De Brasil a México y de Venezuela a Bolivia, el escenario latinoamericano atraviesa una creciente polarización que se manifiesta tanto en los procesos electorales como en la vida política cotidiana. Uno de los efectos de la actual ofensiva conservadora, comandada por la administración Bush contra los gobiernos progresistas y los movimientos sociales, es haber trasladado a la arena política la polarización social y cultural profundizada por el neoliberalismo.
Poco importa que se trate de gobiernos moderados como los de Luiz Inacio Lula da Silva (Brasil) o Tabaré Vázquez (Uruguay), o de gobiernos más audaces y transformadores como los de Evo Morales (Bolivia) y Hugo Chávez (Venezuela). La polarización crece a paso de gigante y, en gran medida, ha sido promovida por las derechas, las elites y la política de George W. Bush. Sin embargo, es un fenómeno complejo, no reducible sólo a la actitud de una de las partes temerosa de perder sus privilegios -que no siempre están en juego- o al deseo del imperio de recuperar el terreno perdido. Además de estos indudables factores, parece estar jugando de modo relevante el papel más activo que están tomando los grupos sociales que hasta ahora parecían condenados a soportar la dominación de forma pasiva.
¿Por qué las elites brasileñas quieren impedir el triunfo de Lula, cuando esas mismas elites se beneficiaron de su política económica? ¿Es tan temible Andrés Manuel López Obrador, quien se considera amigo del multimillonario mexicano Carlos Slim Heliu? Puede entenderse la ofensiva política del imperio y de las elites contra Hugo Chávez, y también contra Evo Morales, quienes encabezan gobiernos dispuestos a promover cambios de fondo que -inevitablemente- perjudican a las clases dominantes. Pero en muchos otros casos, no está en discusión ni el modelo neoliberal ni los privilegios que gozan los poderosos. En líneas generales, no hay una respuesta sencilla, pero la situación ha llegado a un punto en el que los poderosos sienten que el suelo sobre el que viven está temblando. Y sienten la ansiedad de que el temblor se convierta en terremoto. Hay por lo menos cuatro razones para esta creciente polarización: el imperio necesita conquistar más y más recursos naturales y para ello necesita gobiernos fieles; las elites locales se sienten inseguras y buscan amarrar gobiernos amigos; los mínimos cambios no estructurales que introducen algunos gobiernos progresistas, pueden darle fuerza (empowerment) a los más pobres; y finalmente, los movimientos del abajo siguen avanzando y creciendo. Todo esto genera una coyuntura, mirada con los ojos de los de arriba, de creciente “inestabilidad” para sus intereses.
Elites e imperio
Para los de arriba, lo grave no es sólo lo que está sucediendo sino lo que puede venir. Ciertamente, el imperio necesita seguir avanzando sobre los recursos naturales (petróleo y gas, agua y minería) como forma de contrarrestar tanto su progresiva debilidad como ante la inminencia del agotamiento de los hidrocarburos a plazo más o menos fijo. La dependencia petrolífera de Estados Unidos es cada vez mayor, y contar con fuentes seguras y accesibles es uno de los objetivos de la estrategia de los halcones de Washington. El fracaso de la ocupación de Irak y las dificultades para estabilizar toda la región del Oriente Medio, imponen volver la mirada a lo que -supuestamente- era el espacio seguro, retaguardia y garantía última del control planetario: América Latina. Es aquí donde la “acumulación por desposesión” (explicitada por David Harvey como la forma de enriquecimiento de las elites mundiales en el período actual) encuentra límites precisos por parte de las sociedades.
Pero no es ése el único problema del imperio. Como se sabe, el control político es clave para asegurar el acceso a las materias primas y a cualquier recurso natural. Por otro lado, Washington tiene una larga experiencia en el trato con gobiernos que le son adversos y suele implementar formas de “ablande”, ya sea directas o indirectas, político-militares o comerciales. El problema de fondo, es que la oleada de gobiernos progresistas y de izquierda coincide con el ascenso de la movilización social, que está fuera de control tanto del imperio como de las elites. Es esa confluencia real, con o sin alianzas de por medio, la que impide a Washington y a las elites operar al modo tradicional. ¿De qué sirve un golpe de Estado si la gente sale masivamente a la calle y consigue neutralizarlo?
