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La ministra Provoste avistó lluvia y pingüinos en pleno desierto

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Son la una de la tarde y el Congreso de Historiadores está llegando a su fin. El antiguo teatro de Humberstone está repleto de historiadores y estudiantes de historia que han participado en el evento a lo largo de la semana. No logro entrar al local, pues entre quedarme de pie en un rincón, dentro de la enorme sala, opto por quedarme junto a la puerta del ingreso principal, donde al menos corre una leve brisa.

En el micrófono es leída una ponencia que cierra la actividad antes de iniciar un acto cultural en el cual un grupo folklórico, formado por estudiantes universitarios de la ciudad, presentará la Cantata Santa María de Iquique. [Nota: Estamos tratando de conseguirlo el texto de esa ponencia para entregarlo a Uds., pues se trata de una visión muy crítica de la realidad que vive nuestro país impuesta por el neoliberalismo desatado que vivimos y cuyos efectos son sufridos por los más diversos sectores sociales del país, de sur a norte]

Todo transcurre normalmente. Mientras escucho, mi vista se pasea por los rincones del inmenso local de madera. Trato de imaginarme todo lo que ocurría aquí en el pasado, lo que debe haber vivido el vasto y amplio escenario

Termina la lectura del documento y comienza una ceremonia típica de premiación y homenaje, en que se entregan diplomas y similares a participantes y visitas destacadas. Llama la atención la ovación, con aplausos y gritos, cuando se menciona a la señora Magdalena Cajías, historiadora y ministra de educación de la hermana república de Bolivia.

Estamos en medio de la ceremonia, desde afuera del local llegan acordes musicales de quenas y charangos del grupo folklórico que se prepara para su próximo ingreso.

Son la 13:30 horas cuando siento que me empujan a un lado, me doy vuelta para mirar buscando la causa de lo que ocurre y veo que un par de hombres abre paso a Yasna Provoste, profesora de gimnasia y ministra de educación de Chile, que trata de entrar a la sala. Conocedor desde semanas del programa del Congreso de Historiadores, me sorprende, pues nunca se habló de la participación de la ministra. Más aún, he conocido de los esfuerzos por financiar esta actividad por organizaciones locales. Se que no ha sido fácil lograr reunir los medios para cubrir los gastos que provoca un congreso de la envergadura y características de este. Y se que el ministerio de educación no ha entregado ni un recurso en apoyo. ¿Qué hace pues la señora ministra aquí? ¿Busca titulares en la prensa local? ¿Busca que le salpique algo del buen logro de lo realizado?

“Allí están, esos son, los que venden la educación”
Su aparición en la sala es motivo suficiente para que comiencen a escucharse rechiflas y gritos de rechazo. En medio del caos que se crea, la ministra avanza con una sonrisa nerviosa hacia un puesto que le ofrecen en el centro de la primera fila. La comitiva que la acompaña trata de seguirla, algunos con sonrisas forzadas se abren paso tras de ellas y otros, concientes de que “el horno no está para bollos” prefieren quedarse atrás. Comienza a volar papel picado o pequeños panfletos, no lo sé, desde la galería del teatro, que se ve repleta de jóvenes estudiantes. Poco a poco se va imponiendo un grito, que además muestra la excelente acústica de la sala: “Allí están, esos son, los que venden la educación”, lo que se mantiene por largo rato, entre silbidos, pateo rítmico en el suelo de madera.

