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Diego Portales se niega a penetrar en el «peso de la noche»

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El Canal Trece está exhibiendo una serie de programas sobre la biografía de los héroes de nuestra historia. El  episodio del domingo, 2 de septiembre, estuvo dedicado a Diego Portales. No tengo idea del rating que logran estos programas de cultura entretenida, sin embargo, es importante que la televisión permita abrir debates sobre aspectos importantes de la historia patria.

La forma de morir muchas veces determina el mito que rodea a las grandes personalidades, sobretodo, si es violenta y en la plenitud de la vida. Así pasó con los suicidas José Manuel Balmaceda y Salvador Allende y lo mismo ocurrió con don Diego Portales Palazuelos, asesinado (o asesinado), en el Cerro Barón. Francisco Encina, iluminado por el pájaro azul de la historia, relata, con lujo de detalles, la muerte del famoso ministro. Los balazos dieron en sus pulmones y su cuerpo agónico empezó a saltar; Florín ordenó asestarle 36 bayonetazos, hasta uno de ellos dio en pleno corazón del agonizante. El 6 de junio de 1837 comienza a gestarse el famoso “mito portaliano”, una construcción alegórica en la cual a aristocracia convierte al ministro Portales en un héroe, un santo, en fin, en el padre de la república que lleva su nombre.

Hay varios Portales, muy diferentes unos de otros, que no corresponden, en ningún caso, al relato clásico de la tragedia griega; en primer lugar, el Portales biográfico, el hombre de carne y hueso, es totalmente diferente al mito construido en la posteridad; Portales gobernó muy poco, apenas unos dos o tres años; de 1830 a 1837 fue vicepresidente de José Tomás Ovalle, ministro de Guerra, Relaciones Exteriores y Culto, de José Joaquín Prieto; durante un período fue gobernador de Valparaíso y, simultáneamente, se dedicó a sus negocios personales. En segundo el lugar, hay un Portales, invento de los historiadores, políticos y publicistas, donde ninguno de ellos ha podido dejar de referirse al alma en pena de don Diego; algunos lo alaban y otros lo vituperan; extrañamente, liberales como Benjamín Vicuña Mackenna e Isidoro Errázuriz, aunque abominan de su dictadura, terminan retratándolo en términos alabanciosos – “el revolucionario de los hechos”, lo llama Errázuriz -; pero quienes inventaron en realidad el mito portaliano son los historiadores decadentistas y spenglerianos, fundamentalmente Alberto Edwards Vives y Francisco Antonio Encina. En tercer lugar, la realidad del “mandón” dictador del “peso de la noche”.

El mito portaliano, inventado por los historiadores, tiene vigencia hasta nuestros días: si bien Mario Góngora no concuerda con la visión spengleriana de don Diego Portales, difundida por Edwards y Encina, y lo visualiza como un dictador personalista, cuyo gobierno no tiene nada que ver con el “Estado en forma”, mantiene el tono apologético sobre el personaje de marras. La escuela hispanista, cuyo maestro era don Jaime Eyzaguirre, transforma a Portales en el gran continuador de las monarquías borbónicas españolas, bajo un manto republicano.

Los demócrata cristianos, empezando por Eduardo Frei Montalva, prologuista del libro de Edwards, Historia de los partidos políticos en Chile, son también tributarios de esta santificación de Diego Portales; incluso, el diario de la juventud conservadora, predecesora de la falange, se llamaba Lircay.

Economistas Cepalianos famosos, como Francisco Antonio  Pinto y Jorge Ahumada, han llevado a cabo la apología del régimen portaliano, desde el punto de vista económico e, incluso, político; ni los críticos de izquierda, aunque reconocen que Portales fue un tirano, han dejado de alabar su obra; así ocurrió en 1910, con el profesor Alejandro Venegas (Julio Valdés Cange), con Luis Emilio Recabarren y, más contemporáneamente, con Julio César Jobet.

