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¿Democracia clientelista o democracia de los ciudadanos?

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Nada sacamos con decir que “en mi gobierno se entra y se sale con las manos limpias” y “se puede meter tal vez las patas, pero no las manos”. Mientras no enfrentemos de raíz el tema de la probidad política en el Estado los escándalos se repetirán eternamente. Donde haya “proyectos concursables” y personas de dudosa honradez que los administren, es evidente que un funcionario que gana un sueldo modesto y administre chequeras fiscales, mil veces superiores a su ingreso, pueda tentarse. No todos son santos y con vocación de servicio público. Hace tiempo que la política está divorciada de la ética: cuando aquella es pura técnica electoral e ingeniería de repartos de trabajos estatales es imposible evitar los escándalos. Si la medida del éxito en la vida es el lucro, producto  del capitalismo desbocado, es impensable que algunos funcionarios corruptos no se sientan dueños de una parcela de los enormes excedentes fiscales. ¿Podría ser una solución una mayor fiscalización y bastaría llenar la administración pública de contadores-auditores? A mi modo de ver no, pues ¿quién fiscalizaría a los fiscalizadores?

El tema de fondo no está en nueva reforma del Estado: en cada escándalo lo único que se nos ocurre es agrandar nuestra legislación; con mucha razón, Gabriel García Márquez se reía de los chilenos porque los quioscos están plagados de textos de leyes, que se venden a muy bajo precio. La ley se ha hecho para ser violada o, al menos, interpretada al amaño del lector.

El tema de la probidad es, a mi modo de ver, mucho más profundo: si el lucro es lo central de la actividad política, es evidente que en elector se va convirtiendo de ciudadano en un cliente que juzga a sus mandatarios según la capacidad para solucionar sus peticiones cotidianas; la valoración de cada autoridad no depende de su trabajo, sino de la capacidad para “conseguir proyectos estatales concursables”, que pueden ser de carácter local, regional o nacional. La posibilidad de tener éxito en la petición depende del concejal, alcalde, gobernador, diputado, senador o ministro; como la mayoría de la gente ignora a quién acudir ante sus necesidades, termina con más frecuencia en los diputados o senadores, cuya función es muy diferente de este mercado clientelista.

Si nuestra democracia marchara correctamente, los parlamentarios debieran ser legisladores, fiscalizadores y, sobretodo, orientadores de la opinión pública; para eso han sido elegidos y en eso consiste la representación; por el contrario, todo parlamentario debe dedicar un alto porcentaje de su tiempo a las llamadas semanas distritales, que consiste en escuchar, fundamentalmente, peticiones de sus electores: un puesto para tal, en la Escuela 2-E de Cabildo, una pega para un ex marino mercante que se marea en tierra, un cargo de aseadora, de $120.000, todas estas peticiones muy justas en un Chile muy cruel. Así, el parlamentario se convierte en un agiotista o tramitador de servicios, ante los organismos públicos. El clientelismo no está lejos del populismo y rebaja al ciudadano a la calidad de consumidor, que debiera ser controlado por SERNAC y no por el sufragio popular.

Por qué – y con mucha razón – la opinión pública tiene una visión tan negativa de los parlamentarios? Es justamente por el clientelismo, pero no es todo, y es que la democracia chilena es renga e imperfecta: el sistema electoral es una burla, hay senadores y diputados vitalicios, verdaderos señores feudales, con siervos de la gleba incluidos. Si la política es ingeniería electoral, lo que hay que construir son maquinarias de poder clientelista, que aseguren la eternidad del cargo, y de ahí a desviar fondos fiscales sólo hay un paso cada  vez es mas urgente  una nueva constitución  que incluya al menos:

  • la iniciativa popular en la gestación de los proyectos de ley, que convierta la ciudadano en un colegislador.
  • La revocación de todos los mandatos que emanen de la soberanía popular.
  • Plebiscitos periódicos, convocados popularmente.

Si los partidos políticos se convierten en federación de fracciones, con intereses comunes y orgánica propia, dejan de ser canales de opinión pública, transformándose en dadores de favores burocráticos a sus miembros; de ahí a la repartija, al compadrazgo y, en fin, a la corrupción, sólo hay un paso. Si no hay ideas y sueños comunes, el partido es sólo maquina  de poder 

Hay que cambiar, ahora, la forma de hacer política, debemos terminar con la monarquía presidencial, más poderosa que el absolutismo; el parlamento debe recuperar su dignidad, no sólo legislando y fiscalizando, sino también orientando y representando a la opinión pública. No puede ser que las encuestas de opinión se conviertan en el único método de selección de liderazgo, no puede ser que la farándula banalice a la política. Quiero una democracia de ciudadanos que constantemente fiscalicen la ética de sus representantes y funcionarios del estado. Esto es mucho más que la solución de parche de crear una ley cada vez que haya una evidencia de malversación de fondos públicos. 
27/02/09

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