Sao Paulo.- “Este dinero no es de nadie. Es dinero público, de la alcaldía”, le dijo el empresario André Wertonge Teixeira a Bruno Marzao, asesor de la alcaldesa de Magé (RJ), en una grabación aportada por la investigación de fraudes en compras que habrían generado en un año un perjuicio de US$ 40 millones en seis alcaldías fluminenses.
Ésa es la lógica de todos los que abusan de los recursos públicos. Fingen ignorar que se trata de dinero del pueblo. Con razón dice Aristóteles: “El poder despierta la ambición y multiplica la codicia”.
La poderosa máquina del Estado no genera ni un centavo, capta millones a través del insaciable apetito del León: la multiplicidad de impuestos, que ahora la reforma tributaria promete reducir, unificar y hasta eximir… a los ricos, evidentemente.
Son ustedes, lector y lectora, los que con su trabajo sustentan a los gobiernos y pagan todos los salarios, desde el presidente de la República hasta el limpiador de la calle, desde los jueces hasta el portero de la escuela municipal. Ahora bien, la idea de que el dinero público “no es de nadie” suscita, en personas desprovistas de valores éticos, aquella ansia de quien encuentra en la calle un billete de veinte dólares: lo que no es de nadie, es mío. Así, lo público es apropiado por lo privado y lo colectivo por el individuo.
¿Por qué existen tarjetas de crédito y de débito? Porque incentivan el consumo y evitan que se lleve dinero en el bolsillo en estos tiempos en que los amigos de lo ajeno andan al acecho. La posesión de la tarjeta hace perder un tanto la dimensión de los gastos. Basta con pasar la moneda de plástico por una maquinita y de repente el producto está adquirido y la cuenta pagada.
Si ese síndrome del consumismo es estimulado por las operadoras de tarjetas, que cobran por ello intereses exorbitantes, ¿qué decir del funcionario público que trabaja con dinero que no es suyo? Si no discierne entre lo suficiente y lo bastante, cae fácilmente en la tentación. Ahorra su dinero y se va de juerga gratis con el “dinero de nadie”.
Es claro que, entre los 11 mil portadores de tarjetas corporativas del gobierno federal, no todos son tan glotones en el consumo como el rector de la universidad de Brasilia. La mayoría es gente honesta y juiciosa.
Y muchos servidores ni siquiera aceptan el usar tarjetas, presintiendo que la ocasión hace al ladrón. Pero todo indica que algunos no han tenido el menor escrúpulo de fundir nuestro dinero en consumo innecesario, superfluo. Y si son descubiertos, aún persisten en llamarnos tontos, al presentarnos malabarísticos justificantes de cómo esquilmaron las arcas públicas.
Ahora la CPI promete investigar el uso y abuso de las tarjetas, para saber cuáles pasaron de corporativas a cooperativas… por supuesto para bienestar del usuario. Planalto por una vez se agilizó y dio instrucciones que limitan las retiradas de dinero. Reconociendo, pues, que había algo podrido en el reino que no es precisamente Dinamarca…
¿Quién teme al CPI? Si los portadores de tarjetas actuaron con integridad, que se investigue y se demuestre ante la nación que son calumniosas las denuncias de malversación. Si hay corrupción, el gobierno debe anticiparse y castigar ejemplarmente a los culpables. Lo que no se explica es el temer la transparencia en el uso del dinero público. Puesto que, naturalmente, siempre es de alguien. Es de todos nosotros, los que trabajamos, producimos riquezas y pagamos impuestos.
Y esperamos reciprocidad a la altura de nuestros derechos y necesidades. Tenemos pues el deber de fiscalizar y exigir rendición de cuentas de la fortuna depositada en manos de las autoridades gracias a nuestra sangre, sudor y lágrimas. Solamente en enero de este año, y sin contar la CPMF, el gobierno federal recaudó casi US$ 25 mil millones.
Hace 119 años Dom Pedro II escribió en carta del 10 de enero de 1889: “La política de nuestra tierra cada vez me repugna más el comprenderla. Ambiciones y más ambiciones de lo que es tan poco ambicionable”.
Trabajar con dinero ajeno exige humildad, vocablo que deriva de ‘humus’, tierra, tener los pies en la tierra y no la cabeza en las nubes.
También requiere autoestima, saber vivir según las limitaciones de sus propios recursos, sin envidiar a los ricos ni pretender ingresar en el selecto club de la opulencia por la rendija del fraude.
Si existe corrupción se debe a una única causa: la impunidad.
(Traducción de J.L.Burguet)
– Frei Betto es escritor, autor de “Calendario del Poder”, entre otros libros.
* Fuente: Agencia Latinoamericana de Información
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