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Chile: corrupción y poder

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Resumen
Todo poder conlleva elementos de corrupción. Este artículo pretende establecer comparaciones históricas respecto de la perversión de las Instituciones, en distintos períodos de nuestra historia. Si bien la tiranía de Pinochet va a ser recordada como la más criminal y  expoliadora de la historia de Chile, en menor grado y brutalidad  la carencia de probidad existió a lo largo de nuestra historia. Este estudio pretende desmitificar la visión de un Chile republicano probo, es decir, carente de  malversación y cohecho. El mito de la excepcionalidad de Chile respecto a la probidad  es una  invención de la historiografía  conservadora que exalta al autoritarismo de  los gobiernos portalianos, vilipendiando el avance democrático en el siglo XX. El autor pretende  probar  falacia de tal visón: si bien es cierto que en nuestra historia hay períodos de  mayor corrupción política como es el caso del parlamentarismo 1891- 1925, tan parecido a la actual transición 1990 –2005, en la actualidad existe la misma relación entre negocios individuales y política,. el mismo reinado absoluto de los partidos, el mismo sistema electoral, el mismo desprestigio de los políticos.
Palabras Claves: Estudio  histórico comparativo, poder, corrupción, oligarquía, desmitificar

Abstract
All power carries in itself the elements of corruption. This article attemps to establish historical comparisons showing political corruption in different periods of our history. Without a doubt Pinochet´s tyranny will be remembered as the most criminal and abusive in Chile´s history, but brutality and lack of honesty have existed on a lesser scale in our country throughout [its] history.

This investigation attempts to eliminate the fictional image an honest republican Chile, free of corruption and voting fraud illegal lobbying and fraud.  The myth of Chile´s exceptional honesty is a creation of its conservative historiography that exalts the Portalian governments authoritarianism, misrepresenting the democratic advances of the twentieth century. The author intends to prove the fallacies behind this vision: for even though there existed periods of major political corruption as is the case of Chile’s parlamentarism between the years 1891 and 1925, similar to the actual transition of 1990-2005, the same relationship appear to exist now, between individual business and politics, the same absolute undemocratic political control by the parties in power, the same voting system, and the same loss of prestige among politicians. 
Keywords: Comparative historical studies, power, corruption, oligarchy, demystification.

Introducción
Cuando Francisco Villa y Emiliano Zapata se apropiaron de Ciudad de México, Pancho Villa le ofreció a Zapata sentarse en el trono presidencial; el líder campesino se negó aduciendo que un hombre entra bueno al mando pero sale malo Esta versión presenta al poder político como un sujeto que  descompone  necesariamente, a las personas que lo detentan, por eso se dice que el poder absoluto corrompe absolutamente.

Escribo estas líneas el día en que, producto de un trabajo paciente, el Juez Sergio Muñoz ha determinado someter a proceso a Lucía Hiriart y a su hijo Marco Antonio, por complicidad en la evasión tributaria. Después de años de años de eludir la justicia, no pocas veces ayudado por el gobierno de la Concertación, la familia del dictador Pinochet cae, acusada de un delito económico develado por una comisión del senado norteamericano que, aplicando la ley patriótica, interviene cuentas de dictadores que lavaban dinero. Al comienzo la cifra ascendía a US8.000.000 y, actualmente, el juez lleva detectado un capital de más de US25.000.000. Nadie sabe, hasta ahora, a cuánto ascenderá, ni mucho menos cuál es el origen de estos dineros y quiénes están asociados a las manipulaciones de más de noventa y ocho cuentas, con nombres reales y supuestos.

La actitud de quienes se beneficiaron con tan abyecta, ladrona y criminal dictadura es de lo más extraña: la mayoría de sus ex ministros Chicago Boys no se atreven a solidarizar con su benefactor de antaño. Algunos, como Joaquín Lavín, reniegan de él; otros, cual fariseos modernos, pretextan no haber sabido que Pinochet había depredado el patrimonio nacional. Ninguna de estas actitudes pueden llamarnos la atención en un Chile tan inmoral y de doble estándar, como el que vivimos.  Los militares siempre han sido la carne de cañón cuando los ricachones tienen miedo de perder sus bienes mal habidos. Pinochet no se conformó con ser el carnicero de la burguesía sino que, además, se robó una buena parte del baile de millones extraídos de las arcas fiscales. El trabajo sucio estaba  hecho y la derecha económica se apropió,  a precio de huevo, de las empresas fiscales. Ponce Lerou, yerno del tirano, es dueño del salitre; los Chispas de Enersis; Los Chicago Boys, del  resto de las empresas  del Estado. Universidades e Isapres y AFP forman parte del imperio de la derecha,  ahora “democrática y amnésica

Si revisamos la prensa del período de la Transición descubriremos que está plagada de escándalos referidos al mal uso de fondos fiscales. Los gobiernos concertacionistas estuvieron dominados por el miedo a los poderes fácticos: desde el comienzo eligieron el camino de transar con ellos para sobrevivir, al igual que los secuestrados, el famoso síndrome de Estocolmo los llevó a depender de sus torturadores. Sólo así puede explicarse que Eduardo Frei Frei Ruiz-Tagle no tuviera ninguna vergüenza para aceptar la senaduría vitalicia y, ante la amenaza de los militares, pidiera al Consejo de Defensa del estado se desistiera de una querella contra Augusto Pinochet jr. , por haber  estafado a Famae en millones de dólares

Abandonado el espíritu republicano que supone virtud, cada día la política se divorcia más de la ética y aparecen distintos escándalos, cuya repercusión es aprovechada por aquellos que, en la dictadura, saquearon al Estado. A finales el gobierno de Patricio Aylwin, un funcionario de CODELCO, Juan Pablo Dávila, se lleva a su casa el computador de la empresa, y en una venta de cobre, a futuro, desfalca al fisco en más de US218 millones, de los cuales han sido recuperados sólo US 58 millones. Como moderno Tartufo, se transforma en predicador protestante, después de haber pagado con penas de sólo tres años de cárcel, por fraude tributario. Su jefe, el demócrata cristiano Alejandro Noemí, se lava las manos, cual Pilatos.

El gobierno de Eduardo Frei hijo, que terminó en un desastre económico, fue el más frío de los presidentes de la Concertación, respecto de los derechos humanos, incluso  se negó a  recibir a los familiares de detenidos desaparecidos, sin embargo, la empresa COPEVA, de uno de los hermanos del ministro de defensa, Edmundo Pérez se adjudicó, sobre la base del nepotismo, la construcción de viviendas sociales, en Puente Alto, casas que se anegaron con la primera lluvia y que luego fueron cubiertas por plásticos, perecidos a condones.