Portales en la intimidad:
Don Diego fue uno de los tantos miembros de la aristocracia castellano-vasca, que dominó el país a partir del siglo XVIII hasta 1920 e, incluso, hasta el fin del latifundio, con la Reforma Agraria de 1965. Su padre, don Santiago, fue el jefe de la Casa de Moneda y, como la mayoría de los aristócratas, se bamboleaba entre el apoyo a los realistas o a los patriotas: ora para un lado, ora para el otro. Don Santiago fue aliado de don José Miguel Carrera y, según dice mi hijo Rafael, en Los platos rotos, en un momento dado fue insultado por el caudillo. Como buen “beato” de la época colonial, tuvo tantos hijos como le mandó Dios, y don Diego Portales uno de ellos. Don Santiago fue apresado por los españoles, durante la reconquista.

Don Diego se casó con su prima, quien murió poco después de dar a luz. En la Serie de televisión, exhibida el domingo, se exagera la crisis mística sufrida por el joven viudo, seguramente basada en el testimonio de Encina –  todos sabemos que, además de plagiario, es bastante imaginativo para novelar- . En Portales no hay nada de Job, imprecando a Dios por sus desgracias personales, jamás se le hubiera ocurrido, como Nietzsche decir, “Nazareno, te he vencido”, sino que se burlaba de la religión, como muchos españoles (podría decir “hostia puta”, pero terminaba de “franciscano al ver la parca  cerca”; en todo caso, su agnosticismo, si existió, era sumamente benévolo.

Como todo aristócrata, tenía mentalidad de comerciante y mercachife, aptitudes que venían de los almaceneros vascos. Como todo empresario privado, lo único que sabía era vivir de la teta del Estado. Se hizo cargo del famoso Estanco del Tabaco, que le permitía el monopolio de la venta de tabacos, naipes y licores, con la condición de que pagara las cuotas de la deuda de Chile a Inglaterra. Este negocio fracasó como un arpa vieja, pero como siempre, el gobierno acudió en su auxilio, evitándole la ruina y haciéndose cargo del estanco.

El aspecto más interesante del personaje Diego Portales se encuentra en sus cartas, dirigidas, la mayoría de ellas, a su socio Cea. Es sabido que Portales no redactó ninguna memoria o biografía, ni menos un tratado de materia que fuera, pues era más un hombre de acción que un intelectual, pero, como buen intuitivo, sabía captar con una sola frase a los  mezquinos políticos de su época. A los “pelucones” los llamaba los “huemules”; a las familias aristocráticas, con mucha razón, las calificaba de “jodidas, beatas y malas”; sus cartas están plagadas de insultos muy castizos. Al presidente Prieto lo llamaba “Isidro Ayestas”, un millonario un poco loco y tarado, que circulaba por la ciudad de Santiago. Se reía de los beatos, como Tocornal, quien se quejaba de los curas porque, a pesar de su piedad, no le hacían ni caso; Portales le decía: “usted cree en Dios, pero yo creo en los curas”; se reía a mandíbula batiente del pobre leguleyo Mariano Egaña: “en Chile la ley no sirve para otra cosa que no sea producir anarquía, la ausencia de sanción, el libertinaje, el pleito eterno, el compadrazgo y la amistad…De mí sé decirle, con ley o sin ley, a esa señora que llaman Constitución hay que violarla cuando las circunstancias son extremas”.

Es un mito, inventado por Edwards y Encina, aquello del gobierno impersonal  y respetuoso de la ley. A Portales no le importaba nada la ley, menos la Constitución, pues no participó para nada en su redacción. Jamás le importó el famoso recurso de amparo, incluso se reía, irónicamente, cuando don Mariano Egaña le enviaba Tratados sobre este derecho elemental de los ciudadanos. Según Portales, se debe fusilar, sin contemplación, a cualquiera que conspire, incluso, a su padre si es necesario.

La obra de Portales consistió en juntar una serie de retazos de partidos políticos, dividir al ejército y formar una guardia civil; fue capaz de unir a un sector de los o´higginistas de Concepción, dirigidos por Joaquín Prieto, con los carrerinos, los estanqueros y los pelucones. Esta maniobra le resultó hasta la formación de los filopolitas quienes, aburridos del matonaje de Portales, se fueron congregando en torno a un esbozo de liberalismo.

