Bolivia, Casimira Rodríguez: de empleada doméstica a ministra de justicia
por Mariana Carvajal (Página 12 - Argentina)
18 años atrás 13 min lectura
Salió a los 13 años de su comunidad aborigen a trabajar en la ciudad. Padeció humillaciones y desprecio. Y terminó encabezando la Federación Latinoamericana de Trabajadoras del Hogar. Sin ser abogada, fue parte del primer gabinete del presidente boliviano.
–A los 13 años. Me fui de mi comunidad a trabajar a una casa de familia en la ciudad de Cochabamba. La llegada a la ciudad es muy difícil, es como cuando un migrante sale por primera vez de su país y llega a otro.
–¿Quién la llevó a la ciudad?
–Creo que fui víctima de una situación de tráfico. Las personas de la ciudad se encuentran acostumbradas a llevar chicas desde el pueblo con promesas de que vamos a ganar un buen sueldo y vamos a poder ayudar a la familia. Eso me sucedió a mí. Pero cuando llegué a la ciudad, las condiciones fueron totalmente distintas. El problema es que una no sabe cómo hacer el trato, no sabe negociar las condiciones de trabajo, no sabe para cuántas personas va a trabajar y cuando ya está en la casa se da cuenta de que está sometida a una cantidad de trabajo muy grande. En mi caso, empecé a trabajar en una casa donde había quince personas, entre abuelos, yernos, hijos, nietos. Los horarios de trabajo eran extensos. Era muy normal para la señora de la casa levantarme a las cinco y media o seis de la mañana y tenía que trabajar hasta las once de la noche. Tenía que lavar para quince personas, cocinar para quince personas. Fue una experiencia totalmente brutal para mí: por un lado, sentía el cansancio y por otro, desconsideración.
–¿Sufrió mucho?
–El despertar para mí era una lucha. Cuando algún niño se enfermaba era mi culpa. Y todo el tiempo tenía que cargar a la guagua. Yo sentía que desde el niño más pequeño hasta el más grande podían utilizar a la persona que hacía el servicio. Ellos tenían la idea clara de que podían humillarme. Me decían: “Oye, tu madre es de pollera y mi madre de vestido”. O decían a sus compañeritos: “Mirá, yo tengo a mi empleada”, una forma de mostrar su status, de hacer ver que alguien los sirve. En la ciudad tuve incluso que aprender a mentir porque la señora de la casa me decía que dijera que ella no estaba cuando venía gente a cobrar plata a la casa. No tenían ninguna consideración sobre mí, que era una niña y no me permitían tener ni una salida. Cuando reciben niñas del campo en la ciudad creen que las pueden explotar como si fueran animales, no hay una conciencia de que pueden cansarse, de que les gustaría estudiar, de que es duro el cambio de dejar la comunidad e ir a la ciudad.
–¿Y cómo era su vida en su comunidad antes de partir a la ciudad?
–No, nada.
–Mire lo que sucedía: cuando la señora viajaba a mi pueblo, le decía a mi mamá: “Tu hija no quiere venirse, quiere estar allá”. Y a mí me decía: “Tu familia está muy bien, quiere que te quedes con nosotros”. Recién a los dos años llegó mi mamá a verme y tomé la decisión de escaparme para irme con ella.
–No, porque a una la manejan psicológicamente. Te dicen: “No, no te vas, ya sos parte de la familia, te queremos mucho, te vamos a comprar tal cosa”. Es todo un cuento. Me decían que si me iba de la casa me iba a ir muy mal afuera. Te bloquean psicológicamente. Tampoco me dejaban hablar con la tiendera ni con un vecino.
–Pasan todavía. Cada tanto se rescata a niñas. Hay una conciencia muy colonialista y no sólo en Bolivia. Estudios de la OIT muestran que todavía hay en Latinoamérica niños y niños que trabajan igual que una persona grande, que no reciben salario o que lo reciben sus papás.
–Después de regresar a mi comunidad y reencontrarme con mi familia, volví nuevamente a la ciudad. Las condiciones salariales eran más justas, pero persistía la situación de fuerte discriminación en el sentido de que como trabajadora del hogar eres persona, sólo tienes que obedecer. Para servir, eres personas, pero para opinar, ya no existes. En este segundo trabajo, en algún momento me encontré con otra trabajadora del hogar del barrio y me invitó a un grupo que se reunía en una parroquia, donde enseñaban corte y confección y alfabetización los domingos.
–Fui en mi comunidad, pero la enseñanza era en castellano y yo hablaba en quechua.
