Presidentes cuasi vitalicios por vía plebiscitaria
por Rafael Luís Gumucio Rivas (Chile)
15 años atrás 7 min lectura
Cada régimen político tiene resortes para permanecer en el tiempo, sea la constitución política o el sistema electoral. En el caso de la historia de Chile, la Constitución de 1833 tenía elementos parlamentarios tan fuertes, como las famosas leyes periódicas – presupuesto y permanencia de las Fuerzas Armadas en la ciudad en que sesiona el Congreso- sin embargo, pudo funcionar con una monarquía presidencial en base al poder absoluto del presidente de la república, a través de intendentes y gobernadores para nombrar, a su gusto, a su sucesor, todos los senadores y todos los diputados. En este período a los díscolos no les quedaba más que recurrir a la vía de la guerra civil, y dos de ellas iniciaron y terminaron el período de Manuel Montt.
Si bien los liberales reformaron las Constitución – en la etapa de 1861 a 1891- no permitiendo la reelección del presidente y ampliando el sufragio, los primeros mandatarios guardaron la misma facultad de sus predecesores, es decir, nombrar al sucesor y determinar la totalidad de la Cámara y del Senado.
En el período, llamado parlamentario que es más bien era un régimen plutocrático de asambleas, el poder electoral pasó del presidente a los partidos, e, incluso, a los clubes aristocráticos; la clave de este poder residía, además de las interpelaciones, en el manejo de las municipalidades y, posteriormente, en la Junta de Mayores Contribuyentes, a estos resortes se sumaba el cohecho, considerado como perfectamente normal como un correctivo del sufragio universal. Según Alberto Edwards, los cargos se compraban como sus progenitores lo hicieron con los títulos de nobleza.: una senaduría costaba un millón de pesos – de la época- y una diputación, la mitad.
En el régimen presidencialista, surgido de la Constitución de 1925, en apariencia, el presidente de la república vuelve a ser un monarca, sin embargo, para que el régimen funcione sería necesario que el primer mandatario fuera elegido por mayoría, es decir, el 50% +1 de los electores y, además, detentar mayoría en ambas Cámaras. Estas condiciones no se dieron nunca, en su totalidad, en el período 1932-1973. Por lo demás, en gobiernos de alianza política quienes tenían la última palabra en el nombramiento de los ministros eran los jefes de partido, que podían dar o negar el pase para ocupar el cargo de Secretario de Estado. Este mal lo padecieron los tres presidentes radicales – Pedro Aguirre Cerda, Juan Antonio Ríos y Gabriel González Videla- donde el gabinete, en distintos momentos, fue integrado por todo el arco político, desde comunistas a conservadores.
Los gobiernos de Carlos Ibáñez y Jorge Alessandri pretendieron ser expresión de autoritarismo e independencia de los partidos políticos, sin embargo, ambos terminaron provocando una crisis, respecto a las salidas bonapartistas, o de gobiernos tecnocráticos suprapartidarios, tal cual lo proponía Alessandri; sólo en el caso de Eduardo Frei Montalva se dio una clara mayoría en las elecciones de 1964, y el predominio en la Cámara de Diputados, en 1965, sin embargo, el bicameralismo dejó nuevamente a Frei dependiente de una mayoría adversa en el senado. Además, el partido único de gobierno – la DC- centralizó el debate colocando en dificultad al presidente de la república.
Si bien es cierto que un presidente puede funcionar con minoría en el parlamento, esta tarea se dificulta bastante si los partidos y combinaciones políticas tuvieran diferencias frente a temas fundamentales. A la larga, la concertación ha podido funcionar con minoría en ambas Cámaras sólo y exclusivamente cuando logra consensos con la derecha, representada por Alianza por Chile; de ahí la consecuencia de que muchos proyectos de ley sean producto de transacciones, que terminan restándole su sentido original – por ejemplo, el caso de la Ley General de Educación-. El electorado termina por rechazar a la Concertación al comprobar que, en veinte años, no ha logrado transformar en lo esencial un modelo económico, político y electoral, que fue pensado por metes autoritarias, que desprecian la soberanía popular y reducen las actividades humanas al juego del mercado. El rechazo ciudadano a la Concertación no es por sus virtudes, sino por sus carencias y faltas de decisión para cerrar, de una vez por todas, el ciclo de una lenta y triste transición.
