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La Insolencia de la Clase Política

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En La Nación del domingo 9 de septiembre, Fernando Gaspar, en su columna, trata de explicarse el estado actual de la derecha chilena, en particular de la derecha autoritaria que representa la UDI. Le asombra la ausencia de reflexión política, "la tendencia a utilizar la descalificación personal, la ofensa pública y la denuncia sin fundamento", que es un estilo que cultivan sus políticos. También, dice Gaspar, a esta derecha le siguen resultando incómodos "los temas de derechos humanos", y continúa ejercitando "el arte de la denuncia efectista y sin fundamento".
Así las cosas, dice Gaspar, parece evidente que podemos anticipar un quinto gobierno de la Concertación.
Gaspar no se equivoca. Esta actitud de la extrema derecha ha sido censurada y rechazada repetidas veces por la opinión pública, que es la razón que explica porqué los errores de gestión del gobierno no redundan en beneficios ni puntos políticos para la derecha. En las encuestas, y se viene repitiendo esta situación desde hace más de medio año, baja la apreciación de los ciudadanos en cuanto a la gestión de gobierno, pero al mismo tiempo desciende la aprobación de la oposición.

Una de las críticas más frecuentes es que la derecha crispa e irrita la vida política sin que sea evidente el sentido de esta estrategia.

Quizás debilite al gobierno, pero la opinión pública la rechaza y, en realidad, termina debilitando a la propia derecha. Produce una cacofonía estridente sin objeto alguno, fútil, llena de acusaciones huecas y exageradas, muy parecida a la igualmente desdichada oposición de la derecha al gobierno socialista español. Obliga a los ciudadanos, y a políticos y funcionarios, a un permanente desgaste en pequeñas odiosidades, rendición de cuentas o inútiles o insignificantes.

Gaspar tiene toda la razón. Lo más sorprendente, creo, es que pese a la irritación de la opinión pública, pese a la pérdida de apoyo en amplios sectores de la ciudadanía, pese a la futilidad de muchas iniciativas, la derecha autoritaria, y la presuntamente liberal, insisten en continuar esa estrategia, que creen que es una estrategia de desgaste. Más rechaza la ciudadanía la gestión de la oposición derechista, más se emburra y persiste ésta en el griterío, los aspavientos y los desdenes desmelenados.

Y es esta conducta la que me sorprende. ¿Cómo pueden actuar de este modo esos políticos pese al generalizado rechazo de la población? ¿No tienen interés en que las cosas cambien? ¿Les deja indiferentes lo que piense la ciudadanía? ¿Les tiene sin cuidado llegar legítimamente al palacio de gobierno? ¿O, según decía un conocido comentarista político, no les interesa ser gobierno porque la Concertación, que gobierna para las neoliberales clases ricas, lo ha hecho muy bien estos últimos veinte años -quizás mejor que la derecha misma, que representa naturalmente los intereses de esas clases?

Pero esta actitud de arrogancia, indiferencia, desdén e insolencia no es monopolio de la derecha. Lo comparte también el gobierno socialista o concertacionista. Hoy mismo hemos presenciado una nueva muestra del autoritarismo y arrogancia del gobierno cuando prohibió que los manifestantes que rendían homenaje a las víctimas de la salvaje dictadura pasaran por la calle Morandé, que es la calle donde está la puerta por donde salieron las primeras víctimas de ese régimen.

Es difícil imaginar una decisión tan bruta e insolente. La presidente tomó una lamentable decisión. Aunque sólo fuera por razones simbólicas, el palacio de gobierno, lo mismo que las calles adyacentes y en realidad todas las demás, pertenecen al pueblo, no a las autoridades. Ningún criterio, ninguna argucia, ningún truco de circo puede ocultar lo que es obvio. Simplemente no corresponde que el gobierno se arrogue ese derecho, sea o no parte de sus competencias. Y la argumentación del gobierno, ciertamente, es una increíble insensatez: dice que prohibió que los manifestantes pasaran por esa calle porque el año pasado un agitador anarquista arrojó una bomba incendiaria que quemó una de las ventanas del palacio. Un argumento francamente burro.