El principal organizador del congreso, el historiador Sergio González, decide abrirse paso hasta la tribuna, al ver que la persona que ha moderado el acto no es capaz de salir de su sorpresa y ni siquiera intenta poner orden. Como persona ajena a la ciudad, pienso que lo que hace González, en un momento de mucha tensión, demuestra un gran valor en él. Internamente pienso que no me gustaría estar en su pellejo. “Buena idea, pienso, con su prestigio frente a los estudiantes, seguramente va a lograr, con un par de buenos argumentos, crear condiciones para seguir con una actividad que es de neto carácter académico. Suerte!” Pero, Gonzalez se para frente al micrófono y no pasa nada. Los gritos en rechazo a la ministra continúan. Por fin Gonzalez comienza a hablar recordando el carácter del evento en que nos encontramos y comienza a hacerse silencio. Lo logró, pienso yo. “Les recuerdo, dice el profesor Gonzalez, que nos encontramos aquí conmemorando los tristes hechos que se produjeron hace un siglo a causa de la intolerancia”. No bien terminaba de decir su frase, cuando los gritos resurgen, con mayor fuerza que antes. En medio del caos y la mezcla de silbidos, ruidos rítmicos de palmas y taconeos en el piso, alguien grita desde la galería. “¿Tolerancia?, ¿hasta cuando se nos pide tolerancia a nosotros?  ¿Y Uds.? ¿Cuándo?”.

Son ya las 13:40 horas. Veo que algunos de los rostros en mi entorno se voltean hacia la plaza y mi curiosidad me lleva a hacer lo mismo. Allí veo a un grupo de carabineros que se forman y comienza a recibir instrucciones de un oficial. Veo a dos vehículos policiales que antes no había visto.

Adentro de la sala comienzan a imponerse un grito que anteriormente se mezclaba con muchos otros. Ahora el coro es unánime: “Qué se vaya la ministra”, terminando con un breve y rítmico Bator de palmas. “Qué se vaya la ministra”.
Por la puerta trasera del teatro, que es la que permite la entrada a la galería (en los teatros de la pampa, como en toda estructuras de pueblos y oficinas, la segregación era total. Los empleados en un lado, con su propias puertas y accesos, los obreros en otro, sin mezclarse con los señores empleados), comienzan a salir jóvenes a la plaza. Afuera, todos conversan, discuten, pero en un tono normal. Dentro de la sala, sin embargo, sigue el caos. 

A las 13:45 horas el profesor Gonzalez dice al micrófono. “Bueno, entonces daremos paso al acto cultural, cerrando este encuentro”. El grupo folklórico que ya había ingresado al escenario, comienza a pulsar sus guitarras y charangos.
Me alejo de la puerta y camino hacia los stands que se han ubicado al otro costado de la plaza, ofreciendo libros y recuerdos del congreso y el lugar. Estoy entretenido en eso cuando veo que vuelve el caos a la entrada del teatro. Se acerca un auto a ese punto, escoltado por un auto de carabineros. Se escuchan gritos y vuelan chorros de agua mineral y sus envases (por fortuna de plástico).

Son las 14:03 hrs. Veo pasar a pocos metros, raudo, un auto policial y el auto de la señora ministra, que desaparece en una esquina de Humberstone, la pequeña ciudad salitrera. El parabrisas va mojado, como si viniera viajando a través de la lluvia. Es una lluvia que le han traído los pingüinos de ayer. Me pregunto ¿Qué pensará? ¿Qué se sentirá ser repudiado por aquellos que se supone tendrían que estar a su lado? Sentada en el mullido sillón del vehículo ministerial ¿se preguntará si están haciendo algo mal? o ¿harán lo mismo que hacen los poderosos?: rumiar su indignación y pensar que todos esos jóvenes son unos desagradecidos, unos provocadores.

Hoy será el acto oficial del gobierno en conmemoración del Centenario. Ya está listo un gran escenario, espléndida iluminación, sistema de sonido, barrera de control para lograr que entren solamente los invitados, los demás, como en los tiempos de la pampa salitrera, tendrán que observar y escuchar desde lejos. Quilapayún, el mismo grupo que en los años 60 eran parte del alma del movimiento popular chileno, subirá al escenario a interpretar la Cantata, a narrar en versos y canciones la masacre ocurrida a pocos metros de ese escenario. Amigos en Iquique me contaban que el “Quila”  (“Guitapayún”, como le llama otro amigo) estuvo hace unas semanas en la ciudad presentando su show, a $ 6.000 pesos la entrada más barata (unos US$ 12).

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1 Comentario

  1. Tatiana Lobo

    El capitalismo es ladròn per se. Roba trabajo, roba plata, roba paisajes, roba memoria, roba músicos… .

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