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Las leyes liberticidas

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Afortunadamente, en el período republicano existían unos cuantos políticos libertarios, hoy apenas se pueden contar con los dedos de la mano: me estoy refiriendo a un liberalismo político, al estilo de Isaías Berlín y no al económico, que desprecia la democracia, donde la única libertad reconocida es la del mercado y la propiedad. En 1948 se discutía en el Senado la famosa “ley de Defensa de la Democracia” llamada, muy justamente, la “ley maldita”. Los senadores libertarios se oponían a su promulgación pues, acertadamente, sostenían que las ideas se combaten con ideas y no con fusiles. Eran los valientes de siempre: Carlos Vicuña Fuentes, Pedro León Gallo, Alberto Cabero y Rafael Luis Gumucio Vergara, entre otros. Según el historiador Gonzalo Vial, el Ministro del Interior Salas Romo dijo a Carlos Vicuña Fuentes “que estaba dominado por un romanticismo caduco, que añoraba las libertades de otras épocas…”. Mi abuelo, Rafael Luis Gumucio Vergara comentó “tales palabras las recojo para mí; yo también estoy dominado por el romanticismo caduco, añoro las libertades de otra época y siento instintivamente irritación contra las instituciones autoritarias”.

¡Qué diferencia con la actualidad! Socialistas, PPD y demócrata cristianos, traicionando sus orígenes y a los padres fundadores, defienden leyes liberticidas, como la antiterrorista, especialmente aplicada a los sindicalistas y mapuches. Confieso que me invadió un sudor frío al leer las opiniones del subsecretario del Interior sosteniendo que las leyes antiterroristas se aplicaban en todo el mundo.

Es cierto que en Estados Unidos existe la ley patriótica, por la cual cualquier ciudadano puede ser controlado en su vida privada y acusado de terrorista sin mayores pruebas; también existe Guantánamo, donde se aplica tortura y terrorismo de Estado, lo mismo ocurre con el Plan Colombia y la Seguridad Democrática. Son tan terroristas los secuestros perpetrados por las guerrillas, como los asesinatos por parte de los paramilitares y el cerco que ahora quiere poner en práctica el presidente Álvaro Uribe. Mucho se ha escrito sobre el terrorismo de Estado, que no sólo practican las dictaduras, sino también las llamadas democracias occidentales. No voy a extenderme en este acápite que amerita otro largo estudio.

 Personalmente, me repugna toda violencia armada venga de donde venga y siempre he militado en la no violencia activa – la oposición de conciencia contra la tiranía – y solamente acepto, en la teoría de Santo Tomás, el rechazo radical a cualquier tiranía, aun cuando se disfrace de ropajes democráticos, como ha ocurrido muchas veces en la historia.

La historia chilena está colmada de leyes liberticidas: en 1918 un jerarca conservador propuso y logró la aprobación de la Ley de Residencia, supuestamente para perseguir a los agitadores extranjeros que propagaban el anarquismo que, en Chile, eran vegetarianos y artesanos, bastante pacifistas. Por cierto, había una contradicción entre el discurso y la acción política. Esta Ley sirvió para reprimir y expulsar del país a muchos tranquilos y afables trabajadores; en 1948 se promulgó la famosa Ley de Defensa de la Democracia, que borró de los registros electorales a los comunistas; pero la persecución se amplió a sindicalistas independientes, socialistas y falangistas. Por cierto que no se le puede pedir a los actuales demócrata cristianos, muchos de ellos empequeñecidos moralmente, que tengan el valor y la inteligencia de don Horacio Walker y de Radomiro Tomic, quienes, en brillantes discursos, defendieron la tesis de que las ideas se discuten con ideas y no con cárceles, relegaciones y exilios. En 1958, el Bloque de Saneamiento Democrático, formado por socialistas, falangistas y radicales, derogó la “Ley Maldita”. Lamentablemente, los parlamentarios la reemplazaron por la Ley de Seguridad del Estado que, en forma leguleya, distinguía las ideas de las acciones contra el Estado. Bajo esta Ley se perpetraron matanzas, como la de la población José María Caro, durante el gobierno gerencial de Jorge Alessandri y la del mineral del Salvador y Puerto Montt, durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva. El tema central, antes y ahora, es la defensa de la sacrosanta propiedad privada. Esta ley liberticida permitió, también, que el presidente de la CUT, don Clotario Blest, pasara gran parte de sus días recluido en la cárcel.

Las bayonetas y las cárceles no congenian con la democracia, Creo que la democracia se defiende con más democracia, con mayor participación popular, con la amistad cívica y, jamás, con la cárcel, exilio y relegación de quienes luchan por sus derechos conculcados.

