no por los españoles que expulsó en Junín y Ayacucho, sino por los conflictos y las traiciones de sus propios oficiales; Francisco de Paula Santander lo odiaba, incluso intentó asesinarlo en la nefanda noche del 25 de septiembre de 1828 y, de no ser por la protección de Manuelita Sáenz y la huida por la ventana, la conspiración hubiese tenido los resultados esperados por Santander, quien aspiraba al poder y rechazaba la curiosa Constitución que el Libertador propusiera para el nuevo país, Bolivia: un presidente vitalicio y unos censores al estilo romano. El intento de unión Latinoamérica, propuesto por Bolívar en fracasada Conferencia de Panamá, resultó un fiasco; incluso, el Hombre de las Leyes – Santander – invitó a los Estados Unidos, país que muy poco hizo por la independencia de América Latina, a esta Conferencia. Así nació la doctrina Monroe “América para los americanos”, (norteamericanos).
El hombre predilecto de Bolívar, quizás el único leal, Antonio José de Sucre, había sido asesinado en Pasto, camino de Quito a Bogotá. José Antonio Páez, el León de Apure, un combativo guerrillero llanero, poco tenía que ver con los fríos “cachacos” de Bogotá: siempre con corbata, terno, paraguas y sombrero; el carácter caribeño de los venezolanos poco tiene que ver con la “Atenas de América”. Santander era la antítesis de Páez. La separación entre Colombia y Venezuela, países que junto con Ecuador formaban la Gran Colombia, fue el prólogo de la balcanización de América del Sur. Ecuador declara su independencia, Perú y Bolivia funcionan aparte incluso, el intento del Mariscal Andrés de Santa Cruz, de refundar el imperio inca, es destruido por Chile portaliano.
Todo el siglo XIX colombiano está dominado por la lucha sin cuartel entre los “godos” –conservadores, pechoños y azules, y los rojos, librepensadores –los liberales-. En las guerras civiles interminables siempre pagaban la factura los campesinos y los pueblerinos. No conozco guerra que no ocurra de esta manera: los militares jamás se matan entre ellos y, como el cómico español Gila, se llaman por teléfono anunciando al enemigo sus posiciones; en estas guerras los campesinos eran desplazados a Bogotá, Medellín, Cali y otras ciudades capitales, sumándose constantemente una masa de miseria, que inunda las grandes megalópolis.
En el siglo XX, Colombia continúa con un sistema anacrónico de partidos políticos: liberales y conservadores pertenecen a la misma oligarquía egoísta, que ya no está dividida por temas religiosos, sino por la corrupción que trae el dominio del narcotráfico. Basta recordar a Pablo Escobar, jefe del Cartel de Medellín que, al igual que Al Capone, tuvo en sus manos a casi toda la clase política colombiana, salvo algunos valientes periodistas del diario El Espectador –diario que se arruinó y que actualmente aparece una vez por semana – y el candidato presidencial Luis Carlos Galán, que por denunciar a los narcotraficantes, fueron asesinados.
Muchos de los militares y de la policía, así como candidatos, presidentes y parlamentarios, eran un juguete en manos del dinero corruptor de los carteles de Cali, Medellín y otros; a lo único que le temen los narcotraficantes es a la extradición.
Colombia sigue viviendo una guerra civil larvada: las guerrillas, al menos algunos grupos, han decidido entrar en la vida política, es el caso del M-19 –Movimiento 19 de abril- famoso por el robo de la Espada de Bolívar y de la ocupación del Palacio de Justicia, bombardeado por los militares, sin la aprobación del entonces presidente de la república, Belisario Betancourt. El M-19 es dirigido por Antonio Navarro Wolf y, actualmente, integra el Polo Alternativo de Izquierda; el ELN –Ejército de Liberación Nacional-, al cual pertenecía, por los años 60, el Padre Camilo Torres Restrepo, está en conversaciones con el gobierno, en la Habana, y su objetivo es integrarse a la vida política. Sólo las FARC –Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia- no sólo resisten los ataques del ejército, armado hasta los dientes por los norteamericanos, basados en el “Plan Colombia”, sino que logran algunos triunfos en las zona amazónica de San Vicente del Caguán y en otros lugares del país, incluso quisieron poner en jaque las recientes elecciones de senadores y representantes.
Los paramilitares son milicias dedicadas al delito y al narcotráfico, formadas y financiadas por latifundistas, gamonales y lumpen campesino, especialmente; su fuerza llegó a tener más de 30.000 hombres armados y se dedicaban, fundamentalmente, al asesinato de campesinos, a quienes acusaban de ser colaboradores a la guerrilla. La desmovilización de los “paras” se ha convertido en una faramalla: reciben el dinero fiscal y continúan enriqueciéndose en case a acciones delictuales.
