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La magia del cambio

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El cambio es una palabra mágica en política y su sola mención logra movilizar a miles de electores. Sería impensable pensar en un político exitoso que no recurriera a la idea del cambio. En general, el concepto de cambio fue asociado a la izquierda; en la actualidad, lo utilizan, indistintamente, la izquierda y la derecha. Las elecciones, en una democracia formal, equivalen a unos festivales de promesas y esperanzas, para superar el marasmo en que se desarrolla la vida cotidiana. Personalmente, cada día me estoy convirtiendo en una persona más escéptica y creo menos en los augurios de transformación, en un mundo dominado por el darwinismo social.

Por el tema objeto de mi estudio, La Comparación entre ambos Centenarios de la República, he tenido que concentrarme en los historiadores y filósofos llamados decadentistas. Es evidente que ninguno de ellos es escéptico absoluto pues, en el fondo, Nietzsche, Schopenhauer, Spengler y Burckhardt, aunque rechazaron el nihilismo moderno, pretendieron superarlo con una nueva concepción del hombre y la sociedad, por muy reaccionaria que esta fuera. Quizás Burckhardt, que solamente abandonó Basilea – su ciudad natal- para visitar la Grecia idealizada del siglo IV y V antes de Cristo, y la Italia del Renacimiento, sea el más escéptico de estos pensadores de la decadencia, pues sólo se regocijaba en un pasado glorioso.

Nada más sin sentido que creer, como sostenía Margaret Thacher, que la política se ocupa solamente de los individuos y de sus familias, negándole su rol esencial de movilización social. Me parece haber leído en alguno sus epígonos chilenos una idea similar. En esencia, la política es social y no puede subsistir sin el cambio, que siempre es sinónimo de algo mejor que la actualidad: sin sueños, aun cuando estos sean ilusos, la política se convierte en pragmatismo y en una sucesión de castas que se reparten el poder.

La elección presidencial norteamericana es mil veces más interesante que la miserable política chilena actual: al menos en ella se plantean problemas y temas que son soslayados por nuestras dos castas políticas en disputa por el poder. Paradójicamente, los candidatos a la presidencia de Estados Unidos son menos pragmáticos que los chilenos. 

Ningún filósofo de la decadencia podría siquiera visualizar el grado de crisis a que ha conducido a Estados Unidos el gobierno de George W. Bush: a la fracasada guerra de Irak se le suma la peor crisis económica después de 1929; ya no sólo se trata de las hipotecas impagas, la insolvencia del sistema financiero, sino que también se agrega la mayor cesantía después de varias décadas. Esta crisis amenaza con ser universal: ya están prácticamente en recesión Japón y Europa, y no es raro que se agreguen los países emergentes de prolongarse la baja del precio de las materias primas. En un cuadro tan dantesco, no es extraño que surja la idea de cambio, tanto en demócratas, como en republicanos.

Las convenciones para nominar candidatos a la presidencia y vicepresidencia son grandes fanfarrias, al estilo del país del Norte; los publicistas, encargados de la puesta en escena, las dividen en diversas etapas: el primer día, la presentación de sus candidatos y sus familias – un momento emocional de catarsis afectiva-, el segundo, para los vicepresidentes, que no escatiman vituperios dimidos al candidato rival, la tercera, se convierte en la apoteosis de los dos candidatos; simultáneamente, cada acto e intervención son medidos por encuestas diarias, que van indicando el avance de uno u otro.

Cada Convención tiene su propio objetivo: en el caso del Partido Demócrata era necesario resudar la unidad quebrada, en una larga y combativa Primaria; Obama estaba obligado a reencantar a un sector que votó por Hillay Clinton, además, debía presentarse como una nueva versión de John F. Kennedy y lo demostró ampliamente haciendo gala de una extraordinaria oratoria. McCain tiene que lidiar con la pésima herencia de Bush, de quien intenta desmarcarse presentándose como un rebelde y un díscolo; a su vez, debía conquistar el sector religioso conservador, que constituye un amplio sector del Partido Republicano. En el fondo, ambos han logrado superar, en apariencia, estos obstáculos.

Barak Obama representa la juventud, el carisma, su inteligencia y el uso de métodos modernos, fundamentalmente Internet: McCain encarna la madurez, el veterano de guerra y sus ideas conservadoras, sin embargo, eligió como candidata a vicepresidenta una mujer joven, más conservadora que él mismo, cuya única experiencia es haber sido gobernadora de Alaska; la señora Palin constituye una novedad en la política norteamericana y no le ha faltado controversias. A diferencia de Chile, en la elección norteamericana hay bastante renovación del personal político.

El tema central de toda la campaña es cuál de los dos candidatos representa mejor el cambio y aquel que logre hacerlo tendrá, sin duda, un mayor apoyo popular. El desafío consiste en cómo encarnar el cambio en programas y medidas políticas y económicas que logren sacar a Estados Unidos del marasmo en que lo está dejando Bush; una cosa es la esperanza eleccionaria y otra., muy distinta, gobernar; hasta ahora, se desconoce, en ambos candidatos, cuán es el proyecto para enfrentar una crisis, que tenderá a radicalizarse durante el año 2009 y cuyo fin no se ve próximo.

En Chile, en diversos períodos los candidatos lograron movilizar a los electores en base a la idea del cambio y no todos ellos eran jóvenes:  Carlos Ibáñez, en 1952, era un octogenario, había sido dictador, pero venció en base a la esperanza de que la escoba barriera a los políticos radicales; Jorge Alessandri también un anciano y logró triunfar gracias al estilo de propaganda norteamericano, donde copió integro un cartel que representaba al tío Sam indicando con el dedo “a Usted lo necesito”, además, utilizó el dicho popular del “paleta” – el hombre que hace favores-  el pueblo, tontamente, creyó que porque era rico su gobierno no iba a robar, (espero que, esta vez, el pueblo no repita la misma estupidez); la campaña de Eduardo Frei Montalva estuvo centrada en la idea de que todo tiene que cambiar, estribillo que repetían diariamente, las radioemisoras; en 1999, Joaquín Lavín creyó que había descubierto la idea del cambio y, con buena demagogia, empató con Ricardo Lagos en la Primera Vuelta. Al parecer, Sebastián Piñera quiere imitarlo, pero afortunadamente los chilenos, cada día, están un poco más advertidos y no se tragarán la tontera de la alternancia.

Sin utopías, sin sueños, sin esperanzas, sin promesas de cambio, la política pierde todo sentido y se transforma en un asunto de pragmáticos, tecnócratas y burócratas, amantes del poder desnudo, sin ética, sin generosidad y, finalmente, sin pueblo. Una alternancia de castas egoístas y personalistas. Mucho me temo que estamos cayendo, producto del crudo darwinismo social, en un marasmo parecido y, para consolarme, como viejo escéptico, vuelvo a leer la maravillosa obra Historia de la Cultura Griega, del profesor de Basilea, Jacob Burckhardt. Puede ser un placer decadentista, pero mucho más entretenido que la confusa política actual chilena.

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