Es mejor recurrir al original y no a las fotocopias para explicar el concepto de la democracia protegida, es decir, encapsulada respecto a los ciudadanos. El verdadero genio de esta sui generis concepción fue Jaime Guzmán Errázuriz, fundador de la UDI; en sus postulados se trata de despreciar la soberanía popular y convertir a las instituciones en entes aislados de los ciudadanos, con lo cual se lleva a cabo un juego versallesco, intrascendente y “farandulero” ; se separa, radicalmente, las reivindicaciones sociales de las políticas prohibiendo a los dirigentes sindicales postular a cargos de elección popular. Una máquina perfecta para que existan sólo dos combinaciones políticas que se repartan el poder. Si alguien osa rebelarse se le aplica una criminal ley antiterrorista. Pensar distinto equivale a ser terrorista.

Desde siempre, las distintas plutocracias han acusado a los agitadores de provocar revueltas en el pueblo; hábilmente los acusan de ser una minoría ideologizada que engaña a un pueblo pacífico y trabajador, que está muy contento con su situación. Algo similar ocurre hoy con los mapuches. Según el ministro José Antonio Viera-Gallo, sólo una minoría se rebela contra las injusticias ancestrales, perpetradas contra los pueblos originarios. Agitadores, según la plutocracia, fueron: Luis Emilio Recabarren, Luis Olea, Clotario Blest, Elías Lafferte, Pablo Neruda y Volodia Teitelboin, entre otros.

Arauco tiene una pena
El paje tuerto, Alonso de Ercilla – sobrenombre dado por mi hijo, Rafael, y que se salvó de la muerte, que le quería aplicar el apitutado gobernador García Hurtado de Mendoza, el padre del nepotismo, práctica que se ha hecho consubstancial a nuestro ethos nacional – inventó en La Araucana una épica mitológica del pueblo mapuche: Lautaro es el genio militar, siglos antes de Napoleón; Caupolicán resiste, heroicamente, el castigo de la pica; Guacolda y Fresia son las grandes matronas símbolos, que incitan a sus hombres a la lucha y, así, otros grandes héroes. Durante largo tiempo los mapuches no sólo resistieron, sino que vencieron, en sucesivas batallas a los españoles. ¡Ay de que los peninsulares pasaran el Bío Bío o el Maule!

Nada más enriquecedor que leer a los grandes cronistas y dejar de lado a los historiadores racistas, como Francisco Antonio Encina, que despreciaba a los mapuches, en una mala copia del racismo de la obra de Nicolás Palacios, La raza chilena. Encina consideraba a los mapuches como un pueblo borracho, polígamo, de un idioma y religión muy primitiva, pero guerrero e indomable.

En el siglo XVII el padre Luis de Valdivia, un jesuita que tenía más santos en la corte que en el cielo, sostuvo la tesis de la “guerra defensiva”: había que parlamentar con los mapuches y delimitarles su territorio al sur de Bío Bío. Por cierto que, a veces, los mapuches se rebelaban y asesinaban a algunos jesuitas que pretendían convencerlos de que Jesús era el Gran Cacique, y que debían abrazar la fe y abandonar sus malas costumbres, entre ellas la poligamia.

Felipe III decretó la esclavitud de los mapuches que fueran hechos prisioneros; por lo demás las mercedes de tierra siempre incluían mapuches. Sólo Carlos II terminó, en parte, con la esclavitud de nuestro pueblo originario.

La utopía, el cristianismo y la sed de riqueza caracterizaban la llamada, erróneamente, conquista pues ésta nunca existió. El único conquistador conquistado, según Santiago del Campo, fue Pedro de Valdivia, que terminó prendado ante las bellezas de nuestra tierra. Don Pedro era un gran mentiroso – aún actualmente estamos llenos de fabulistas – como el rey estaba muy lejos y “no había internet” Valdivia podía inventar lo que quisiera y el monarca tenía que creerle. Veamos, por ejemplo, la carta que le envía en 1550:
            
“Esta tierra es tal, que para poder vivir en ella y perpetuarse no la hay mejor en el mundo, dígolo porque es muy llana, sanísima, (afortunadamente no conoció la plaga de ratones del hospital Salvador) de mucho contento; tiene cuatro meses de invierno no más, que en ellos si no es cuando hace cuarto de luna, que llueve un día o dos, (al parecer, a Valdicia le tocó el fenómeno de la “la niña”, con sequía y todo) todos los demás hacen tan lindos soles que no hay que allegarse al fuego. El verano es tan templado y corren tan deliciosos aires, que todo el día se puede estar el hombre al sol que no le es inoportuno”, ( intente hacerlo hoy y quedará más quemado que un lechón a viva llama).

Como en las antiguas novelas de entrega, que publicaban los Diarios de antaño, dejaré para un próximo capítulo el genocidio perpetrado por el ejército de Chile contra el pueblo mapuche, en la mal llamada “Pacificación de La Araucanía”.

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