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¿Enferma Francia?

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Tres millones de personas, entre quienes se contaban estudiantes, sindicalistas, comerciantes y desocupados, se movilizaron en Francia el pasado 28 de marzo y volvieron a manifestarse el martes 4 de abril. Las jornadas de huelga dejaron intacto el enfrentamiento entre los jóvenes que protestan contra el Contrato de Primer Empleo y las posiciones del primer ministro De Villepin, que se negaba a retirar la ley. Según quién lo interprete, el creciente y heterogéneo movimiento contra este nuevo paso adelante hacia la flexibilización laboral es un síntoma del “inmovilismo” estatista francés, o una prueba de la vitalidad de sus tradiciones sociales y republicanas, que la oponen al criterio económico liberal prevaleciente en la Unión Europea.

Un organismo fallado cuya reforma se impone con irrefutable evidencia. Sobre el trasfondo de la angustia sanitaria provocada por las amenazas de la peste aviaria. Así aparece Francia a los ojos de una cohorte de “declinólogos” de derecha (1). Este pesimismo ambiente se vio corroborado por acontecimientos recientes de índole diversa, que al transmitir la sensación de que las instituciones se desmoronaban contribuyeron al actual malestar generalizado: catástrofe judicial y naufragio de los medios de comunicación en el proceso de los “pedófilos” de Outreau, ley del 23 de febrero de 2005 que reconoce “el rol positivo” del colonialismo (2), fallas concernientes al portaaviones Clemenceau, tumultos en los suburbios en noviembre de 2005, repliegues identitarios y afirmación de los comunitarismos en ocasión del caso de las caricaturas de Mahoma o del repulsivo asesinato del joven Ilan Halimi, privatización simulada de Gaz de France, etc.

Las Casandras de la “Francia que cae” ven sumirse al país en una suerte de desesperación colectiva que se habría manifestado especialmente el 29 de mayo de 2005, en ocasión del “No” al proyecto de tratado constitucional europeo. “Francia –afirma por ejemplo Nicolas Baverez, jefe de fila de los ‘declinólogos’se ha aislado en una burbuja de demagogia y mentiras, los políticos se niegan a decir la verdad (…) No se atreven a hacer reformas porque temen las revoluciones. Pero es precisamente la ausencia de reformas lo que culmina en las revoluciones” (3).

Para terminar con esta “Francia enferma en una Europa decadente”, llaman a una rectificación liberal. Y hace tiempo recomiendan la desregulación del mercado laboral, como si bastara con accionar algunas simples palancas.
En este contexto alarmista, apremiado por los “rupturistas”, el primer ministro francés Dominique de Villepin, acusado de estar “de pie ante Bush pero acostado ante la CGT”, habría decidido romper “la política de espera de las élites” y concretar por fin la reforma del empleo.

De manera que el verano pasado hizo votar precipitadamente el Contrato de Nuevo Empleo (CNE) que entró en vigencia el 1 de septiembre de 2005 para los establecimientos con menos de 20 asalariados, esto es, los dos tercios de las empresas francesas. La principal innovación son las modalidades de su ruptura. Como dice el inspector laboral Gérard Filoche: “Se trata esencialmente de un ‘nuevo derecho de despido’: se puede despedir a cualquiera en cualquier momento, sin motivo, sin procedimiento, sin apelación” (4).

Como se topó con una resistencia sumamente moderada contra este tipo de contrato que responde a antiguas demandas de la patronal, Villepin creyó que podría salirse de nuevo con la suya al hacer votar el 8 de febrero pasado, sin verdadero debate parlamentario, el Contrato de Primer Empleo (CPE) destinado esta vez a las empresas con más de 20 asalariados y reservado a los jóvenes de menos de 26 años. Lo mismo que con el CNE, el empleador tiene durante los dos primeros años la posibilidad de romper el contrato sin expresar motivación escrita.

El Primer Ministro trató de explicar la extraña índole del CPE pretextando que después de los recientes tumultos en los suburbios era urgente favorecer el empleo de jóvenes sin formación. El argumento no convenció. Muy rápido la oposición al CPE cobró una envergadura y una intensidad considerables en las universidades, con el apoyo inmediato de los principales sindicatos.

Lo que está en juego es tanto político como simbólico. Después de la grave derrota sufrida en julio de 2003 con el voto a la ley de jubilaciones, el movimiento popular en Francia tenía que reponerse. Por añadidura, los ciudadanos evalúan que aceptar el CPE después de haber tenido que ceder ante el CNE es abrir el camino al desmantelamiento completo del código de trabajo, sacrificarlo en el altar de la flexibilidad y favorecer la precarización definitiva del empleo.

Acusada por la derecha de ser hoy “el enfermo de Europa”, Francia es por el contrario un país que resiste. Uno de los pocos en Europa donde con formidable vitalidad una mayoría de asalariados se niega a una mundialización salvaje que significa la toma del poder por las finanzas. Y que abandona a los ciudadanos a las empresas mientras el Estado se lava las manos. Descorazona esta modificación radical de la relación entre los poderes públicos y la sociedad (el final del “Estado protector”).

La solidaridad social constituye un rasgo fundamental de la identidad francesa. Una solidaridad que el CPE contribuye a liquidar. De donde una vez más la impugnación. Y la revuelta.

Notas
1 Nicolas Baverez, Michel Camdessus, Christophe Lambert, Jacques Marseille, Alain Minc, todos cercanos a Nicolas Sarkozy.
2 El presidente Jacques Chirac pidió el 4 de febrero de 2006 la reescritura de ese texto que “divide a los franceses”.
3 L’Express, París, 12-1-06. 4 http://www.legrandsoir.info/article.php3?id_article=2473

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