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Amnistía: hora clave para Chile

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Las familias de las víctimas pusimos la esperanza en una pequeña frase del programa de la Concertación que, en 1989, prometía derogar o anular la amnistía. Ni siquiera reparamos en que esa duda -derogar o anular- anunciaba la mentira. Porque lo cierto es que quienes negociaron la transición con la dictadura sabían que sería una promesa incumplida. Que la “justicia en la medida de lo posible” -frase de Aylwin- no incluía siquiera discutir el decreto dictado por Pinochet para encubrir sus crímenes.

Nos dijeron los parlamentarios de la Concertación -durante los gobiernos de Aylwin y de Frei- que no presentaban un proyecto porque iban perdidos. No tenían mayoría en el Senado por causa de los senadores designados. Era cierto. Pedimos que el proyecto se aprobara en la Cámara de Diputados –donde sí tenían mayoría- y se obligara al pinochetismo a enfrentar el tema en el Senado. Argumentaron entonces que no tenía sentido hacer actos “testimoniales” condenados al fracaso.

La verdad “dura” era que Pinochet seguía siendo el jefe del Ejército, que retuvo una alta cuota de poder hasta marzo de 1998 y que negociaba con la pistola sobre la mesa. Dos veces amenazó con golpe de Estado. Hasta el Presidente Frei se vio obligado por “razones de Estado” a retirar la acusación del Consejo de Defensa del Estado cuando pillamos in fraganti a Pinochet con sus “pinocheques” millonarios. Firmaba el padre en favor del hijo por la compra de armas. Olvidar el episodio fue la orden de la transición consensuada. Y eso fue lo de menos. En una democracia, Pinochet no habría podido reírse de nuestros muertos -aparecidos en el Patio 29 del cementerio- diciendo que fue muy “económico” enterrar clandestinamente de a tres o cuatro por tumba. En una democracia eso le cuesta el puesto en dos segundos. Pero hasta el general director de Carabineros se dio el lujo de desafiar al Presidente Frei, negándose a abandonar su puesto cuando un juez lo acusó como cómplice encubridor del bárbaro degüello de tres comunistas.

La verdad “dura” es que la transición necesitaba que todos sonrieran, olvidaran el pasado y bailaran felices el vals del consenso. Clima apropiado para que Pinochet se sacara el uniforme y se vistiera con las galas de senador vitalicio. Días antes, el ministro de Defensa le colgó al cuello una medalla, agradeciéndole su acción a favor de la democracia (¡!) y el ejército lo designó “padre benemérito de la patria”. Si no es por obra y gracia de la justicia española, habríamos tenido a Pinochet en el Senado hasta marzo de 2006. O, peor aún, hasta ahora. Porque si él hubiese estado entre los senadores vitalicios, quizás la derecha no acepta terminar con designados y vitalicios en la cámara alta. ¡Qué afrenta para el “tata”!

Uno de los episodios más dolorosos del espurio pacto ocurrió a fines de marzo de 2000. Acababa de regresar Pinochet de su arresto en Londres. Los parlamentarios se reunieron de emergencia -un día sábado- y aprobaron una ley que protegía con fuero y “dieta” a los ex presidentes de la República. Adujeron, en privado, que Aylwin necesitaba un sueldo de por vida. Todos sabíamos que el objetivo era Pinochet.

Chile se había comprometido ante el mundo a juzgarlo. Las pruebas, en el caso Caravana de la Muerte, eran de tal peso que el ex dictador no tenía salida. Sería desaforado, sometido a juicio y condenado. La solución estuvo en su supuesta frágil salud. Pinochet fue al Hospital Militar varias veces para acentuar el cuadro de máxima emergencia, hasta conseguir la impunidad por la vía de la “demencia sub-cortical”. El episodio culminó con Pinochet renunciando al Senado para acogerse al nuevo estatuto de ex presidentes con fuero y dieta extra de por vida. Hubo un plus para mitigar el herido orgullo del ex dictador. El día que lo declararon demente, lo fue a visitar el presidente del Senado -Andrés Zaldívar- y a la salida comunicó al país que había tenido una conversación lucida con Pinochet. Fue como echar jugo de limón sobre nuestra herida abierta… peor que el episodio en que se levantó muy orondo de su silla de ruedas en la pista del aeropuerto.

Y todo habría seguido así, realismo trágico de Chile, si no fuera por el Senado de Estados Unidos. Los congresistas descubrieron las cuentas secretas de Pinochet y emitieron un sólido informe en julio de 2004. El “demente” tenía una hábil cordura para traspasar millones de dólares de un banco a otro y abrir nuevas cuentas con nombres falsos, utilizando a toda su familia. Inolvidable el día de su declaración pública en 2005: “Asumo toda la responsabilidad (…) y niego toda participación que en ellos pueda corresponder a mi cónyuge, mis hijos y mis colaboradores más próximos” y “si a alguien quieren encarcelar, enjuiciando a una parte de la historia de Chile, que sea a mí y no a personas inocentes”.

Más claro, echarle agua. Estaba cuerdo. Y las cortes comenzaron a aprobar los nuevos desafueros y los jueces, a realizar los primeros interrogatorios. A octubre de 2006, sólo en un caso ha sido sometido a proceso por catorce víctimas de la Operación Colombo que cobró más de un centenar de vidas. Ningún juez se ha atrevido hasta ahora a dictar acusaciones y menos a condenarlo. Y ningún parlamentario enarboló antes la bandera de “anular o derogar la amnistía”, pese a contar la Concertación con mayoría en ambas cámaras desde el 11 de marzo de 2006.

Pero la memoria es porfiada y nuestros fantasmas, perseverantes. Ahora fue un profesor de la ciudad de Rancagua, comunista, asesinado por carabineros en 1973, quien se encargó de abrirnos otra puerta. El caso de Luis Almonacid tuvo en la Corte Interamericana de Derechos Humanos un fallo muy claro: “no puede amnistiarse conforme a las reglas básicas del derecho internacional, porque es un crimen de lesa humanidad”. Y la Presidenta Bachelet se comprometió a acatar el fallo.

Se ha desatado un invisible vendaval que bate puertas y ventanas en La Moneda, en las fuerzas armadas, en los partidos de la derecha y entre los poderosos empresarios. ¿Habrá otro conejo en el sombrero para salvar la amnistía con que Pinochet se perdonó a sí mismo? Los defensores de derechos humanos nos declaramos en estado de alerta máxima. Yo pondría frente al Palacio de los Tribunales de Chile un gran lienzo con la frase del libertador Simón Bolívar: “La corrupción de los pueblos nace de la indulgencia de los tribunales y de la impunidad de los delitos. Sin fuerza no hay virtud. Y sin virtud perece la República’”.
www.lanacion.cl
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