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La paradoja de la antipolítica de izquierdas

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“¿Acaso no ha sido ésta la más secreta aspiración del capitalismo? Todo lo que a nosotros, hoy, nos parecen factores de absoluta normalidad: el sufragio universal, la democracia representativa, el estado social, la escuela pública… es en realidad el producto de una lucha que marcó épocas enteras, jamás ha sido algo gentilmente concedido. La política, el “hacer política” no es algo que tenga una especial utilidad para las clases dirigentes. Incluso me atrevería a decir que es algo que viven como una intromisión, una concesión forzada a la modernidad”

Importante debate de la izquierda italiana. Reproducimos hoy las reflexiones (y críticas) de la veterana senadora comunista italiana en torno a algunas ideas de Marco Revelli.

Cuando el Manifesto (por aquel entonces, un partido político en formación) decidió presentarse a las elecciones de 1972, rompí en llanto: creía que la política, la revolución, todo se había acabado. Me imaginaba a una patrulla de diez o quince diputados dispuestos a vender todos mis ideales por un puñado de banales mediaciones. Disponía del atenuante de tener menos de 25 años, de mantener frescos los recuerdos del ’68, y de creer que las instituciones eran algo ajeno a mi vida, algo que pertenecía a “sus Señorías”. Algo impregnado, como si fuese intrínseco a su propia naturaleza, de una cierta suciedad, alejamiento y generación ineludible de todo tipo de corruptelas. Como es sabido, en esas elecciones, al final el Manifesto no obtuvo el quórum necesario. Preservó su “pureza”. Esos míseros 223.789 votos y ningún escaño supusieron en mi vida un brusco despertar. Entendí entonces que la relación entre la política y la sociedad era algo más complejo que mis lágrimas infantiles. Que cada absolutismo “de primeras” podía resultar contraproducente. “La apariencia de verdad” de Leopardiana memoria no era el principio de un idiotismo parlamentario, sino, crudamente, la ausencia de consenso.

Estos apuntes (algo) biográficos han vuelto a mi memoria en el contexto del debate de éstas semanas. 35 años después todo ha cambiado. Parece que vivamos en otro país y en otro planeta. Y a pesar de todo, existe un hilo subterráneo que conecta a los jóvenes abstencionistas de los años ’70 con los actuales miembros de la izquierda radical y del movimiento que pide hoy un gesto de ruptura. Que identifican la salvación (posible, de ninguna manera verdadera) en una secuencia de “Noes” que deberán ser pronunciados en el Parlamento. Hoy es Afganistán, mañana… Concentran su crítica, sus desilusiones, su polémica, cada vez más vehemente y orgánica, sobre los partidos de la izquierda radical, especialmente en Rifondazione Comunista. Pero no son los contenidos o las decisiones concretas las que pesan. Hay algo más profundo, que atañe a la propia idea de política. La política tout court. La legitimidad y la utilidad del “hacer política”. En el mundo de ayer, lo recuerdo bien, se trataba de un movimiento al margen de las instituciones. Hoy, por el contrario, ha tomado el rostro de la antipolítica. Una antipolítica de izquierdas; como si este oximorón fuera posible.

I

El último artículo de Marco Revelli, (El Manifiesto del 6 de marzo) sintetiza estas posiciones de forma ejemplar. Conozco (y tengo en estima) a este intelectual riguroso, coherente, capaz de entrar personalmente en juego y, sumado a otros méritos, inmune a las prácticas mediáticas que practican normalmente los “disidentes”. Pero creo que en sus investigaciones, desde hace tiempo, prevalece un cierto tono “apocalíptico”, además de un cierto pesimismo militante en torno a las posibilidades de “cambiar el mundo”. En consecuencia, la antipolítica es para Revelli su destino natural. La ítaca a la que nos han llevado las consecuencias catastróficas del suglo XX: la imposibilidad (tras las tragedias del socialismo real) de pensar en términos anticapitalistas, de actuar mediante una lucha de transformación social capaz de superar las formas de producción capitalistas. Hoy, las reflexiones de Revelli se mueven entre valoraciones radicalmente críticas con “lo que realiza” el gobierno Prodi y, al tiempo, se mantiene igualmente crítico con aquello que “no realiza” la Rifondazione Comunista. La conclusión es que, incluso más allá de las contingencias de gobierno, la auténtica novedad de la fase en que vivimos es que se ha perdido toda posibilidad de comunicar la esfera política con la de los movimientos sociales. Las dos esferas están separadas por un abismo. También se ha perdido la última herencia que nos dejó el siglo XX: la representatividad democrática. Y entonces, ¿Qué podemos hacer? No nos queda sino el camino de la continuada extrañeza, de la autonomía social, del exilio.

