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Una casta de almaceneros y mercachifes

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El caso de la compra de un “paquete chileno” de acciones de su propia empresa Lan, por parte del legionario Lúculo Piñera, utilizando información privilegiada, retrata a la perfección, a mi modo de ver, el carácter de nuestra casta política chilena actual. Por cierto que no es un delito, según la Superintendencia de Seguros y Valores, pues los delitos sólo incumben a los pobres, a quienes hay que enviar a sobrepoblar las cárceles. Los personajes de la oligarquía económica únicamente hacen diabluras, cometen errores, al fin y al cabo, son humanos y el cristiano perdón capitalista siempre llegará a endulzar sus tribulaciones.

La antigua aristocracia de apellidos vinosos, según el poeta Vicente Huidobro, la mayoría descendiente de los vascos, regentaban boliches, haciendas con indios incluidos y, para no convertirse en hidalgos pobres y ociosos se dedicaban, como Sebastián Piñera, al lucrativo juego de la Bolsa; estos prohombres pertenecían a la raza de los fenicios, de los duques de Venecia o de los banqueros Medicis y, cuando el negocio se tornaba peligroso, recurrían a los mercenarios condotieros, como es el caso de Augusto José Ramón Piñochet. A diferencia de sus predecesores, en Chile no había artistas que adornaran con bellas obras sus riquezas, pues lo único que interesaba a nuestros ricachones chilenos era el dinero y la avaricia para conservarlo.

Es cierto que la oligarquía fue remplazada por la plutocracia y no pocos de nuestros multimillonarios – hoy reconocidos como tales por la Revista Forbes – se quieren apropiar del aporte cultural de nuestros escritores y artistas de clase media: es el caso de Pablo Neruda, cuya Fundación recibe valiosos aportes del potentado pinochetista Ricardo Claro; incluso, Lúculo Piñera tiene una Fundación destinada a proyectos filantrópicos.

Nada nuevo en este gélido e invernal Santiago. La oligarquía – y hoy la plutocracia – siempre ha sido dueña de nuestra Bolsa de Comercio; generalmente, el más tonto y pillo de la familia compra una acción de esta Institución financiera para convertirse en corredor. Para los adinerados de antaño y ogaño, el juego bursátil no puede tener ningún control estatal, pues sería un crimen contra “el emprendimiento”; la Superintendencia de Valores y Seguros no debe, como su par norteamericana, controlar la igualdad entre los especuladores, sólo limitarse a asesorarlos, razón por la cual no nos debe extrañar que no haya intervenido en setecientos o más casos anteriores; no era su labor, según los inversionistas.

Estos juegos económicos han ocurrido siempre: en 1904, los oligarcas se hicieron ricos comprando acciones de compañías bolivianas inexistentes, incluso uno de los Errázuriz, don Ladislao, inventó una guerra que favoreció a los compradores de compañías del Altiplano y venderlas luego a mayor precio, aprovechando la información privilegiada. Es conocido, como forma de enriquecerse, recurrir al poder político para estar informado de las devaluaciones de la moneda; algo así ocurrió con el cambio del peso en escudos, y viceversa. Cuando algún desplazado aristócrata, como Luis Orrego Luco, autor de La casa grande, denunciaba en la ficción este tipo de juego, que constituía una forma de vida de la oligarquía, le quitaban simplemente el saludo.

En el Chile pobre pero honrado de mi juventud había también políticos, predecesores de Sebastián Piñera: es el caso de “cachimoco” Ibáñez y de Arturo Matte Larraín, y otros, quienes mezclaban, sin ningún problema de conciencia, la política con los negocios; al fin y al cabo eran y son lo mismo. Existían consejerías parlamentarias que integraban a diputados y senadores en los directorios de las compañías, lo mismo que hoy, pero antes con un poco más de compostura y prudencia. El lobby siempre ha existido, con ley o sin ley y, por lo demás, nunca tendrán ni Dios, ni ley.

Es raro que el director de SVS, uno de los tantos Larraínes – recordemos que en la Independencia era ochocientos de este apellido, que se repartían diputaciones, obispados y otras canonjías – denuncie la no abstención de Lúculo Piñera en la compras de acciones de su propia compañía y, para los malpensados derechistas, la ocasión la pintaban calva, pues Lúculo estaba a punto, según ellos, de agregar a sus empresas el Estado de Chile, con el Palacio del “Zorro” y CODELCO incluidos.

Para ser justos, esta adoración por el dinero especulativo es peor que la peste y logra transformar en capitalistas neoliberales a antiguos revolucionarios de la clase media: fue el caso, en el pasado, el Partido del “cucharón”, los radicales, que convertía a los medio-pelos González Videla y Juan Luis Mauras en empresarios de tomo y lomo; hoy pasa lo mismo con socialistas, demócrata cristianos y PPD. Los mercenarios condotieros, como Pinochet, se convierten en geniales especuladores.

En apariencia, Sebastián Piñera es un demócrata cristiano de derecha, por eso le cae mal a los niños de la congregación del Sagrado Corazón, de la UDI, quienes pueden tal vez perdonarle sus negocios livianos, pero no su oposición a la ideología populista, de fascismo católico, que es el más preciado legado de su padre ideológico, Jaime Guzmán Errázuriz. Pero no hay que creer en las apariencias: en el fondo, RN y la UDI defienden los mismos intereses, sólo que este último partido está dañado, pues perdió los derechos de la progenitura de la derecha en manos de RN. Es cierto que a la UDI le gustaría que este Partido fuera presidido por el negro Romero o por Andrés Allamand, hoy convertido en un empresario de “desalojos y mudanzas”. Entre Larraínes no hay cornada: al final, todo queda en familia.

Así como va la pésima derecha chilena, jamás llegará al poder: será eternamente una segundona, aun cuando la Concertación siga haciendo más autogoles que la selección chilena adulta; aún después de una faraónica farra le sigue ganando a la derecha política. No hay de qué preocuparse, pues la Concertación hace tiempo que defiende mejor los derechos de los empresarios en detrimento de los trabajadores. Lo único malo de esta historia es que el pueblo está cada día más decepcionado de la casta política, lo cual no augura nada bueno para la democracia, tan difícilmente reconquistada. A la democracia siempre la sucede el cesarismo.
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