Faltaba el gobierno de un socialista.: Ricardo Lagos fue elegido con una estrecha mayoría sobre el candidato de derecha, Joaquín Lavín. Los dos primeros años del gobierno de Lagos fueron un verdadero desastre y explotó una seguidilla de escándalos: la empresa Gate, que trabajaba con el MOP fue acusada por la ministra de la Corte de desvío de fondos para pagar sobresueldos; hasta el día de hoy el juicio continúa; Inverlink robó a la CORFO más de US200 millones e, incluso, el ex ministro álvaro García, ahora embajador en Suecia, engañó a la municipalidad de Viña del Mar, y cinco diputados fueron acu
sados de coimas por un plantero, de Rancagua.

El profesor Patricio Orellana, que se ha dedicado al estudio de la corrupción en Chile, en un artículo publicado en la Revista Polis No.8, 2004, plantea tres tesis que orientan su investigación:  la primera, Chile tiene una larga historia de probidad pública; la segunda, con la dictadura militar, 1973-1990, se produce él quiebre de esta tendencia; la tercera, actualmente hay un proceso de generalización de la corrupción política y administrativa. Coincido con el profesor  Patricio Orellana en que las dos últimas tesis están completamente probadas, pero la primera me perece discutible: es evidente que los casos de corrupción en el Chile republicano son significativamente menores que los ocurridos durante la dictadura militar, 1973-1990),  y en su apéndice, de la democracia tutelada. Pero me cuesta aceptar la  hipótesis de que las Instituciones chilenas, en el siglo XIX y comienzos del XX, carecieran completamente de atisbos de corrupción, tesis que sostuvieron historiadores conservadores, ampliamente difundidos, como Francisco Antonio Encina, Gonzalo Vial, y otros, que construyeron una verdadera mitología del Chile del siglo XIX; gobernantes autoritarios como el de Portales y Montt eran un dechado de virtudes republicanas, llegando don Diego a abstenerse de cobrar su sueldo y no tener dinero para cigarrillos, por ejemplo; para Francisco Encina, las acusaciones de malversación, en su mayoría, eran pura envidia o mala intención de lenguas viperinas; Sergio Villalobos y Julio Heise difunden una verdadera apología de nuestra burguesía católica, en el sentido de pregonar su honestidad en asuntos económicos.

Si bien es cierto que el  presidente  más ladrón  de nuestra historia es Pinochet,  la mayoría, (salvo el especulador Juan Luis Sanfuentes), terminó su gobierno en la pobreza. Los  poderes colegiados, tanto el legislativo, como el judicial, en importantes períodos de nuestra historia, a partir de la Guerra del Pacífico, fueron acusados de corrupción y prevaricación. El historiador Hernán Ramírez, en su libro Balmaceda y la contrarrevolución, de 1891, entrega una larga lista de congresistas que, en su mayoría abogados, estuvieron al servicio de los dineros corruptores de las diversas compañías inglesas del salitre; incluso, los contradictores de Ramírez como Blakemore, quien con razón refuta el sectario monocausalismo economicista de Ramírez, para explicar la revolución, sin embargo, no niega el servicio prestado por los abogados congresistas a las empresas mineras inglesas.

En el parlamentarismo la corrupción llega a su más alto grado: la burguesía se dedica a la especulación bursátil para mantener su alto nivel de vida, inventando falsas empresas que a la primera baja de la bolsa, se desvanecen como pompas de jabón, dejando en la miseria a sus accionistas.

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En el presente trabajo abarcaremos la corrupción desde distintos puntos de vista:
La manipulación de la voluntad popular en el período autoritario y liberal, por la intervención de los gobernadores en las mesas electorales;  en el parlamentarismo hasta 1958, por el cohecho, el voto de los muertos y las encerronas; el sistema binominal que hace completamente inútil la elección de senadores y deja el sistema político en manos de los partidos.

La relación entre la política y los negocios, que incluirá la apropiación de terrenos salitreros, por parte de diputados y senadores, la entrega de las tierras magallánicas y de la araucanía a privilegiados jerarcas políticos, los abusos de los amigos de Arturo Alessandri, en la execrable camarilla y, por último, las relaciones actuales entre los negocios y la política.

La corrupción administrativa, fundamentalmente del poder judicial, la prevaricación y el sometimiento al poder político.          

 Una larga historia de defraudación de la soberanía popular
La existencia de elecciones periódicas no es una característica exclusiva de los regímenes democráticos: en las dictaduras también se realizan apariencias de elecciones que, en el colmo de la desfachatez, terminan dando un 100% al tirano de turno. En el Chile del régimen portaliano no existía la democracia: el voto era censitario, es decir, sufragaban aquellos que tuvieran, al mínimo, un bien raíz; las inscripciones electorales eran controladas por los gobernadores y, en general, los gobiernos déspotas ilustrados del período portaliano lograban la mayoría absoluta de los electores presidenciales, – en ese tiempo las elecciones eran indirectas, como en la actualidad funciona en Estados Unidos -. Por ejemplo, Joaquín Prieto, el primer gobernante de los decenios, acaparó la totalidad de los doscientos electores; Manuel Bulnes sólo tuvo veintinueve votantes disidentes, logrando más de doscientos representantes a su favor. La república liberal, que si bien realizó grandes cambios políticos, como la limitación del período presidencial y la presunción de posesión de bienes raíces que amplió el sufragio a todos los varones mayores de veintiún años, continuó con la práctica del poder hereditario, en el sentido de que cada presidente designaba a su sucesor. Así, Errázuriz Zañartu pasó el poder al candidato oficial, Aníbal Pinto, y éste a Domingo Santa María, quien a su vez impuso a José Manuel Balmaceda. En cada una de estas elecciones nada pudieron hacer sus rivales: José Tomás Urmeneta logra, apenas, cincuenta y ocho electores contra doscientos veintiuno de Errázuriz. El carismático intendente de Santiago, Benjamín Vicuña Mackena, apoyado por los conservadores, es derrotado por Pinto. El limitado general Manuel Baquedano, a pesar de haber triunfado en la Guerra del Pacífico, es fácilmente vencido por Domingo Santa María. Por último, el radical y masón, Francisco Vergara, se ve obligado a retirarse ante el poder de la intervención oficial, que se pronuncia por José Manuel Balmaceda.

En el senado, los partidos de gobierno, pelucones y posteriormente liberales, mantienen la totalidad de las bancas hasta el año 1876, año en que para conservar las apariencias, los presidentes liberales permiten uno o dos senadores del partido opositor, en este caso, el clerical partido conservador. Sólo en la cámara, en el período liberal, podemos encontrar una minoría significativa de opositores.