–Sí, en 1987. Ese grupo fue muy importante porque aprendimos a reflexionar sobre la realidad que vivíamos, gracias al apoyo de educadores populares que nos hicieron ver la situación de explotación, de discriminación. Fue un despertar a nuestros derechos, a valorar nuestro origen. Y ese despertar para mí ha sido una fiebre que me ha llegado para poder también informar y compartir esos derechos con otras hermanas del barrio. De pronto, mi enfermedad empezó a contagiar a otras mujeres: a través de las dinámicas de grupo que nos habían enseñado los educadores populares otras compañeras empezaron a reflexionar. El grupo tenía una orientación muy ecuménica, no era muy católico, ni muy evangélico, ni muy andino, existía esa diversidad. A partir de esos encuentros también nace la necesidad de trabajar en una propuesta que terminara con la discriminación de la Ley General del Trabajo. Esa ley reconocía la mitad de los derechos para las trabajadoras del hogar, es decir, no valían como una persona completa ante la ley.
–Si para los trabajadores normales y corrientes la jornada laboral era de ocho horas, de lunes a viernes, para las trabajadoras del hogar era de 16 horas y sólo tenían seis horas de descanso los domingos. Mientras que un contrato de trabajo para cualquier trabajador se debía legalizar en el Ministerio de Trabajo, la trabajadora del hogar tenía que ir a la policía como si fuera una delincuente. Por estas diferencias empezamos a trabajar en una propuesta de ley. Y una vez que la presentamos en el Congreso ante senadores y diputados y en el Ministerio de Trabajo, iniciamos una proceso bastante largo, de casi doce años hasta su aprobación, que se concretó en el año 2003. En todo ese tiempo fortalecimos la organización: fundamos primero la Federación Nacional de Trabajadoras del Hogar de Bolivia, en 1993. Luego visibilizamos la organización y generamos algunas campañas. Nuestras organizaciones tenían vida los días domingos únicamente. Los propios movimientos sociales no nos querían aceptar, nos discriminaban, por el hecho de ser campesinas en la ciudad. Les ha costado aceptarnos y reconocernos como organización. Cuando ya logramos visibilizarnos, cuando logramos salir en los medios de comunicación, fue madurando nuestra reivindicación y fuimos cambiando nuestras consignas: al principio decíamos: “¡Queremos la ley, queremos la ley!”. Sin embargo, empezamos a tomar la letra de la propia Constitución y a reivindicar que la servidumbre es inconstitucional. La nueva consigna fue: “No queremos más esclavas modernas”.
–Jornadas de trabajo de ocho horas. Para las internas, las que trabajan con “cama adentro”, de 10. Vacaciones de 15 días, igual que para todos los trabajadores. Descanso los fines de semana, y los días feriados. Indemnización según los años de trabajo. Pero nos ha costado mucho la aprobación de la ley porque a los políticos les ha costado aceptar nuestros derechos, salió afuera lo que estaba oculto, las actitudes dentro de la casa comenzaron a salir. Hemos escuchado muchas críticas de parte de empleadoras y empleadores, calificativos, desprecios. Los propios políticos no le daban prioridad al tema.
–Sí, ha habido muchas idas y vueltas. Costó mucho a nivel político y social que se reconociera que tuviéramos los mismos derechos que los demás trabajadores. Estamos en el proceso del cumplimiento desde el 2003. Pero gracias a toda la lucha que hemos dado, las denuncias empezaron a salir y en cada departamento nuestro sindicato se está encargando de que se haga cumplir la ley.
–132 mil. En las ciudades, en la mayoría de las casas de clase media hay una empleada.
–Varía, pero es un promedio de 50 dólares por mes.
–Es una realidad bastante triste y complicada el hecho de que muchas hermanas trabajadoras no conocen sus derechos porque vienen de comunidades campesinas con pocas oportunidades de educación.
–Solamente con el de la ciudad de Córdoba, que sé que está trabajando muy bien.