El gobierno también olvidó algo más: el palacio de gobierno es donde encontró la muerte Salvador Allende, que sigue siendo el presidente de los chilenos de bien. El palacio es también un templo, por decirlo así. Y en la plaza de ese templo hay una estatua del presidente de Chile, al que los manifestantes querían rendir homenaje por su lucha por el bienestar y la dignidad de las clases pobres.

No pudo ser. Lo impidió un gobierno socialista. ¿De dónde proviene tanta arrogancia y tanto desprecio por el pueblo por el que Salvador Allende dio su vida? ¿Y cómo entender esta actitud en políticos que son tan surrealistamente miembros del mismo partido que el presidente Allende?

Esta actitud insolente ya se había advertido cuando las negociaciones en el parlamento para el aumento del salario mínimo, antes de la súplica de monseñor Goic. En esos días se acercó a los políticos el dirigente sindical Arturo Martínez a pedirles que consideraran aumentar el salario mínimo a 180 mil pesos. Imagino que Martínez no llegó más allá de las puertas del palacio, si es que pudo llegar hasta allí. Su petición fue rechazada y ridiculizada. Los políticos se pusieron de acuerdo entre ellos, y posteriormente se felicitaron amplia y públicamente por el buen resultado de las negociaciones. Así es rico hacer política, llegó a decir la señora del palacio. Los políticos habían acordado, entre gallos y medianoche, que subirían el salario mínimo en unos ocho mil pesos, de 135 mil pesos a 144 mil pesos, algo así como el seis por ciento. Se felicitaron en todos los tonos en lo que era evidentemente un abuso que para los católicos se hizo obviamente intolerable.

Aparte de este bochornoso espectáculo, a ese seis por ciento habrá que descontarle el 3.4 por ciento de inflación de 2006 y la inflación acumulada en 2007, que sabemos que va en un cinco por ciento. En otras palabras, el aumento salarial se reduce en realidad a nada. Una verdadera vergüenza.

Y cuando los católicos, encabezados por monseñor Goic, reclaman contra esta patente y escandalosa burla, el gobierno, en lugar de actuar, nombra una comisión de casi cincuenta miembros que deberán, ellos, de aquí a unos meses (que se volverán años), proponer al gobierno un proyecto de reforma salarial, todo lo cual es una iniciativa espúrea, habida cuenta que en dos años ya tendremos nuevamente cambio de gobierno.

Y sorprendente es que en esa comisión oficial no hay dirigentes sindicales ni pobladores ni trabajadores contratistas ni niños explotados y abusados, ni asesoras del hogar, en fin, nadie de esas clases sobre cuyas necesidades un grupo de señorones y señoronas diplomadas y bien pagadas deben decidir cómo deben mejor satisfacerlas para no morir de hambre y abandono.

Porque en Chile, espantosamente, los trabajadores no escapan de la miseria con su trabajo, sino que trabajando se hunden más en ella.

Dice Gaspar refiriéndose a la extrema derecha y a la conducta que explicamos al principio de este escrito (de insolencia, arrogancia e indiferencia hacia la ciudadanía), que esta conducta se explica porque la derecha permanece "aferrada al banco de los resentidos con la libertad y la democratización en la sociedad chilena", porque sus políticos sienten nostalgia por la dictadura y porque creen que sería mejor que en Chile no cambiara nada nunca.

Yo tiendo a pensar que esta actitud, que, como digo, comparten derecha e izquierda, gobierno y oposición, no puede explicarse solamente de este modo. Tratándose de un mal que afecta a la clase política en su conjunto, debe haber una sola explicación para esta insolencia.

Y me parece evidente que la explicación reside en que Chile es un país sin democracia, donde los políticos y partidos de los dos bloques establecidos se repartirán siempre a su buen entendimiento no solamente los recursos del fisco, sino también y eternamente todo el poder que se permitan. Porque los legisladores que tendrán los chilenos son, en lo que los políticos llaman el sistema político chileno (el sistema binominal, que no sé dónde en el mundo es reconocido como democracia), conocidos de antemano y serán perpetuamente los mismos.