El sistema electoral, además de restringido numéricamente, lleno de limitaciones en el ejercicio del sufragio, – vedado a la mujer, a los sirvientes domésticos, a los analfabetos que en ese tiempo correspondía a más del 80% de la población; en el período de los decenios a quienes no poseían bienes raíces-, estaba dominado por los gobernadores, nombrados directamente por el presidente de la república, que controlaban las inscripciones y las mesas receptoras del sufragio. Para la oposición era imposible lograr un cargo parlamentario sin la aquiescencia del presidente de la república. Don Abdón Cifuentes, líder conservador, ingenuamente le preguntó al presidente Federico Errázuriz que cuándo habría elecciones libres y la respuesta no se hizo esperar: cínicamente, don Federico le contestó que nunca, lo cual equivalía a que jamás los presidentes liberales iban a permitir la libertad electoral. Con la misma franqueza, el más interventor de los presidentes, Domingo Santa María, le escribía al redactor de su biografía diciendo: “Entiendo el ejercicio del poder como una voluntad fuerte, directora, creadora del orden y de los deberes de la ciudadanía. Esta ciudadanía tiene mucho de inconsciente todavía y es necesario dirigirla a palos(…) Entregar las urnas al rotaje y a la canalla, a las pasiones insanas de los partidos, con el su
fragio universal encima, es el suicidio del gobernante y no me suicidaré por una quimera. Veo bien y me impondré para gobernar con lo mejor y apoyaré cuanta ley liberal se presente para preparar el terreno de una futura democracia. Oiga bien: futura democracia(…) Se me ha llamado interventor. Lo soy. Pertenezco a la vieja escuela y si participo de la intervención es porque quiero un parlamento eficiente, disciplinado, que colabore con el bien público” (Góngora, 1986:59.)

Estas confesiones del presidente Santa María constituyen una pieza clásica de la concepción liberal, heredada del despotismo ilustrado español: el poder pertenece por derecho divino a una clase aristocrática, emparentados entre ellos, que por medio de la intervención se traspasan el trono presidencial y, por consiguiente, el legislativo, el judicial y los cargos públicos. Nada de rotaje, calificado como la canalla. Los partidos estaban al servicio del todopoderoso presidente. La democracia vendrá después, algo así como el famoso “después de mí, el diluvio”, de Luis XIV. Por hoy hay que aplicar palos y bizcochuelos, como diría Portales.

El fin del intervensionismo presidencial se gestará en un trágico escenario: la guerra civil de 1891 y el suicidio del presidente  José Manuel Balmaceda. Las interpretaciones historiográficas de este período son múltiples: Francisco Encina recurre a la sicología para sostener que en el trasfondo de esta tragedia hay un conflicto de personalidades entre los secos y mercantiles vascos y el imaginativo, versátil y meridional Balmaceda. Para Alberto Edwards la guerra civil es el fin de lo que él llama “el estado en forma” y que nada podía evitar este derrumbe. En los años cincuenta, historiadores marxistas como Julio César Jobet, Hernán Ramírez Necochea y Luis Vitales, entre otros, exploran una nueva faceta del conflicto entre Balmaceda y el Congreso, exaltando la labor del presidente mártir como un defensor de las riquezas del salitre, explotado por los ingleses, y como un gran realizador que emprendió un basto programa en obras públicas, extensión de la educación, industrialización del país y nacionalización de las finanzas y los bancos, entre otras de las obras de su gobierno. Balmaceda, según Ramírez, tuvo que luchar contra la alianza de banqueros, latifundistas y empresarios, que eran aliados y servidores del capitalismo inglés, en especial, del rey del salitre, John Thomas North, en pos de un desarrollo independiente del país. Por consiguiente, no se puede llamar revolución de 1891, sino una contrarrevolución dirigida por la burguesía plutocrática.

Thomas North era un especulador, dotado de gran capacidad histriónica. Se le llamaba, pomposamente, “el rey del salitre”. Quiso hacer de su vida una verdadera novela: le gustaba recalcar sus comienzos humildes como maquinista en Carrizal, y la inteligencia y astucia demostrada al comprar, a un precio irrisorio, los bonos de las oficinas salitreras del gobierno de Perú. Como le gustaba presentarse fanfarronamente como un triunfador, decía que había prestado apoyo a los chilenos, en la guerra del Pacífico, pues estaba seguro de su triunfo. North, descubriendo la importancia del agua en la provincia de Tarapacá, se las arregló para desprestigiar a sus rivales, que tenían concesiones del gobierno chileno, comprando los derechos del oasis de Pica, a ínfimo precio, a la viuda de uno de los concesionarios. El agua de North, además de cara, era putrefacta. A su vez, con la ganancia de los bonos se apropió de las mejores oficinas salitreras. Compró al peruano Montero las líneas de tren  que comunicaban a Iquique con Pisagua, teniendo el monopolio del transporte. Instaló, además, un banco en Iquique, y una compañía de abastecimiento. North no sólo poseía salitre: era dueño de minas de carbón y de otras explotaciones en Europa. Como tenía un gran sentido de la escena, le gustaba alardear con grandes fiestas y obras de caridad en su ciudad natal, incluso, aspiraba a ser miembro de la Cámara de los Comunes. Los inversionistas lo seguían como a un verdadero mago de las finanzas. Sin ninguna vergüenza, construyó un fondo para comprarse a periodistas y políticos que tuvieran influencia en el gobierno chileno; su viaje a Chile, en 1889, fue fastuoso repartiendo dádivas por doquier, a las cuales no escapó el presidente Balmaceda, a quien obsequió un caballo de carrera, donado luego por el presidente a la Quinta Normal.  North  lograba engañar a los inversionistas en base  a su fama de genio de los negocios: cuando el precio de las acciones del salitre bajaban, vendía sus acciones  dejando a los incautos compradores en la estacada. Cuando murió el especulador rey del salitre no tenía ninguna acción de sus antiguas compañías.

Balmaceda enfrentó a North en su viaje a Iquique, en 1889, denunciando la verdadera factoría inglesa, perteneciente a este famoso especulador, manifestando que su ideal era que los ferrocarriles pertenecieran a Chile; incluso, sin abandonar el liberalismo económico en boga, animaba a capitalistas chilenos a invertir en las salitreras. El historiador Hernán Ramírez demuestra la relación corrupta entre políticos y abogados, no sólo al servicio de North, sino también de la casa Gibbs.

La explicación economicista y monocausal de Hernán Ramírez ha sido puesta en cuestión por el historiador inglés  Harold Blakemore que, en su libro Gobierno chileno y salitre inglés, refuta la tesis del historiador marxista sosteniendo que, salvo en el caso del ferrocarril salitrero, Balmaceda no tenía una clara política nacionalizadora y que su imagen se debía a una mitología construida después de su heroica muerte, construida por ex presidentes anti oligárquicos, como el dictador Ibáñez del Campo, quien recibió la banda de manos de Enrique Balmaceda, hijo del presidente mártir. Posteriormente,  gobiernos avanzados y nacionalizadores, como los de Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende, se sintieron interpretados por los ideales de Balmaceda.

Para el historiador inglés, Blakemore, existían en Chile, en esa época, importantes conflictos de hegemonía entre las empresas británicas, por ejemplo, los intereses de North respecto al monopolio de los ferrocarriles salitreros eran puestos en cuestión por la poderosa casa Gibbs, y ambas presionaban al gobierno chileno para obtener la concesión de los mismos. Por lo demás, diarios como El Ferrocarril y El Mercurio no pocas veces denunciaban, también, el carácter monopólico del enclave inglés. La documentada versión de Blakemore ha servido a historiadores conservadores, como Gonzalo Vial, para refutar la visión marxista de  Hernán Ramírez y Julio Cesar  Jobet.