Revelli no se dedica a reflexionar sobre las consecuencias que comportan estos análisis. Pero están implícitas en su discurso: si la política, cualquier clase de política, está determinada por la mediación y el compromiso mutuo, y los movimientos sociales son los portadores de valores “no negociables” y de objetivos que “no pueden ser mediados”, resulta evidente que entre las dos dimensiones se ha generado una muralla. Sobre la Paz, por ejemplo, no hay recorridos posibles, ni posibilidades de avanzar, ni soluciones parciales: o existe o no existe. Estas posiciones pueden aparentar ser “radicales, “revolucionarias” o “antireformistas”. A mi lo que me parecen son posiciones de tipo religioso. Un absolutismo, laico en sus contenidos, pero no en exceso diferente, en lo que atañe a su inspiración, a los presupuestos de los católicos más acérrimos. Ellos también hablan de la Familia y de la Vida como valores innegociables, que no pueden ser entregados a la política. Una intransigencia indiferente a los resultados, mutaciones, o cambios sociales que se dan en su entorno. Una intransigencia que cuestiona la propia idea de agregación, la existencia del otro. Pero ¿Quién es el sujeto portador de los valores innegociables? ¿No lo es, acaso, el propio individuo? ¿Cómo se puede razonar sobre el subjetivismo de los movimientos sociales o análogos sujetos de la sociedad civil, si no se les permite (tal y como hace Revelli) ninguna clase de mediación interna, de evolución, de normas de funcionamiento, de relaciones, de representatividad? No es cierto que sólo la política o los partidos, o los grandes sindicatos, viven de las mediaciones: cada acción colectiva, si es que de veras quiere serlo, no puede hacer otra cosa que evitar los absolutismos. Pongamos un ejemplo. En el cénit del movimiento altermundialista, hasta Florencia, se dedicaron multitud de horas y debates a la cuestión de la democracia interna, de la representatividad y de los “procedimientos”. Todas esas discusiones, desgraciadamente, ya no se dan en la fase actual del movimiento. Ahora se caracteriza por la fragmentación y la desunión. Hoy, cualquiera se siente legitimado a alzarse y hablar “en nombre” del movimiento. Pero… ¿Quién los ha legitimado? ¿La propia fe en sí mismos? ¿La autoridad que otorga el ser un líder de masas?. Se trata de una representatividad “arbitraria” de aquello que el líder retenga que es la “voluntad general” de un territorio, de un aspecto de la cultura, de una generación. Me resulta curioso que un intelectual sensible como Marco Revelli, no se de cuenta que hoy, las relaciones entre política y movimientos sociales, enfrentan cuestiones bastante más complejas que la “histórica fractura” que él denuncia.