–Todo el proceso de aprobación de nuestra ley nos permite conocernos con otros líderes sociales, entre ellos Evo. Creo que la invitación del hermano Evo ha sido de alguna forma una reivindicación por nuestra lucha social en representación de uno de los sectores más postergados de la sociedad, pero a la vez fue un sopapo muy diplomático hacia quienes han administrado la Justicia históricamente en el país. Fue una experiencia muy interesante para muchas mujeres el hecho de tener una ministra de pollera ahí donde los grandes machos de la ley siempre han estado. De pronto, ellos han visto arrebatado su espacio. Para mí fue una escuela muy importante. He sentido el apoyo de las mujeres, pero también las presiones políticas, que han sido fuertes. A mí misma me ha costado entender la gran responsabilidad que significa ser una ministra de Estado. En un momento como secretaria general de la Confederación Latinoamericana de Trabajadoras del Hogar las compañeras me dijeron: “Ahora, Casimira, tú tienes que mirar Latinoamérica, no eres de tu país”. Y en el momento que llegué a ser ministra recordé esa frase y dije: “Ahora tengo que mirar a todos los bolivianos y no solamente a un sector”. Eso ha sido muy satisfactorio.
–Cuando asumí, el Colegio de Abogados pidió mi renuncia. El viceministro, que era un hombre tradicional de la Justicia, nunca aceptó que yo fuera su autoridad. Todo el tiempo me decía: “Oye, te enseño…”. O: “Pero estas ideas no sirven…”. Esas actitudes te muestran el machismo. Los primeros días hasta la secretaría que tenía asignada tenía una actitud discriminatoria y de desprecio. Los jueces tampoco me aceptaban. A veces, pedía ciertos trabajos y no se hacían oportunamente o llamaba a una reunión y no aparecían a la hora indicada.
–Muchas. La Justicia ordinaria es un sistema que no está respondiendo a la población. Hay cantidad de demandas por demoras en las causas, las personas que no tienen recursos económicos son discriminadas a la hora de acceder a la Justicia. Se termina brindando justicia a un grupo privilegiado. En las comunidades es totalmente diferente. Es una Justicia que no entrega privilegios, más transparente. Y la sanción surge de un consenso entre la población y no sólo afecta a una persona sino que llama a la reflexión a toda su familia y no la separa de ella. En la Justicia, la mayor parte de los castigos son penas de prisión: la persona es alejada de su familia y en vez de darle una oportunidad, va a volver con una situación más complicada.
–La comunidad investiga y decide cuál será la sanción. Generalmente es un resarcimiento a la persona afectada, pero no con plata sino con trabajo. De esa forma, el resarcimiento se da pronto y es oportuno. Es una decisión integral: interviene el permiso de la Pachamama, de Dios, de la comunidad. Es un proceso que se hace delante de todos. En el gobierno de Evo Morales estamos trabajando en un proyecto de ley para que la Justicia comunitaria sea reconocida y respetada en sus diversidades y formas de practicarla. No hay una única manera. En un lugar, un robo puede tener como castigo un trabajo y en otro, lo pueden exponer al ladrón públicamente para que todos vean quién es. En algunas regiones la resolución de conflictos se hace por escrito y queda registrada la sanción en un cuaderno de actas, en otras no, es oral y se cumple. Esa sabiduría de nuestros pueblos es muy importante, muy significativa. Nuestro presidente ha creado un Viceministerio de Justicia Comunitaria para fortalecerla. No aceptamos reconocer el linchamiento o la muerte.
–Ese fue un exceso que lamentablemente ha sido mostrado por la prensa a nivel internacional como Justicia comunitaria. Pero no lo es. Como le decía, Justicia comunitaria es un consenso.
–Todos los ministros pusimos a disposición del presidente las renuncias al cumplirse un año del gobierno y el hermano Evo decidió algunos cambios, entre ellos, que yo dejara el cargo.
–Con toda la experiencia que gané en el ministerio quiero seguir trabajando en el fortalecimiento de las mujeres, no sólo las de mi gremio, sino también las de otras actividades.
–No.
–Ahora me voy a dedicar a buscarla (se ríe a carcajadas). Hay muchos solteros en el gobierno: el presidente, el vicepresidente, muchos ministros y viceministros. Uno necesita tiempo para una familia y me he dedicado mucho tiempo al gremio de las trabajadoras del hogar, cada domingo, que era el único día que nos podíamos reunir. La vida en pareja quedó en un segundo o tercer plano. El tiempo pasó y no me di cuenta. Para ser un buen líder es sumamente importante estar bien con la familia, con la pareja, con el espacio de vida y con el trabajo. Por eso pienso que algo he dejado. Vas pagando un costo, todo el éxito de una mujer se paga con un precio. Si hubiera tenido hijos no creo que hubiera alcanzado lo que logré.
–Cuando fui ministra mis colaboradores me decían: “tienes que tener una ayuda”. Nunca tuve una empleada. Tener una trabajadora del hogar para mí siempre fue una contradicción.
* Fuente: Diario "Página 12 ", Buenos Aires, Argentina.
19 de marzo de 2006
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