El principal obstáculo que encuentra el imperialismo para derrotar a la Revolución cubana no es militar, ni económico; es moral. De alguna “inexplicable” manera Cuba conserva el prestigio internacional y el consenso interno, pese al desgaste de medio siglo bajo los efectos de un implacable bloqueo y de una sostenida campaña mediática en su contra, pese al derrumbe –veinte años atrás–, y al descrédito, de un “campo socialista” del que hoy se enumeran las manchas y se ignora la luz. Los ideólogos de la derecha saben que ese prestigio moral invalidaría cualquier victoria militar o económica sobre la Isla: en política la única victoria posible es cultural. Lo demás puede llamarse ocupación, asfixia, imposición; y todas son variantes que posponen la victoria del supuesto derrotado. Por eso se han lanzado a fondo, sin medias tintas, en una guerra cultural que lo involucra todo. Una guerra, por supuesto, que no busca ni pide verdades o principios: una guerra para revertir convicciones y sentimientos, que se apoya en la fuerza de los medios de comunicación. ¿O acaso la demonización de la cultura árabe –pueblo que fatalmente habita sobre grandes reservas de petróleo–, no antecede y acompaña a la guerra de exterminio que sufren sus estados “desobedientes”? Lanzarse a fondo significa que esos ideólogos deben repetir sin sonrojos, sin bajar la mirada, que el Che Guevara, el Guerrillero Heroico, fue un asesino; que Batista, el asesino, fue en realidad un buen gobernante; que Cuba, la nación que más vidas ha salvado en el mundo –incluyendo la de sus enemigos–, disfruta de la muerte.
El gobierno de Obama es un excelente portaaviones para bombarderos ideológicos: un rostro negro, un perfil intelectual, una sonrisa seductora. Un enorme y moderno buque que asume poses de crucero, que finge no atacar: para eso están sus aviones, y los pilotos díscolos que a veces despegan de noche, mientras el capitán duerme. Lo cierto es que la ola de irrespetos colectivos que Obama encontró en su traspatio latinoamericano tras la toma de posesión era tan colosal, que la guerra no podía de ningún modo resolverse únicamente por la fuerza. No digo sin la fuerza, digo que no solo por la fuerza. Era imprescindible un golpe de estado aleccionador –y para ello estaba el eslabón más débil, Honduras–, pero un golpe que se acompañase de excusas leguleyas, de trámites burocráticos, de condenas públicas y de privados apretones de mano. Un nuevo concepto para legitimar culturalmente ciertos golpes de estado: en lo adelante la democracia dejará de serlo, si la mayoría del pueblo expresa electoralmente su inconformidad con una legislación que garantiza los intereses imperialistas. Y será legítimo el uso de la fuerza, la de los militares claro, no la del pueblo. A nadie parecen importarle los líderes sindicales que el gobierno de facto –el que dio el golpe y el que acaba de auto elegirse en estado de sitio–, asesina todos los días. Pero los objetivos más importantes de la guerra cultural son dos: Cuba y Venezuela.
Fue quizás en Trinidad y Tobago donde Obama comprendió que el prestigio de Cuba era inmenso. Al término de aquella Cumbre en la que estrenaba su sonrisa, habló de la “utilización” del internacionalismo médico de la Revolución cubana con supuestos fines propagandísticos. Sé que ese prestigio es algo que atormenta a los ideólogos de la derecha, que sueñan con hacer desertar a todos los médicos cubanos. El País, órgano de la trasnacional PRISA en España, califica a la izquierda que apoya a Cuba de estalinista y de “nostálgica”. Nuestros pequeños ideólogos de Miami, México o Barcelona, tratan de dilucidar, con ínfulas academicistas, las razones de esa simpatía internacional y organizan cartas de condena que llevan de puerta en puerta. Usan todas las armas para disuadir a los solidarios; también el chantaje político, y si es preciso el fusilamiento mediático. La guerra es a muerte. Los diplomáticos de Estados Unidos y de algunos países europeos servidores de su política ya no se esconden en Cuba, caminan sin pudor junto a los disidentes que construyen y pagan. Usurpan los símbolos de la Revolución, de la izquierda y los rellenan de contenido contrarrevolucionario: plagian a las Madres de Mayo –a las que siempre despreciaron y combatieron–, para construir a las Damas de Blanco. Son ingredientes para un buen cóctel: mujeres dolientes y mujeres acompañantes, ropa blanca (además de símbolo de paz, en Cuba ese color adquiere otros significados religiosos, para nada católicos), gladiolos, y no obstante, misas católicas. Lo que importa es el encuadre de la cámara. Ponga usted el dibujo, que yo pongo la guerra, decía Hearst en 1898; construya el set y filme la escena –si usted prefiere, twitéela–, que yo escribo el guión, dicen ahora.
Demonizar a Cuba. Hacer que los niños de las escuelas españolas sientan lástima de los niños cubanos, escolarizados, saludables, como pocos en América Latina. Que los ciudadanos honestos que apenas tienen tiempo para sobrevivir en medio de una crisis económica que amenaza su tranquilidad primer-mundista, se compadezcan de los cubanos, más pobres, es cierto, y sin embargo más protegidos, y pese a todo, más libres como seres humanos. Que miren a Cuba y se desentiendan de lo que ocurre en Iraq, o en Palestina, o en América Latina. O en España. Convertir al ALBA –ese maravilloso sistema de solidaridad entre pueblos–, en un emporio de oscuros intereses ideológicos. Lo difícil, sin embargo, es que una operación cultural de carácter mediático pueda saltarse o revertir la vivencia de cientos de miles de latinoamericanos, de africanos, de asiáticos, de norteamericanos y de europeos, que han recibido la solidaridad cubana y venezolana. Lo difícil, es ocultar el sol con un dedo, aún cuando ese dedo lleve el anillo imperial.
blog del autor: www.la-isla-desconocida.blogspot.com
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
* Fuente: Rebelión
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