Con razón, Marco García de la Huerta critica la reduccionista visión monocausal de la guerra civil de 1891. Hay elementos importantes en el plano cultural, que no podemos dejar de lado, como la penetración del modernismo en la literatura, con base en el aporte de Pedro Balmaceda junto a su amigo, el poeta nicaragüense Rubén Darío. Es preciso considerar que la casi totalidad de los partidos políticos  y de la aristocracia estuvieron en el bando del Congreso y sentían a  José Manuel Balmaceda como un tirano, que había ascendido al poder a los siúticos, aquel sector social de arribistas resentidos que quieren escalar imitando a la aristocracia. No faltaron las ocasiones en que los “jovencitos bien” pifiaran al ministro de Balmaceda, Bañados Espinoza, en el Club Hípico, gritando: afuera los siúticos, con lo cual se podía presagiar el nacimiento de un conflicto de castas. Esta claro que la hipótesis del apoyo popular a Balmaceda, en la guerra civil, no tiene ninguna sustentación: para los pobres, obreros y campesinos, este era un conflicto de futres, en el cual ellos eran sólo carne de cañón. Por lo demás, Balmaceda se distanció del movimiento popular
al aplicar la represión en las huelgas de 1890; el único partido popular que existió en esa época se dividió en dos sectores: uno dirigido por Malaquías Concha, que apoyó al presidente, y el otro, por Antonio Poumpin, que apoyó a los congresistas, muriendo junto a los pijes, en la matanza de Lo Cañas. Los curas y las mujeres, en su mayoría, estuvieron a favor de los congresistas, incluso, el manifiesto del Congreso fue transportado en el refajo de una dama. El historiador Fidel Araneda prueba documentalmente los odiosos discursos de los sacerdotes contra la familia Balmaceda e, incluso, el orador sagrado, Miguel ángel Jara, en una célebre pieza oratoria, envía a los infiernos al suicida presidente.      

El triunfo de los congresistas permitió el cambio de la llamada intervención presidencial a la libertad electoral. El régimen seudo parlamentario que, a diferencia de sus congéneres europeos, no permitía la disolución del Congreso por parte del presidente de la República, sino que fue más bien un régimen plutocrático dominado por partidos políticos anarquizados. Los primeros mandatarios eran estafermos, carentes de todo poder, una especie de “reinas de Inglaterra sin corona”, por ejemplo, Jorge Montt era un almirante de una Armada chilena que, ostentosamente,  pretendía imitar a la británica. Según sus contemporáneos, carecía de toda capacidad política. En su gobierno las dos combinaciones de partidos, la alianza que incluía a los radicales, y la coalición a los conservadores, producto de un resabio de la lucha teológica, se repartían los gabinetes. Federico Errázuriz Echaurren, un latifundista macuco, pretendió manejar, en base a la habilidad, a los partidos omnipotentes, fracasando rotundamente. Germán Riesco, un abogado cuyo gobierno fue dominado por los políticos y la corrupción, terminó siendo vilipendiado por aquellos que él mismo había exaltado. Pedro Montt prometió un resurgimiento siendo su gobierno un completo fiasco; el presidente de mala suerte según el escritor Joaquín  Edwards Bello, terminó su gobierno con la matanza de Santa María de Iquique. El gobierno de Ramón Barros Luco fue un interludio cómico, pleno de humor y carente de realizaciones. Juan Luis Sanfuentes, el ex balmacedista, jugador de la bolsa y las manipulaciones políticas, terminó por conducir a la derrota el reinado feliz de la oligarquía.

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Desde el comedor y la sala de sesiones se sienten estampidos de los corchos de las botellas de champaña
La aristocracia chilena, convertida otrora en una burguesía plutocrática, se caracterizaba por su desprecio a los siúticos y los rotos; su modo de vida estaba centrado en el ocio y el  menosprecio a toda labor productiva: la mejor manera de mantener el status era la especulación en la bolsa y la explotación de sus extensas propiedades agrarias. Sus costumbres eran imitaciones de Francia. Carlos Vicuña Fuentes llamaba a esta aristocracia “la tribu de Judá”, que despreciaba a los arribistas como Eliodoro Yánez: “Ahí están en los salones del Club de la Unión los Errázuriz, numerosos y tercos, los Ovalles, campanudos, los austeros y secos Valdeses, los elegantes Del Río, los Lyons, agusanados y huecos, los Amunáteguis, acomodaticios y fofos, los testarudos y codiciosos Echeñiques, los variados Figueroas, los vacíos y solemnes Tocornales, y tantos y tantos otros” (Vicuña Fuentes, 2002; 86).

Los  diputados oligarcas habían llegado al máximo del desprestigio: leemos en el diario “El Ferrocarril” un resumen de le sesión de la  cámara de diputados, “Algunos diputados duermen, dando ruidosos ronquidos; otros llaman sin cesar a los oficiales de la sala,  pidiéndoles whisky con soda, jerez con apollinaires, coñac con Panimávida. Las interrupciones se cambian a cada instante entre los que se conservan despiertos. Algunos ríen a carcajadas por cualquier motivo. De repente llagan tres diputados a la sala, haciendo curvas y equis con lamentable dificultad”

“Un joven  diputado monttino… medio se incorpora y con voz indecisa exclama: vaya a contarle a su abuela”

 “ Otros apuran sus vasos y….se injurian con incomprensible crudeza, pero reconociéndose dispuestos a no molestarse…. No hay que enojarse compadre”

 “ Nadie oye a nadie…  A intervalos salen unos en dirección del comedor, y en la sala de sesiones se sienten estampidos de los corchos de las botellas de champaña. Parece .por momentos que hubiera fuego graneado”

“Las salas llenas  de humo que despiden los cigarros puros. El ambiente impregnado de vapores alcohólicos. Los diputados, en orden disperso. Aquel tiene los pies sobre la mesa. Ese otro ronca estrepitosamente. Este, con el chaleco abierto sin corbata, parece que lo acaban de fusilar ….

“ Mas que sesión parece una merienda de negros”

“Uno de los oradores se saca el cuello de la camisa y los puños.. Los colegas aplauden la operación” (Vial  tomo  II 1987 613 )

EL régimen electoral de la República Parlamentaria suponía que las clases inferiores estaban constituidas por carneros, a los cuales había que comprar por medio del cohecho. Según un profesor de derecho constitucional, el cohecho era un justo correctivo del peligroso sufragio universal. ¿Cómo iba a tener el mismo valor el voto de un “roto” que el de un aristócrata? Según mi abuelo, Manuel Rivas Vicuña, el régimen electoral estaba completamente podrido, la elección no dependía de los ciudadanos, sino de las mayorías en las municipalidades y en la junta receptora de sufragios. (Rivas Vicuña, 1934:12-13). Las senadurías costaban algunos millones de pesos y no pocas veces grandes líderes de partidos, como Abdón Cifuentes, debieron declinar su candidatura por  carecer de dinero. Los cargos parlamentarios eran como las condecoraciones para aquellos más diablos de la burguesía plutocrática.

