La Virgen y el Quetzal. Memoria profunda de Amerindia
por Jorge Majfud (EE.UU)
15 años atrás 6 min lectura
Las religiones monoteístas o las monolatrías derivadas de la tradición hebrea repudian y castigan la formación de imágenes humanas y mucho más su adoración. Similar ha sido el Islam y en menor medida el protestantismo. No así el catolicismo. Las antiguas religiones romanas dejaron su herencia en la nueva religión del imperio.
No obstante, en el catolicismo europeo la valoración de imágenes de la Sagrada Familia, de una vasta colección de santos y de partes de santos es aún un fenómeno secundario en comparación a la liturgia. Diferente, en el protestantismo el espectáculo del rito ha sido sustituido por el trance proselitista y el orgullo público de ser un elegido de Dios. La palabra histérica, cuando no obsesiva, que busca convencer y confirmar es natural en una secta que nació protestando. Quizás por su origen de catacumbas y luego por su centenaria posición en la cúspide de la pirámide del poder, el sacerdote católico está más entrenado en la combinación de la palabra pausada y el silencio calculado. Quizás por su temprano ejercicio intelectual, mucho más amplio y diverso que el de los pastores protestantes, los sacerdotes católicos no son afectos a la elocuencia verbal ni a la verborragia. En los países católicos, este trance colectivo de la oratoria está casi todo exorcizado en las religiones seculares que son los partidos políticos. En particular en el continente de los pájaros, en el mundo latinoamericano donde la política, la cosmología y la literatura son la misma cosa con profesionales diferentes.
Pero la percepción literaria del mundo en el mundo amerindio es, ante todo, visual. Es propio de un mundo vivo donde la tierra no es un reino maldecido por una abstracción celeste sino parte del cosmos, parte de la unión entre la serpiente y el ave.
El rasgo que mejor distingue la religiosidad del continente es la veneración de la virgen María, en particular en su versión guadalupana. Dentro de esta experiencia religiosa, un aspecto destacable son los avistamientos de la virgen. Si bien son conocidas las apariciones de vírgenes en otras partes del mundo, como la virgen de Fátima en Portugal, en América Latina la importancia de estas apariciones es mucho mayor y diferente en su naturaleza. El fenómeno no consiste en la aparición de la virgen sino en una imagen física de la virgen y a veces de Jesús. El milagro es siempre material y simbólico, como una huella es a un pie.
De hecho las apariciones de la virgen son prácticamente mínimas y resultan una anécdota que justifica la imagen que se venera. Se venera la representación en nombre de lo representado. Así se produce el milagro: se une el agua con el aceite, se compatibiliza la sensualidad amerindia con la abstracción judeocristiana.
Según la tradición, la virgen de Guadalupe sólo se apareció al indio Juan Diego hace más de cuatro siglos. Pero las apariciones de las imágenes de la virgen han sido innumerables. Aún cuando la tradición teológica y popular alega que no se venera una imagen sino lo que representa, lo cierto es que lo representado no puede ser fácilmente sustituido por una copia cualquiera, como una Biblia y su copia tienen el mismo valor semántico y religioso. Los estudios y las leyendas que se tejen entorno a la pintura de la virgen de Guadalupe en México están rodeados de misterios visuales. En uno de ellos se ha llegado a mostrar o demostrar que en la iris del ojo izquierdo de la pintura de la virgen están representados una serie de personajes históricos que van desde el indio Juan Diego arrodillado hasta el obispo Zumárraga.
Los misterios ópticos son de tal grado de importancia que quienes creen descubrirlas no se preocupan por el mensaje o la interpretación que el milagro puede portar sino por el milagro mismo de la imagen que luego atribuyen poderes chamánicos de sanación. Esto se resuelve con un mismo mensaje repetido y siempre intrascendente, como la alegación de que una aparición significa que tiempos terribles están por venir.
Lo que queda claro es la importancia visual de la experiencia religiosa, es decir, la conexión entre espíritu y materia, entre la divinidad y la sensualidad de la imagen que representa el extremo opuesto de la abstracción hebrea o islámica.
Esta es la misma conexión cosmogónica que tenían los pueblos amerindios antes de la llegada del colonizador europeo. Muchos especialistas han observado que la aparición de la virgen de Guadalupe en el cerro de Tepeyec, el mismo lugar donde los indígenas adoraban a Tonantzin, demuestra o sugiere la sustitución de la Diosa Madre amerindia por la Madre del hijo de Dios —Madre de Dios, según tradicional equívoco—. No obstante podemos alegar que si en la liturgia consiente hubo una sustitución, también podemos considerar que la imposición teológica y moral del colonizador sólo confirmó los valores y las percepciones anteriores que sobrevivieron reprimidas en un pueblo numeroso.
La (original) virgen de Guadalupe está rodeada de símbolos que podemos rastrear entre los aztecas y hasta la mítica Tula, como el Quinto Sol y la Luna. Podemos agregar otros detalles. El color verde que rodea a la virgen de Guadalupe, presente en la bandera de México, probablemente se refiere al verde del quetzal. La misma forma de la capa de la virgen se asemeja a las alas del ave sagrada cuando posa en una rama. El verde fue un color divino y real en el cosmos amerindio y tal vez también representó la libertad, debido a que el quetzal no se reproduce en cautiverio. También verde era el color brillante del colibrí (Huitzilopochtli, el “Colibrí izquierdo”) y del agave (maguey) que florece después de cinco años para morir y reproducirse.
América es el continente de las aves y sin duda éstas representaron en un tiempo mucho más que simples adornos en un mundo material sino el espíritu mismo del Cosmos en movimiento, la unión del cielo y la tierra como el águila devorando la serpiente según la leyenda azteca.
Leopoldo Zea y otros latinoamericanistas han observado que en ningún otro continente como en América latina la colonización europea sustituyó las culturas originales. Creo que esta idea sólo se puede aplicar a los afros en Estados Unidos donde, más allá del pretendido nombre étnico y el color de piel, difícilmente se pueda encontrar algo de África que haya sobrevivido a la violencia del colono, como sí podemos encontrar en los afros de Brasil o del Caribe.
En un estudio anterior he insistido que la civilización prehispánica no sólo sobrevivió en forma de influencias a escalas artesanales sino que la misma represión del colonizador minoritario provocó su travestismo y consecuente consolidación en lo más profundo del alma del futuro continente. Las diferencias culturales que identifican al pueblo latinoamericano proceden del vencido y del vencedor. Son los rasgos del vencedor, la civilización hispánica, los visibles, los únicos conservados en la letra escrita y en el poder de las instituciones. Pero son los rasgos del vencido los que han moldeado las formas de sentir y de ver el mundo, transmitidos en una forma de ser y de hacer, en las tradiciones orales y en las actitudes humanas ante los problemas, ante la vida y apenas visibles en sus detalles. La narración de sus héroes y obsesiones, la tradición de sus fracasos y renacimientos, lo revelan.
– El autor es académico uruguayo en universidades norteamericanas
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