Las elites locales se sienten inseguras, por esos mismos motivos y por otros más. Los de abajo se han vuelto ingobernables, y van a más. La experiencia de la “comuna de Oaxaca” es el ejemplo más reciente. Pueden entrar a sangre y fuego. Pero, ¿quién les asegura que el incendio no se propagará a otros estados, al propio México DF, con resultados inciertos? La represión no es garantía de continuidad de la dominación, como en tiempos anteriores. Hoy resulta inimimaginable, aún en el México gobernador por la derecha, algo similar a la masacre de Tlatelolco que, 38 años atrás, garantizó la paz de los sepulcros.
Pero hay más. Las elites latinoamericanas ya no se sienten seguras ni siquiera en sus recintos amurallados, enrejados, vigilados y alejados de los pobres. Temen verse obligadas a tener que seguir el camino de Gonzalo Sánchez de Lozada, el ex presidente boliviano forzado a huir a Estados Unidos por una insurrección popular. Sienten pánico hacia los jóvenes pobres -negros, indios o mestizos- o sea a la inmensa mayoría de la población. Sienten que ya no pueden dominarlos con prebendas clientelares. Peor aún, no tienen siquiera líderes con los que negociar, a los que sobornar o asesinar. Y son cientos de millones aglomerados en las periferias de las grandes ciudades, que tienen a “los dioses del caos de su parte”, según la feliz definición del urbanista Mike Davis. Ese pánico creciente, los lleva a buscar que “uno de los suyos” esté en el gobierno. Por eso detestan a Lula, aún sabiendo que Lula no los va a expropiar ni va a poner en cuestión sus privilegios.
Poderes de abajo
Para muchos integrantes de las elites, ha llegado el momento de poner freno al creciente poder de los pobres. Por curioso que parezca, las políticas focalizadas para “combatir” la pobreza, diseñadas por el Banco Mundial y puestas en marcha por los gobiernos de Argentina, Brasil y Uruguay, entre otros, no son ya garantía de paz social. La experiencia argentina reciente parece confirmarlo: los planes y subsidios creados por Carlos Menem, no sólo no debilitaron la protesta social sino que la potenciaron. Planes como Bolsa Familia, pueden contribuir a diferir la protesta de los más pobres, pero no van a conseguir integrarlos como ciudadanos de primera. Por el contrario, algunos indicios apuntan hacia un “empoderamiento” de los más pobres, que pueden estar motivados a pedir más o a organizarse ahora que hay un gobierno dispuesto a escucharlos.
Quiero decir que esos planes, diseñados en efecto para dispersar y adormecer la capacidad de movilización autónoma de los más pobres, pueden tener efectos contrarios. Sobre todo en una situación de alza de los movimientos de los de abajo. No estoy asegurando que algo así vaya a suceder, pero, en la mirada de las elites, es una posibilidad, una eventualidad que sería mejor evitar. De ahí las críticas a los planes sociales, en todos los países del continente.
Por último, los movimientos del abajo son ya imparables. Las elites y el imperio no saben cómo hacerlo. Las sociedades empiezan a dividirse, hasta países enteros aparecen divididos. El México del Norte vota derecha, en tanto el del Sur vota izquierda. El Brasil del Sur y Sureste votan derecha donde antes habían votado izquierda, mientras el Brasil del Nordeste, el Brasil pobre y profund
o, se vuelca por primera vez y masivamente a la izquierda. Y así en todas partes. En Bolivia, en Ecuador y en Uruguay, en Caracas, Lima y Buenos Aires, en cada lugar a su modo y con sus características propias, naciones, sociedades y ciudades exhiben sus fracturas étnicas y clasistas. La novedad es que ahora la fractura social se está convirtiendo en fractura política. La polarización social y cultural se están politizando. Ahora los territorios de los ricos votan derecha y los territorios de los pobres votan izquierda. Por eso los medios conservadores están enloquecidos, porque la lucha social ha desnudado la máscara de la doble ciudadanía. Y se ven forzados a construir murallas que separen barrios, y hasta países.
Cuando los medios de los poderosos se empeñan en fabricar “golpes de Estado mediáticos”, es señal de desesperación, no de fortaleza. Cuando el velo de la dominación ha sido arrancado por los hechos -ya sean hechos electorales o insurreccionales-, es la propia dominación la que está en juego. James Scott nos recuerda en Los dominados y el arte de la resistencia, un texto cada vez más actual, que cuando los oprimidos se atreven a decir sus verdades a cara descubierta, en público, es porque sienten que los días de la dominación están contados. Esta es, precisamente, la percepción que tienen las elites, desde Washington a San Pablo.
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