Basta leer el Diario de hoy para ahorrarnos largas disquisiciones y comprobar el grado de descrédito en que han caído los partidos políticos y el parlamento; el 70% rechaza al Congreso, al igual que a los partidos políticos, y siente que la corrupción es visible en el campo político. Es cierto que, muchas veces, las directivas de los partidos políticos y algunos parlamentarios se encargan de dar veracidad a este rechazo popular.
Simón Bolívar, el Libertador, visualizaba a las repúblicas de América Latina como una serie de gobiernos que terminarían por pelearse entre ellos, provocando guerras civiles, razón por la cual pensó para Bolivia una Constitución a tal grado autoritaria, que tendría un presidente vitalicio y una especie de “cónsules romanos” que lo fiscalizarían. Extrañamente, más de un siglo después, esta tendencia reaparece en América Latina por la vía de la reforma constitucional y del plebiscito.
Álvaro Uribe, presidente de Colombia, y Hugo Chávez, de Venezuela, son los dos extremos: el primero, la extrema derecha y, el segundo, la izquierda, sin embargo, ambos mandatarios están haciendo uso de la vía plebiscitaria para buscar la reelección en períodos sucesivos – en el caso de Uribe, que ya lleva dos períodos, con un tercero completaría doce años; en el caso del segundo, de seguir ganando plebiscitos, podría llegar, fácilmente, a los veinte años.
Sería una falacia acusar a estos regímenes de dictatoriales, pues han surgido de elecciones y, además, cuentan con gran respaldo popular – cerca al 70% – por demás, tampoco sus gobiernos corresponden a los clásicos populismos latinoamericano – Juan Domingo Perón, Getulio Vargas o Carlos Ibáñez, en 1927-. Con razón, mi amigo Jorge Vergara, al analizar las nuevas Constituciones de Bolivia, Ecuador y Venezuela distingue, acertadamente, el populismo de lo popular.
Si ampliamos la visión del fenómeno de presidentes vitalicios por vía plebiscitaria, pienso que caben pocas dudas de que, por ejemplo, el presidente de Brasil, Lula Da Silva sería fácilmente reelegido de sólo existir un plebiscito que lo permitiera. Hay demasiada distancia entre la popularidad de Lula y los casos de corrupción en el Partido de los Trabajadores. Rafael Correa, presidente de Ecuador, acaba de ser reelegido a raíz de la aprobación de la nueva constitución. En el caso de Bolivia, una oligarquía separatista ha intentado limitar los períodos de reelección del presidente Evo Morales, que cuenta con amplias mayoría nacionales.
En Chile, si hubiera reelección, creo que muy pocos dudarían en reconducir al poder a la presidenta Michelle Bachelet, que está terminando su período con más del 68% de apoyo popular, a mi modo de ver, intraspasable a una candidatura deslavada y falta de carisma, como es el caso de Eduardo Frei Ruíz-Tagle. Por lo demás, siguiendo la tendencia latinoamericana, hay una gran distancia entre el apoyo al Presidente y al Ejecutivo y el rechazo a los partidos políticos y al Parlamento.
Es evidente que elementos de la democracia directa, como la iniciativa popular de ley, la revocación de mandatos, los plebiscitos nacionales y regionales y otras reformas necesarias, son imprescindibles para dar el paso desde una democracia representativa a una democracia auténticamente participativa, y es en este tema esencial donde deben contrastarse los programas presidenciales. Parece absurdo que este país persista en seguir siendo regido por una Constitución autoritaria, con algunos afeites superficiales, aportados por el presidente Lagos.
Para tratar de centrar el punto de discusión de esta nueva vía plebiscitaria a la reelección permanente, creo la base está en casi todos los países, en el fracaso y corrupción de su sistema político, por ejemplo, en Venezuela nadie puede desear la vuelta de demócrata cristianos y ADECO, pues llegó a tal grado el rechazo de la población que los condujo a su muerte política; En Colombia, los conservadores hoy son los valets de Álvaro Uribe, y los liberales son incapaces de dirigir a oposición; los partidos ecuatorianos y bolivianos cada vez tienen menos importancia; Para qué hablar del APRA peruana. En el caso chileno, el más estable desde el punto de vista de sistema de partidos políticos, empieza a verse ya el agotamiento, por culpa de directivas autoritarias y autorreferidas. Bástenos, como muestra, el hecho de que todos los partidos políticos – desde la derecha a la izquierda- han ido perdiendo su base de apoyo elección tras elección.
04/06/09
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