El famoso sistema binominal no fue una invención de los constituyentes pinochetistas: lo tomaron de una propuesta del más antidemocrático  de los diputados, el historiador Alberto Edwards. En la ley electoral de 1912 se proponía una repartición que dividía al país en una serie de pequeños distritos, en cada uno se elegía a dos diputados y dos senadores; esto garantizaba que con un 33% la minoría aseguraba el mismo número de asientos que el que obtenía la mayoría. ( Rivas Vicuña, 1964:245-246).

Como los candidatos imprimían el voto, existía la papeleta bruja en que iba marcada la preferencia desde la secretaría del candidato; en las sedes políticas se encerraba a los “carneros” se les daba un vaso de vino y una empanada  se la entregaba una mitad de un billete o de un zapato prometiéndole el resto cuando ganara el candidato. Se contrataba a un matón que golpeara al primer elector de la fila, con el fin de asustar al resto; no pocas veces los muertos eran suplantados o los partidos inventaban o subvencionaban a los mayores contribuyentes. Federico Errázuriz era el niño astuto de la burguesía plutocrática: en la elección presidencial, en la cual terminó empatado con Vicente Reyes, quien era llamado el padre moral de la República, y que en su ingenuidad no estaba dispuesto a conquistar ningún voto demagógicamente, incluso, no salió de su casa durante toda la campaña,  Federico Errázuriz no dudó en comprarse a los dos electores (Peña y Guemes) que le faltaban para obligar la decisión del Congreso sobre el empate, el cual estaba dominado por los familiares de don Federico, quienes carentes de toda ética, a pesar de los reclamos, eligieron a su pariente.

< div>El cinismo político dominaba el período parlamentario tal como en la actualidad. Los ex seguidores del ex presidente Balmaceda, convertidos en los peores oportunistas decían: “…el país quiere ser rico a toda costa, y todos queremos serlo(…) El país quiere hombres nuevos y emprendedores, hombres en quienes no sobrecoja ningún pánico en el mercado y que sean capaces de lanzar la patria por los caminos que llevan a la prosperidad y a la riqueza(…) ¡Qué importa que nuestro candidato no haya pronunciado estrepitosos discursos en el senado, cuando no es esto lo que necesitamos. ¿De qué nos servirían hoy Andrés Bello, Mariano Egaña, Manuel Montt, Antonio Varas, García reyes, Tocornal, Arteaga Alemparte, Santa María y nuestro mismo Balmaceda?” (Góngora, 1986:85).

A tanto llegaba el cohecho que Marcial Martínez  propuso, cínicamente, en 1904, que el Estado comprara los parlamentarios, lo que evitaría el cohecho privado, economizando plata para el erario nacional; si aquello no resultara, el Estado podría coimear a los electores, algo así como si se decretara la libre venta de las drogas para evitar el negocio de los narcotraficantes

Este retrato del oportunista, maquinero y especulador Juan Luis Sanfuentes podría ser útil a cualquiera de los lobbystas y candidatos en la actualidad. Qué importan los  Allendes y los Frei Montalvas, lo que importa es hacerse ricos y en el menor tiempo posible, ojalá sin trabajar. La desfachatez de la burguesía plutocrática llegaba a tal grado que el balmacedista Enrique Zañartu Prieto afichaba el siguiente anuncio: “¡Atención!, ¡Atención! El mayor de los regalos nunca vistos en Chile. Una vaca lechera con cría al pie, de toro fino. Además de la gratificación que se repartirá a todos los electores que voten por el Señor Zañartu, se le dará un boleto para tener derecho a entrar en la rifa de una vaca lechera que se tirará inmediatamente después de la elección, al que le toque el número premiado puede llevársela en el acto…” ( cit por Portales, 2004:141). Como los liberales democráticos habían traicionado los ideales de Balmaceda transformándose en un partido político más del parlamentarismo, ya no tenían ningún asco en asaltar la administración pública e imponerse en las provincias, sobre la base de caudillos que utilizaban matones para aterrar a sus rivales; el más conocido de estos gamonales fue el senador Del Río, el dueño de Punta Lobos, en la provincia de Tarapacá, quien fuera derrotado por Arturo Alessandri Palma.

Los propios parlamentarios calificaban los poderes de los elegidos, prestándose para las más increíbles transacciones: cuando a la oligarquía  no le gustaba un  representante popular, como Luis Emilio Recabaren, declaraba nula su elección. Los debates en las Cámaras eran interminables a causa que en nombre de  la libertad de opinión, la discusión de un proyecto de ley no podía cerrarse antes que hubiera intervenido el último parlamentario que quisiera hacer uso de la palabra; estas estrategias fueron usadas por los conservadores para evitar leyes que perjudicaran los intereses de la iglesia. Por la oposición de los clericales no se pudo aprobar, hasta 1920, la ley de enseñanza primaria, obligatoria y gratuita. Hubo diputados que se hicieron famosos por tener la habilidad de hablar noches enteras en estas verdaderas maratones parlamentarias.

Como hoy, los partidos políticos no tenían ninguna doctrina, la agrupación mayoritaria era el partido liberal, una verdadera cooperativa de caudillos. Un sector liderado por Fernando Lazcano, el verdadero padre político de Manuel Rivas Vicuña y Arturo Alessandri, propendía a la alianza con los conservadores. Como los chilenos siempre han confundido el silencio con la inteligencia, don Fernando Lazcano nunca opinó sobre ningún tema que pudiera ofender a alguien. Irónicamente, un memorialista decía que se ha recopilado un solo discurso donde el patricio hablaba sobre la pena de muerte: “como la muerte  no tiene partido no había riesgo de perder prosélitos”. El partido nacional monttvarista se había convertido en la guarida de los banqueros y millonarios, sus líderes, Agustín Edwards y Pedro Montt, generalmente se aliaban al liberalismo. El partido liberal democrático sólo se interesaba en copar los puestos públicos, como su símil, el socialismo chileno actual, los ideales de los presidentes mártires, José Manuel Balmaceda y Salvador Allende, sólo servían para adornar sus falsos discursos. El partido radical estaba dominado por los comilones del Estado docente, solo por momentos aparecía en algún congreso el debate ideológico entre el liberalismo de Enrique  MacIver y el socialismo de cátedra., de Valentín Letelier. El Partido Demócrata, que representaba los intereses de las clases bajas, también se había transformado en una agencia de empleo: si bien los gobiernos del régimen parlamentario se resistían a nombrar a los demócratas en los ministerios, a partir de 1915 Angel Guarello ocupó por primera vez una cartera ministerial. A partir de entonces los demócratas, sin ningún asco, formaban parte indistintamente de gobiernos con los católicos conservadores y con los agnósticos radicales, “con Dios y con el diablo”.