Así se explica que no les interese en absoluto ni lo que piense la ciudadanía en las encuestas ni cómo voten los chilenos en las urnas, porque los resultados de las votaciones son irrelevantes para la clase política. Veamos un ejemplo. De los 38 senadores que tiene Chile, sólo 19 son elegidos. Los otros 19 son designados por el sistema. ¿Curioso?

El régimen político establece que, presentadas dos listas o pactos o conglomerados o bloques, si en una circunscripción electoral (Chile tiene 19) la primera mayoría electoral la obtiene digamos el Pacto 1, el segundo candidato elegido (porque cada circunscripción sólo elige a dos legisladores senatoriales, por ejemplo) es automáticamente el primer candidato del Pacto 2, independientemente de la votación efectiva, a menos que el segundo candidato del Pacto 1 doble la votación del primer candidato del Pacto 2.

O sea, si en las próximas elecciones legislativas la población elige propiamente a 19 candidatos, y si estos candidatos son del Pacto 1, los otros candidatos designados serán 19 candidatos del pacto opositor o Pacto 2. Así se anulan efectivamente los resultados en las urnas.

Poco importa cuántos ciudadanos voten. Esos resultados serán siempre así, nada puede cambiarlos. Voten cinco millones o diez mil, los resultados serán siempre invariables. Y aunque la posibilidad de incluir un tercer pacto existe en la ley, es de todos modos igualmente ridículo, porque el candidato del Pacto 3 también se enfrenta a los mismos mañosos e insuperables obstáculos.

Obviamente, es una democracia manipulada por un payaso atormentado. Y en este caso se trata de un tenebroso personaje, porque esta extraña y kafkiana democracia, la inventó nada menos que el general comunista polaco Jaruselsky cuando intentó limitar el poder de los sindicatos del país en 1981 y perpetuar en el poder a los comunistas.
Con este sistema se ha formado una poderosa clase política que comparte intereses muy precisos de supervivencia. Los escaños de los partidos de gobierno y los escaños de la oposición están asegurados por siempre. Bien podrían los chilenos votar una sola vez en la vida, pues nada cambiaría. Y poco importa por quién voten los ciudadanos, porque si votas por el candidato 1, el sistema te impone al candidato 2, tenga o no tenga votos. Y si votas por el candidato 2, el sistema te impone al candidato 1.

Dice la extrema derecha que este sistema garantiza la estabilidad política de Chile. Vale decir, les asegura el poder político eterno y una buena tajada del erario público independientemente de la voluntad de la población, porque si el sistema fuera una democracia normal, como las que conocen los países civilizados del mundo, es muy probable que la extrema derecha desaparezca simplemente del mapa político chileno.

En Chile los políticos han conformado una clase aparte. Fijan alegremente un salario mínimo de hambre (144 mil pesos) para el pueblo trabajador y casi 15 millones para ellos mismos (aunque finalmente sólo se metan al bolsillo cinco millones). Un legislador en Chile gana 104 veces más que un trabajador; en el mejor de los casos, 34 veces más. Y, oh portento y milagro, los payasos se fijan ellos mismos el salario, mientras que el de los trabajadores lo determinan los patrones en, como sabemos, alegres tertulias con los legisladores que el buen pueblo cree que elige.

Entonces se explica lo que presentimos: a nuestros legisladores les da un bledo lo que ‘determine’ la ciudadanía en las urnas, porque ellos, sustentándose en una Constitución escrita con letra chica, estarán siempre ahí gobernándonos, nos guste o no, nos opongamos o no. Y seguirán pensando que una familia política, extrañamente, necesita 104 veces más dinero para sobrevivir que una familia de chilenos corrientes.
La derecha y la extrema derecha seguirán actuando de la misma manera.
Los partidos y políticos de gobierno seguirán actuando de la misma manera. La clase política no depende de nuestros votos. Lo que pensemos los ciudadanos les deja fríos. No contamos. De ciudadanos no tenemos más que la chapa, porque en realidad somos esclavos y siervos.
¿Cómo terminar con esta burda farsa?

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