II

También la cuestión de los partidos se coloca en el mismo ámbito temático: ergo, en sentido amplio, la crisis de la democracia. Para Revelli, los partidos son lugares muertos, aparatos burocráticos (empezando por Rifondazione Comunista) dedicados al deporte de “depurar las ideas”. Son divinidades exigentes con sed de continuos sacrificios humanos. Resulta una extraña descripción de unas organizaciones que son, en mi opinión, todo lo contrario. Se trata de entidades sustancialmente débiles, mientras que el individualismo (aquello que hace 35 años yo hubiese definido como “individualismo burgués”) está pletórico de fuerzas. El espectáculo mediático nos ofrece su triunfo en bandeja de plata: una persona, siempre que se encuentre en el lugar adecuado y disponga de las relaciones necesarias, es quien, finalmente, toma las decisiones. Un individuo resulta mucho más determinante que todo el trabajo gratuito y todos los esfuerzos de miles de persones que cometen el error de aceptar una cierta disciplina. Resulta extraño que esta asimetría de poderes, y del uso de poder, escape a la sensibilidad de Marco. Resulta curiosa su definición de mandato electoral. Parece no darse cuenta de que no se trata del mandato de una mayoría, sino del mandato de una coalición repleta de centristas y moderados generada por un “desastroso” sistema que promueve la bipolarización de la política. Pero volvamos al problema de los “disidentes” y de la “conciencia” (otro concepto que, si se absolutiza, resulta más religioso que laico). Para comprender lo que ha sucedido, las disciplinas musicales nos ofrecen un amplio abanico de buenos ejemplos. Tomemos por ejemplo el caso de un coro formado por cantores libremente asociados, que deberán cantar juntos en un importante escenario. Los miembros del coro discutirán largo tiempo en torno a qué deben cantar, pero al final, aunque se mantendrán disidencias internas, optan por cantar el Nabucco de Verdi; el clásico “Va pensiero”. Llegados a este punto, si durante la exhibición uno o dos cantores optan por empezar a entonar otra pieza –un bellísimo blues del tipo: “The house of rising Sun” – el coro de Verdi no podrá seguir avanzando. El problema no es la cacofonía: lo que sucederá será que el coro no podrá seguir cantando. En consecuencia, los cantores de blues serán alejados e invitados a cantar en otro lugar. Serán, en síntesis, alejados. No será una decisión fácil, será incluso dolorosa: el coro tenía una armonía de conjunto, un equilibrio de voces, una belleza que ahora se han perdido. Pero el derecho del coro a cantar el “Va pensiero”, ¿valía algo o no?

III

Naturalmente, la crisis de la política existe. ¿Cómo negarlo? También vivimos una grave crisis de los mecanismos de representación democrática. Se trata de un escenario que recibe impulso de múltiples factores: la disgregación social, el sistema electoral, el final de los partidos de masas, las tendencias antidemocráticas de las instituciones, el dominio de la televisión y miles de factores que ahora no podemos analizar. En este sentido, el dedicarse a volver a pensar radicalmente la política es uno de los deberes fundamentales de nuestra fase histórica.

Es otro de los motivos que justificaría que la izquierda radical entrase a formar parte de una amplia coalición que permitiese gobernar. Por el contrario, la antipolítica, el huir de la política, queda al servicio de promover la americanización de nuestra sociedad. Una americanización que ya se está realizando a marchas forzadas. Un escenario que resulta extremadamente favorable a las clases dirigentes. Una esfera institucional del todo separada de las clases subalternas, donde la izquierda no tiene representación política, una sociedad en la que una miríada de movimientos, o de asociaciones, o de agregaciones temporales, son capaces de promover conflictos… pero que jamás entrarán en contacto con la política, con la capacidad de decidir. Una política que quedará marcada por la realidad de un partido único, aun si articulado en dos formaciones históricas, y que, como en todos los poderes que hoy cuentan algo, quedará bajo el control de los que manejan de verdad el poder: los ricos. ¿Acaso no ha sido ésta la más secreta aspiración del capitalismo? Todo lo que a nosotros, hoy, nos parecen factores de absoluta normalidad: el sufragio universal, la democracia representativa, el estado social, la escuela pública… es en realidad el producto de una lucha que marcó épocas enteras, jamás ha sido algo gentilmente concedido. La política, el “hacer política” no es algo que tenga una especial utilidad para las clases dirigentes. Incluso me atrevería a decir que es algo que viven como una intromisión, una concesión forzada a la modernidad. Los modelos ideales de Montezemolo [dirigente de la paronal italiana] y del Cardenal Ruini (o de su desparpajado sucesor) no contemplan la política o la participación política, sino las obligaciones que la sociedad debiera respetar frente a las necesidades del mundo de los negocios o los dictados de la Iglesia Católica. Los homosexuales del régimen, como Franco Zeffirelli, no necesitan de los PACS [Pactos de convivencia] o de los DICO [ley de derechos para las parejas de hecho].

Puede que sea cierto, si de veras la política ha tocado fondos tan abisales, que ya no exista la posibilidad de poner por obra una reforma, y que el Apocalipsis de Revelli sea, al final, certero. En este caso, quisiera saber: ¿Quién podrá decir entonces que ha ganado?
Rina Gagliardi es una senadora, miembro del partido de la Refundación Comunista.
Traducción para www.sinpermiso.info: Luca Gervasoni

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Liberazione, 10 marzo 2007  
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