El ideal de la burguesía chilena frente a tanta elección empatada, era la conformación de un tribunal de honor, compuesto por hombres buenos, que resolvieran los conflictos electorales entre caballeros pertenecientes a una misma casta. Como Arturo Alessandri contaba con el apoyo de las capas medias y del ejército, los oligarcas no se atrevieron a hacer elegir por el Congreso Pleno a su rival, el “pavo real” Barros Borgoño. Bastó que los diputados electrolíticos, liberales disidentes dirigidos por Manuel Rivas Vicuña, amenazaran con no asistir al Congreso para que impusieran su idea de un tribunal de honor. La muerte dramática repentina de Fernando Lazcano, presidente del senado, posibilitó el triunfo de Alessandri Palma y su proclamación por el tribunal de honor. El León de Tarapacá no tuvo empacho en aplicar la intervención electoral para conseguir un parlamento favorable, en 1924, cuando arreciaba el conflicto con la “canalla dorada”, la derecha liberal y conservadora. Aun en el régimen presidencial la oligarquía, aterrada ante el avance de los militares y de las capas medias, busca formas de mantener una aparente alianza con un candidato de consenso, como el superficial y holgazán, Emiliano Figueroa quien, en 1927, triunfa sobre el doctor José Santos Salas, apoyado por los sectores populares.

En la dictadura de Carlos Ibáñez la burla a la soberanía popular es total: el coronel logra triunfar, en las elecciones de 1927, con el 100% de los votos, aplicando leyes extraordinarias y exiliando a muchos de sus enemigos políticos, entre ellos el presidente de la Cámara de Diputados, Don Rafael Luis Gumucio, el ex ministro del Interior, don Manuel Rivas Vicuña, el magistrado de la Corte Suprema, Horacio Hevia, el escritor Carlos Vicuña Fuentes, y tantos otros. Basado en una trampa legal que permitía la elección de un diputado o un Senador cuando  no existía un rival inscrito como candidato, cita a los presidentes de partido para elegir un Congreso sin que medie una consulta popular: llamado el Congreso termal, pues fue construido a su medida en una de las tantas estadías vacacionales del dictador en las termas de Chillán. El   espurio parlamento se mantuvo durante el gobierno de Juan Esteban Montero y fue cerrado por la República socialista de Marmaduke Grove y Eugenio Matte.

La derecha continuaba utilizando el cohecho: en 1938, en una elección decisiva luchaban por el poder el Frente Popular, encabezado por el radical Pedro Aguirre Cerda y la derecha  con su candidato, el ex ministro de Hacienda de Alessandri, don Gustavo Ross Santa María. La Matanza del Se
guro Obrero, que llevó a la renuncia de la candidatura de Carlos Ibáñez, posibilitó el triunfo del Frente Popular, encabezado por Pedro Aguirre Cerda. En las elecciones de 1938 se organizaban las brigadas contra el cohecho, sin embargo, esta práctica corrupta no terminaba hasta que, a finales del segundo gobierno de Ibáñez, ( 1958), se organizó una alianza de partidos compuesta por los Radicales, Falangistas  y Socialistas, llamada el Bloque de Saneamiento Democrático que, en su programa incluía, además de la derogación de la Ley de Defensa de la Democracia, que excluía a los comunistas de los registros electorales, una ley que proponía la existencia de una cédula única a utilizar en los eventos electorales. Con esta legislación se ponía fin al cohecho.

La derecha, sin embargo, logró, en la primera elección bajo el sistema de la cédula única, triunfar con el empresario Jorge Alessandri Rodríguez. En 1964, en una elección extraordinaria, en el clásico riñón del latifundio, la ciudad de Curicó, inesperadamente triunfó el candidato socialista Oscar Naranjo, contra un demócrata cristiano ( Fuenzalida) y un derechista (Ramírez). Este verdadero terremoto político le significó a Allende la derrota, y a Frei Montalva el apoyo, a la fuerza, de una derecha aterrada por el posible advenimiento de comunismo. Ellos mismos se habían creído su propia campaña del terror. En los años 60 y 70, el universo electoral crecía en forma explosiva: sendas reformas de la ley permitían el voto a los analfabetos, a los mayores de 18 años, además del sufragio femenino, logrado en 1948. Este nuevo cuerpo electoral, el más amplio de nuestra historia, hizo posible el inesperado triunfo de la Unidad Popular.

Durante la dictadura se realizaron dos plebiscitos fraudulentos, sin registros electorales y con estado de sitio: el primero para rechazar las condenaciones de la ONU a la dictadura y, el segundo, para ratificar la  ilegal constitución de 1980. Los fraudes  electorales fueron múltiples y desvergonzados,  por ejemplo, en algunas comunas  los votantes superaron al número de habitantes; se les cortaba a los sufragantes  parte de su carné  de identidad con el fin de demostrarles que estaban controlados; en la mesa  sus componentes era connotados  seguidores del tirano.  Sólo en  el plebiscito  de 1998, con el NO, se pudo vencer a la dictadura sobre la base del control  ciudadano de las mesas receptoras y la supervisión internacional.

En la actualidad, si bien no existe el cohecho, el sistema binominal elimina a una franja importante del electorado que no está de acuerdo con el “transar sin parar”, parodiando al historiador Jocelyn-Holt. Por lo demás, este sistema favorece a la minoría derechista que con sólo un 33% de los votos logra tener la mitad del senado y empatar en la cámara de diputados. Si agregamos el carácter transaccional de la Concertación, la mayoría de las leyes son el resultado de acuerdos espurios entre la derecha y la izquierda. La elección de senadores es una verdadera burla a la soberanía popular: desde ya los mismos senadores están elegidos mucho antes que el pueblo participe de los comicios. A veces hay disputas entre personalismos, como las de Andrés Saldívar y Guido Girardi, en Santiago poniente, o la de Alejandro Navarro y José Antonio  Viera Gallo, en Concepción, o la Isabel Allende y Adriana Muñoz, en la IV Región. Pura ingeniería política, ningún proyecto, ninguna idea, ningún sueño. Son combates caballerescos entre senadores vitalicios que, incluso, no saben perder. Es la misma plutocracia: quien no tiene dinero, ahora millones de dólares, difícilmente puede ser candidato. El divorcio entre la ética y política es total, y con mucha razón los jóvenes se niegan a inscribirse en los registros electorales mostrándose desencantados de tanta miseria de los viejos y nuevos ricos de la concertación           

