El Consejo de Rectores y las universidades católicas
por Guillermo Tejeda (Chile)
15 años atrás 5 min lectura
La pugna que, dentro de los buenos modales académicos, mantienen actualmente las universidades estatales con las católicas en el seno del Consejo de Rectores bien merece una reflexión.
Primero es preciso aclarar que esta entidad, el Consejo de Rectores, agrupa a las universidades llamadas "tradicionales". Esta denominación o catalogación, inoperante a todos los efectos, es de carácter residual y apunta a cómo alguna vez fue el sistema universitario chileno, desde los años cincuenta hasta 1973.
La dictadura dejó severamente cambiado el modelo universitario chileno, por la vía de tres políticas: uno, desmembrar a la Universidad de Chile y a la Universidad Técnica del Estado, dificultando el financiamiento a las universidades estatales o públicas, como se las quiera llamar; dos, facilitar el establecimiento de las universidades privadas entendiendo por tales a una variopinta gama de establecimientos muchos de los cuales de universidad tienen sólo el nombre; tres, dejar a las universidades católicas en un limbo dorado en que -¡oh milagro!- no son ni privadas ni públicas aunque al mismo tiempo y según el caso pueden ser ambas cosas, por lo que cuentan con facilidades o franquicias duplicadas para allegar recursos tanto del Estado como del mercado.
Estas políticas malsanas no se han cambiado en democracia, y han sido validadas por los estudios y teorías del profesor José Joaquín Brunner y sus colaboradores, provenientes de la Universidad Católica. Sin embargo si ponemos el modelo chileno de universidades en comparación con el de los países desarrollados, sean del mundo anglosajón o de la Europa continental, nos encontramos con numerosas anomalías.
El sistema chileno es uno de los más privatizados del mundo, probablemente el segundo o tercero más abandonado por el Estado. Es clasista, de baja calidad y está lejos de garantizar igualdad de oportunidades. La libertad de cátedra, el pluralismo y la equidad sencillamente no operan en muchas de las instituciones universitarias locales. Nuestras universidades públicas, entretanto, deben funcionar en condiciones adversas, con enormes trabas burocráticas, malas prácticas enquistadas, y un financiamiento estatal que es entre un tercio y un quinto de lo que reciben en los países desarrollados.
El Consejo de Rectores se dedica hoy buenamente, pues, a administrar los retazos de un sistema confuso, hecho de parches, y sin futuro alguno. Las universidades que pertenecen a este organismo tienen acceso al Aporte Fiscal Directo (AFD), un fondo relativamente modesto que se distribuye según reglas arbitrarias, denominadas históricas. Es así como las universidades públicas obtienen aproximadamente un 15% de lo que necesitan, que es a todas luces insuficiente, cayéndole más o menos lo mismo a las universidades pontificias, que son corporaciones privadas cuyos cancilleres y rectores se nombran desde El Vaticano.
Lo que hace falta es claridad y llamar las cosas por su nombre. En el caso de las universidades públicas, es preciso que Chile decida si quiere o no tener, como en los países desarrollados, planteles públicos bien organizados y correctamente financiados, a los cuales se les exige transparencia, pluralismo, complejidad, sensibilidad social, equidad, y calidad; espacios abiertos, gobernables, sin tutelas, sin endogamia, que no sean reductos de grupos o trenzas de ningún tipo, donde el conocimiento pueda generarse, conservarse y transmitirse. Si es así, es preciso ir hacia lo que algunos rectores llaman "Nuevo Trato", que es un poco el modelo europeo: el Estado sostiene y al mismo tiempo exige. De otra manera más vale cerrar o ir derechamente a la privatización en vez de seguir con tanta hipocresía. Y decirle a los estudiantes universitarios que si quieren estudiar busquen en el mercado.
En cuanto a las universidades católicas, el poder público debe tomar en cuenta que se trata de planteles cuya misión se define por consideraciones religiosas, por cierto respetables, pero que no bastan para merecer recursos estatales. Y que a menudo este tipo de universidades, por sus conexiones con la clase social más acomodada, genera desigualdades más que igualdad de oportunidades. El Estado puede aportarles fondos pero ellos debieran condicionarse a criterios no sólo de calidad, sino también de pluralismo, carrera académica, libertad de cátedra, equidad, no discriminación, derechos plenos de las personas, servicio en tareas de interés público, etc.
Una política seria y consistente de educación superior debe ante todo priorizar ciertos valores o metas de conjunto. Y seguidamente, ser capaz de distinguir entre los diversos tipos de universidades. Porque no da lo mismo que una universidad sea pluralista o no lo sea, que discrimine a sus estudiantes o académicos por sus convicciones u origen o que no los discrimine; que cumpla o no con estándares internacionales de calidad; que sea un negocio familiar o inmobiliario, una corporación o una institución estatal; que ponga a la fe religiosa por encima de la ciencia o viceversa. En cada caso es preciso aplicar políticas diferenciadas, estímulos apropiados y sanciones específicas.
El Consejo de Rectores, pues, aunque sea una entidad que hace su trabajo con seriedad, no responde ni a lo que estamos viviendo ni a las necesidades del futuro. Y lo más grave es que esas necesidades, tan sentidas por los chilenos, no se han convertido aún en una política de país.
Las universidades son para los políticos un área espesa, políticamente poco rentable, donde se alega mucho y se avanza poco. Aparte de ello, abundan los intereses sumergidos, y la sinceridad ha sido reemplazada por silencios o eufemismos. Quizá por eso es que en el tema universitario no hemos tomado las decisiones adecuadas.
– Gentileza de Antonio Ordoñez
Por el derecho a ejercer la libertad de conciencia
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