España es un estado de derecho que hunde sus raíces en tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial. A su vez, este trípode alimenta y fecunda la democracia mediante la sabia creadora de la palabra. En ningún caso este estado democrático está asentado sobre la Iglesia. No está reconocida como poder vivificante del estilo que hemos elegido como sociedad.
Muchos todavía recordamos a Mons. Guerra Campos sentado en las cortes franquistas, ocupando un escaño en nombre de una Iglesia cómplice de la dictadura que nos aplastó durante cuarenta años. Y recordamos a Mons. Cantero Cuadrado, cabeza visible del Consejo de regencia. Eran otros tiempos. Dios andaba mezclado con charreteras militares y bandas que cruzaban la pechera blanca, porque también él había sido designado diputado en cortes por el general-generalísimo por la gracia de Dios.
Llegó la democracia. Las primeras elecciones. Cristo no se presentó y ni siquiera figuró entre los diputados de designación real. La Constitución proclamó la llegada de un estado aconfesional. ¿Se retiró Dios de la política? Dios tal vez sí. Pero la Iglesia nunca renunció al poderío conseguido por su aportación a la cruzada de liberación.
La Jerarquía inició una vida de añoranza. No sobrellevó dignamente la viudedad enlutada de la Plaza de Oriente. Empujó, también ella, a Tarancón al paredón. Ha permanecido en estos treinta y tantos años echando de menos el calor de la primacía, el dominio de las conciencias, el dogmatismo de una moral convertida en obligación política, confundiendo las decisiones de un hemiciclo democráticamente elegido con los supuestos designios de Dios impuestos a golpe de báculo, trazando los derroteros del comportamiento humano, identificando el derecho canónico con decisiones legisladas desde la libertad conquistada.
Monseñor Martínez Camino, en nombre de la Conferencia Episcopal, ha comparecido para hablar sobre el proyecto de ley de interrupción del embarazo. Los Obispos, lo he repetido a lo largo de muchos artículos, tienen derecho a expresar su opinión. Pero me repugna el tono de superioridad insolente, el estilo prepotente, los términos empleados (crimen, abismo criminal). Todo es repulsa agriada, condena absoluta, desprecio, amenaza. Suena a crujido del látigo. Excomunión, pecado gravísimo, devaluación del ser humano, negación de derechos. "Abortar no es curar, es matar" "Reconocer esa posibilidad legal es reconocer el derecho a matar"
Una sociedad como la española no tiene ninguna obligación de soportar tanto desprecio, tanta deslegitimación, ni está dispuesta a poner la otra mejilla ante las bofetadas episcopales.
A Vicente Ferrer, muerto en la mañana en que escribo, se le apartó de su vocación jesuítica porque sus metas eran "sospechosas" Se condena a Manuel Torres Queiruga, a Häring, a Rhaner, a Congar, a los teólogos de la liberación, a Pedro Casaldáliga. A tantos y tantos en esta moderna, disimulada, imperceptible inquisición. Se confunde hipócritamente compromiso con marxismo. Se impone la resignación a los pobres. Se llenan los estómagos vacíos con bienaventuranzas deformadas. La felicidad de los miserables, de los que lloran, de los perseguidos se aplaza para otra vida. En ésta rige el derecho canónico, la riqueza y la comprensión hacia la opresión que ayuda a avanzar el mundo del dinero.
Pecado y delito. Felicidad y dolor. Dictadura y libertad. Sólo nos queda apostar por la alegría sin espadas ni cruces, resucitados para siempre, a hombros de la luz y la esperanza.
01/07/09
* Fuente: Rebanadas de Realidad
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