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La política y los negocios
Chile había heredado la misma peste que destruyó al Perú: la riqueza del salitre. Autores como Enrique MacIver, Alejandro Venegas y Luis Emilio Recabarren atribuyen la crisis moral, de comienzos de siglo, a la peste heredada de las provincias arrebatadas a nuestros vecinos del norte. Los diputados y senadores, en su mayoría, eran latifundistas y abogados: confundían su puesto político con los intereses de sus clientes, por ejemplo, Thomas North poseía un equipo de abogados entre lo más granado de la oligarquía chilena; Julio Zegers y su hijo, Julio II, importantes personajes del bando congresista, tramitaban ante el Estado los diversos juicios que les encomendaba su cliente, el rey del salitre; Enrique MacIver y su hermano David, líderes radicales, formaban parte, también, del staff de North. Posteriormente, se agregaron los conservadores, otrora poderosos a causa de la libertad electoral, personajes como Zorobabel Rodríguez y Carlos Walker, quienes se lucían en foro defendiendo las distintas compañías británicas. Es cierto, como lo sostiene Blakemore que otras compañías inglesas disputaban el cetro del rey del salitre, como es el caso de la Casa Gibbs, y tenían también abogados poderosos, como líder Eulogio Altamirano. Posteriormente, defensores exitosos se enriquecieron representando compañías salitreras. Don Arturo Alessandri ganó más de 75.000 libras esterlinas en juicios contra el estado, de parte de la Compañía de Salitres Antofagasta. Rafael Sotomayor, ministro del Interior de Pedro Montt y conocido como culpable de la matanza de Santa María de Iquique, protagonizó un escándalo al conseguir un crédito del Banco de  Chile a favor del famoso salitrero, Matías Granja, cuya empresa estaba a punto de declararse en quiebra; se sabía que Sotomayor, además de abogado de Granja, se iba a convertir en su heredero principal. Esta relación de cohabitación entre salitreros, gobiernos y bancos era considerada lícita en esa época.

La mayoría de los parlamentarios postulaba, con todo cinismo, a las concesiones fiscales de tierras salitreras: estos “dilectos ciudadanos” poseían una mafia de abogados, notarios, tinterillos y geógrafos, entre otros profesionales que, con toda impunidad, cambiaban los deslindes de las estacas concedidas hacia los lugares de vetas más ricas. Los gobernadores, todos nombrados por los corruptos partidos de la república parlamentaria, siempre arbitraban a favor de los empresarios del salitre: el militarista Gonzalo Bulnes, autor de un libro sobre la guerra del Pacífico, defendió siempre el monopolio de North sobre las aguas de Iquique; el senador Arturo del Río era un verdadero gamonal en la provincia de Tarapacá y su reino fue puesto en cuestión por don Arturo Alessandri, nominado como candidato de la alianza liberal.

Era tanta la seguridad y soberbia de Arturo Del Río que amenazó a Alessandri con hundirlo en la bahía de Iquique. El León de Tarapacá no lo hacía mal en cuanto a corrupción: su gobierno fue dominado por un grupo de amigos llamada la “execrable camarilla”. Mi abuelo, Rafael Luis Gumucio, por esos tiempos líder del partido conservador y furibundo enemigo de don Arturo, se encontró un día con Alessandri, ya en el poder, quien lo imprecó diciéndole a don Rafael que sus enemigos habían llegado a tal grado de insidia que lo acusaban de ladrón, y el dirigente conservador le respondió que no se preocupara, pues a él, que era cojo de nacimiento, le decían el cojo. En la decadencia de la república parlamentaria los militares que proponían limpiar la política aplicándole un purgante llamado termocauterio, difundieron una lista de parlamentarios que sobornaban a los funcionarios. El poeta Vicente Huidobro, en su corto paso por la política, se ganó una paliza
al acusar a algunos políticos de coimeros. Los malpensados sostienen que los golpes recibidos lo llevaron a la muerte. Los estudiantes anarquistas, de la FECH, publicaban en la revista Acción, los latrocinios de los políticos.

Las tierras australes y de la Araucanía no se salvaron de la codicia de los políticos: se repartían a manos llenas terrenos que antes habían pertenecido a los indígenas. Como se puede ver, el caso actual de Piñera y los huilliches no es ninguna novedad. Los bancos fueron siempre una fuente inagotable de escándalos: prestaban dinero a los gobiernos de turno que, a su vez, los salvaban cuando los bancos quebraban. Por lo demás, estas instituciones financieras podían imprimir billetes a su gusto, pues no existía la conversión metálica, provocando, obviamente, la inflación, que perjudicaba a los más pobres. El presidente Balmaceda, que había tenido una pésima experiencia con los bancos, intentó crear en su gobierno un banco del Estado, pero la guerra civil lo hizo imposible. Senadores y diputados eran directores de la banca privada, por consiguiente, los intereses del presidente de la República y los de los bancos eran los mismos. Germán Riesco, ex presidente de Chile, intentó salvar de la quiebra a un banco con la ayuda del Estado pero, en este caso, el “rey holgazán”, Ramón Barros Luco, demostró dignidad al negarse a colaborar con don Germán.

El Mop-Gate tampoco es una novedad: en la república parlamentaria se formó un sindicato de Obras Públicas, cuyo objetivo era postular a las concesiones fiscales; su directorio era elegido por la mayoría de los socios del aristocrático Club de la Unión. En 1920, fueron directores del Sindicato nada menos que el hermano de Arturo Alessandri, José Pedro y su rival, don Luis Barros Borgoño. No es extraño que, con tan poderosos padrinos, el sindicato ganara la concesión del ferrocarril de Arica- La Paz.

Al igual que el caso coimas, existieron escándalos de menor calado económico pero de más baja estofa. Producto de la crisis del salitre llegaron a Santiago miles de obreros cesantes, que no tenían donde alojarse y debían comer en ollas comunes. El gobierno de Alessandri construyó una serie de albergues para domiciliar a los obreros, cuyo director, Bernardo Gómez, era un seguidor devoto del presidente; un día, el ministro Tocornal inspeccionó los albergues contando a sus pensionados uno por uno y descubrió que sumaban mil seiscientos noventa y cuatro; la dirección cobraba al fisco por cuatro mil quinientos once albergados. Las cifras no cuadraban, ¿dónde estaba la trampa? A su vez, la investigación permitió conocer una serie de boletas abultadas, que se entregaban a los proveedores.