Respecto a los enemigos, le bastó con desterrar a Ramón Freire, y ordenar el fusilamiento de cuanto rival apareciera, con el fin de mantener a Chile bajo la tutela del miedo y del peso de la noche. Ha sido olvidada la crueldad de Portales con el padre de la patria, Bernardo O´Higgins, desterrado en la hacienda de Montalbán, en Perú, que acaba ser salvada en el reciente terremoto.

El peso de la noche
El pensamiento de Portales es, fundamentalmente, negativo:

1)      carece de todo proyecto histórico-político; Edwards y Encina le atribuyen categorías spenglerianas, como “el alma de Chile y el Estado en forma”, que son muy lejanas al pensamiento pragmático de don Diego Portales.

2)      En 1929, Chile no vivía una situación carismática: no hubo cambio de clase en el poder con el triunfo de Lircay

3)      Portales es lo contrario de un líder carismático: puede ser más bien un escéptico del poder, como diría Alfredo Jocelyn-Holt.

4)      Sus ideas eran las de la época: republicano, liberal y romántico.

5)      No tiene nada que ver con los ministros ilustrados del reinado de Carlos III: Jovellanos, el conde Aranda, Florida Blanca, y otros, que eran capaces de proyectar, planificar, construir e implementar una poderosa burocracia.

6)      Si bien se burlaba de los curas, de la aristocracia y de los funcionarios de gobierno, al final terminaba utilizándolos y sirviéndolos muy eficazmente.

7)      Lo único que le importaba a Portales era mandar, distinguiendo siempre entre buenos y malos: los primeros apoyaban al gobierno, los segundos se rebelaban.

Pasemos a analizar sus frases principales:

“El orden social se mantiene en Chile por el peso de la noche y porque no tenemos hombres sutiles, hábiles y cosquillosos: la tendencia casi general de la masa al reposo es la garantía de la tranquilidad pública. Si ella faltase, nos encontraríamos a obscuras y sin contener a los díscolos más que con medidas dictadas por la razón, o que la experiencia ha enseñado a ser útil; pero, entre tanto…”

Para Portales todo es noche y oscuridad; la noche, lógicamente, lleva al reposo –“el músculo duerme y la ambición descansa” según el tango – por consiguiente el orden social se basa en algo negativo: en la tranquilidad, en la ausencia de hombres hábiles, sutiles y cosquillosos, lo equivaldría a decir que el orden se mantiene por la existencia de borregos, conformistas y conservadores. En cierto grado, eso era y será siempre la aristocracia chilena, aun que se convierta en oligarquía o burguesía. Si por azar aparecen en Chile hombres sutiles, hábiles y cosquillosos, es decir, rebeldes, de inmediato viene la oscuridad total que, para Portales es la anarquía de los “pipiolos” y de los militares cesaristas. El orden social sólo puede funcionar en el pleno reposo conservador.

El famoso resorte de la máquina se compone de dos aspectos: el primero,  el monopolio del agro, posteriormente el sistema financiero  y minero  y, por último la industria, por una sola clase social: la oligarquía aristocrática burguesa; el segundo hace referencia al sistema político, una monarquía presidencial y republicana, este último aspecto por no ser hereditaria. De 1830 a 1891, siempre el Presidente designó a todos los senadores, en un sistema de lista cerrada, y sólo fueron elegidos algunos diputados opositores, por consiguiente, el único actor político es el Presidente-monarca. Esto y nada más es el Estado portaliano de que habla Edwards.

Si bien, de 1925 a 1973 se aplicó un sistema electoral proporcional que permitió, en cierto grado, equiparar el poder del presidente de la república con el de los partidos políticos, y aumentó, en los años 60, la participación de la soberanía popular, hoy la Presidenta de la República tiene tanto poder como en el período de los decenios, con la sola diferencia de que dura sólo cuatro años en el poder. El parlamento es elegido por un sistema espúreo, el binominal, la mayoría son “vitalicios” y otros sin competencia, como ocurrió, entre otros casos, con Eduardo Frei Ruiz-Tagle y Andrés Allamand, en la última elección. Mientras no destruyamos el resorte de la máquina, Chile seguirá siendo el país autoritario que alababan Bolívar y San Martín, es decir, un país de borregos; Con razón, don Diego Portales, aquel mandón del siglo XIX, no puede aún descansar en paz, mientras “el peso de la noche” no se disipe y amanezca un Chile libre.
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