La oligarquía había llegado a su mayor fracaso durante los gobiernos de Samper y Pastrana, este último, un hijo de papi, playboy, quien fue incapaz de lograr un acuerdo con la guerrilla, y el primero, acusado de haber financiado su campaña a la presidencia con dineros del narcotráfico, sólo se salvó al hacerse el desmemoriado, – enfermedad de moda de algunos mandatarios, practicada brillantemente por Menem, Fijimori y Pinochet – como siempre, la cómplice clase política lo absolvió.
En este caos aparece Álvaro Uribe, un populista de derecha, cuya única promesa es perseguir a la guerrilla y destruirla militarmente, con la complicidad de Estados Unidos; Uribe matiza esta política llamándola de “seguridad democrática”, para diferenciarla de la doctrina de seguridad nacional, que llevó al terrorismo de Estado en muchos países de América Latina. La verdad es que los ataques aéreos a territorios de la cuenca amazónica no se diferencian mucho, en su brutalidad, a los de los norteamericanos en Irak.
Álvaro Uribe ha destruido a los partidos tradicionales, en especial al Liberal, y los conservadores se han salvado desapercibido, apoyando el cesarismo demagógico de Uribe; el presidente sabe muy bien el poder de los medios de comunicación de masas y aprovecha la Cadena Caracol, especialmente, para difundir televisivamente sus encuentros con los Consejos Comunales –organizaciones populares locales -; todos los gestos están calculados: cuando se descubre que los oficiales militares cometen vejaciones y torturas contra los jóvenes conscriptos, Uribe no duda un segundo en exonerar al general en jefe del ejército, que se había hecho famoso por eliminar a los guerrilleros de las FARC en Víota , al sureste del Departamento de Cundinamarca.
La verdad que esta política represiva que algunos, irónicamente, califican como la forma de dar seguridad a los dueños de fundo para trasladarse a sus propiedades, sin el peligro de ser raptados o “vacunados” –especie de impuesto al estilo Robin Hood – por la guerrilla, atrajo también a sectores populares y de capas medias, que estaban aburridos con tanta inseguridad. Álvaro Uribe logró fácilmente que un Congreso servil apoyara su reelección, de ahí al cesarismo hay apenas un paso; destruido el sistema de partidos políticos por el rechazo popular y la inercia, los colombianos se fueron al otro extremo: en las elecciones de Cámara de Representantes y Senado se inscribieron más cuarenta partidos políticos y la mayoría no alcanzó el 2% del apoyo ciudadano.
Nadie entendía cómo votar: en una sábana, que llamaban el “tarjetón”, que contenía una serie de signos de partidos políticos, la mayoría nuevos y desconocidos, con candidatos con números del uno al cien, lo cual arrojó una cantidad enorme de votos nulos, además de la abstención de un 60%; incluso la votación de grupos indígenas fue anulada porque predominaron los votos en blanco. Es la única parte del mundo en que una elección, en estas condiciones, es válida.
Las primarias presidenciales se realizaron en base a un tarjetón para el partido liberal y el polo democrático alternativo. Los vocales confundían los tarjetones provocando mayor caos; en el polo alternativo de izquierda, que obtuvo una buena votación, ganó el jurista Carlos Gaviria sobre Antonio Navarro; en el liberalismo ganó el anticuado y cuatro veces derrotado, Horacio Serpa, que no atrae ni a su madre, por lo demás, el partido liberal fue derrotado por el voto popular y su enterrador es el siútico pereirano, ex Secretario General de la inútil OEA, César Gaviria, famoso cuando era presidente, por la corrupta construcción de un puente, en la ciudad de Pereira.
El partido de la U –de la Unión Nacional-, uribista, logró triunfar tanto en el senado, como en la cámara de representantes, en las pasadas elecciones del 12 de enero, además de una serie de partidos que se pronunciarán por Álvaro Uribe. Los candidatos originales y creativos, como Mokus, no lograron, ni siquiera, un escaño senatorial, lo mismo ocurrió con el ex alcalde de Bogotá, Peñalosa, algo similar a los incoherentes humanistas chilenos.
Está claro que la reelección del cesarista populista de derecha, Álvaro Uribe, está asegurada, el problema es qué hará con ella. Podrá la mágica y maravillosa Colombia vencer el sino de ese odio implacable que profetizaba Bolívar y convertirse en un país viable, ubicado en la tendencia de una América Latina, cada día más independiente de los Estados Unidos? De lo contrario, seguiremos en una eterna guerra sin salida ni respiro. A lo mejor, el momento mágico que vivimos hoy, con Evo Morales, Lula, Tabaré Vásquez, Kirchner y Michelle Bachelet, logra embriagar a la vieja Gran Colombia de los sueños de Bolívar.
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