La oligarquía plutocrática despreciaba el trabajo manual, tenía muy poco interés por la industria y el buen tono exigía no trabajar: para mantener el dispendioso tren de vida se hacía necesario especular en la bolsa de comercio. Un presidente, como Juan Luis Sanfuentes, era un verdadero genio de la especulación financiera. En 1904 se produjo, en Santiago, un verdadero éxito explosivo de la bolsa de comercio: se crearon una serie de compañías chilenas y bolivianas que no existían en la realidad. En pocas horas, los tenedores de estas acciones se convertían en millonarios. El escritor Luis Orrego Luco, en su novela “La casa grande”, pretende mostrar el auge y decadencia de la oligarquía que vive de la explotación. El personaje principal de la novela, ángel Heredia, se convierte en millonario con unas acciones bolivianas falsas: en 1906 la burbuja explota y los nuevos millonarios devienen en miserables. El matrimonio de ángel Heredia y Gabriela Sandoval se destruye producto de la vida ostentosa por sobre sus ingresos que ambos se permitían. Orrego Luco, al igual que Joaquín Edwards Bello con “El Inútil”, fueron despreciados por su clase social  a causa de la pintura realista de la decadencia de la oligarquía. Julio Valdes Cange describe “Al especulador audaz que saliendo mendicante para la región  del caliche, vuelve millonario, porque supo embrollarle al  Estado unas cuantas estacas salitreras, se cree digno de aplauso y consideración; y así  piensa también los altos funcionarios, magistrados y miembros selectos de la sociedad de Santiago, que corren presurosos a sus banquetes y sus bailes a rendir parias al ídolo dinero ( cit por Gazmuri  :146)

El asalto a la administración pública
Si bien los empleados públicos honestos ganaban, como en la actualidad, sueldos miserables, no faltaban los privilegiados que, generalmente, eran parientes de aristócratas o recomendados de senadores de diputados, o amigos de un caudillo de provincia. Los directores de Liceos, según Valdés Cange, eran abogados fracasados en el foro, o médicos incapaces de aplicar el bisturí.

Los gobernadores obedecían siempre a una cuota política, en su mayoría eran liberales democráticos; los jueces eran nominados por el poder político, en su mayoría se aprovechaban del cargo para hacer negocios. Según el profesor Venegas, los tinterillos hacían su agosto en las provincias alejadas de Santiago, en especial Tarapacá y la Araucanía. Con mucha razón, Vicente Huidobro sostenía que la balanza de la justicia siempre se cargaba hacia el queso, y Luis Emilio Recabarren se espantaba con el pésimo trato de los magistrados respecto a los pobres ladrones de gallinas. Ya en ese tiempo se pagaban sobresueldos: según Valdés Cange, el arzobispo recibía un sobresueldo de cinco mil pesos para representación y mil quinientos para la casa. El inspector del Registro Civil disfrutaba de un sueldo de tres mil pesos y recibía para la casa y oficina la suma de cuatro mil pesos .El intendente de Antofagasta tiene 7.000 pesos de sueldo y 4 mil de gastos de representación El intendente de Santiago el mismo sueldo  y 5,000 de representación (Valdés Cange, 1910:82-83).

Los jueces no experimentaban ningún asco en violentar la ley cuando se trataba de perseguir a los que llamaban los subversivos: el juez Astorquiza se ensañó con el estudiante y poeta Domingo Gómez Rojas, secretario del sindicato anarquista, IWW, quien enloqueció y murió en la casa de orates. Los estudiantes, enfurecidos, le enviaban al juez venal tarjetas de pésame, con el último poema escrito por el poeta Domingo Gómez Rojas.  El juez terminó sus días abandonado por su avergonzada mujer y convertido en un servil juez dictatorial Luis Emilio Recabarren, que conoció las cárceles desde su interior por haber pasado por distintos presidios durante su lucha revolucionaria, las describe de la sugerente manera:  “El régimen carcelario es  de lo peor que puede haber en este país. Yo creo no exagerar si afirmo que cada prisión es la ‘escuela practica y profesional’ más perfecta para el aprendizaje y progreso del estudio del crimen y del vicio ¡Oh monstruosidad humana! ¡todos los crímenes y todos los vicios se perfecciona en las prisiones, sin que haya quien pretenda evitar este desarrollo” ( cit por Gazmuri  2001 266).  Los jueces , abogados y tinterillos vendían su conciencia al mejor postor, Valdés  Cange, el profesor  Venegas,  los describe sin compasión: “El letrado sin pudor que compra conciencias públicamente para ganar un juicio injusto deja el hervidero de rábulas y perjuros para ir con la frente altiva a ocupar un sillón entre los representantes del pueblo; y no contento con ese honor, aspira, aun, a otro más elevado, y los partidos se confederan en su apoyo, y hombres eminentes orgullo de nuestro mundo político, recorriendo centenares de kilómetros, van a solicitar para él los sufragios populares”  (  cit por Gazmuri 2001 ; 266).

Por cierto, a pesar la supeditación de la Corte Suprema al poder político, existieron en otros per
íodos jueces dignos, que resistieron al poder dictatorial: el presidente de la Corte Suprema, en 1927, don Javier ángel Figueroa, se negó a aceptar el sometimiento de la corte de justicia a las órdenes del ministro del Interior, Carlos Ibáñez del Campo, que ya acumulaba la casi totalidad del poder. Para nada le sirvió a don Javier ángel ser hermano del inútil presidente de la República, don Emiliano Figueroa: igual el Caballo Ibáñez, de una patada lo despidió de su cargo. A diferencia de los tribunales de la dictadura de Augusto Pinochet, algunos jueces honestos, como Horacio Hevia, acogieron los recursos de amparo presentados por los políticos, perseguidos por Ibáñez.

Conclusiones

Durante toda la historia de Chile, los sistemas electorales han falsificado la voluntad popular: la existencia de elecciones no constituye la característica principal de la democracia representativa; siempre son las oligarquías políticas las que seleccionan a su personal para ejercer el poder. Se supone que los ciudadanos de a pie no están capacitados para  gobernar y esta tarea debe ser realizada por una clase casta o tecnocracia, nacida para estas funciones. En el siglo XIX era el presidente, por medio de la intervención electoral, quien llevaba a cabo la selección del personal político. En el parlamentarismo lo fueron los partidos oligárquicos, y el sistema electoral binominal: En la actualidad, se aplica el mismo sistema y los partidos seleccionan a una casta política vitalicia.

La separación entre la ética y la política lleva, necesariamente, a la corrupción de la clase política: ya no se distingue entre le servicio público el lucro personal, la administración pasa a ser el coto de caza de los partidos; los tribunales están supeditados al poder político y los electores desprecian a la clase en el gobierno

El parlamentarismo, (1891-1925), y la Transición a la democracia, (1989-2005), son dos períodos que se prestan, perfectamente, para un estudio comparativo. El mismo reinado absoluto de los partidos políticos, el mismo sistema electoral, el mismo alejamiento  entre la casta política y la sociedad civil, los mismos acuerdos copulares .distinguir un bando de otro es sumamente difícil. No pocas veces los conversos socialistas son verdaderos  verdugos del mercado y los ex Pinochetistas se presentan demagógicamente como defensores de los intereses populares

No cabe duda de que el gobierno más corrupto de la historia de Chile es el de Augusto Pinochet, que la derecha económica aprovechó para apropiarse de las empresas del Estado, y que el mismo dictador, para no ser menos, se enriqueció en base a oscuros negocios.

Por desgracia, al igual que la peste de la riqueza salitrera peruana, a comienzos del siglo XX, la corrupción dictatorial ha infectado a los líderes democráticos de la Concertación que, en menor escala por cierto, también han entrado en esta mezcla de los negocios privados y la política. Tentó tranzar y fotografiarse con sus raptores, pero terminaron por identificarse  y por asimilarse  a sus antiguos enemigos

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