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Mentiras y verdades sobre un maltrecho "honor de soldado"

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Recientemente ha hecho noticia la querella entablada por una organización de militares en retiro en contra de un ministro de Estado, por supuestas ofensas al honor militar. No es la primera vez que se oye a militares referirse a aquello que en un militar adquiría antiguamente connotaciones de divisa y razón de ser,  el "honor de soldado". Tampoco es extraño el interés por esclarecer temáticas profesionales similares, como lo es cualquier referencia al honor del médico, del maestro, del periodista o de cualquier miembro de la sociedad, cuando se quiere precisar el contexto ético en el cual dichos profesionales actúan. En todos los casos, una conjunción de códigos sociales, culturales y éticos determinan los rasgos de actitudes y conductas. Ellos abarcan los propios códigos personales pero están, en su génesis, más allá de los criterios individuales, por cuanto intervienen en ellos factores derivados de la propia organización y estructura de la sociedad.

Atribución ciudadana

Por ello, no es de extrañar que sean preferentemente militares quienes abordan el tema del “honor militar” y naturalmente están en su derecho, al referirse a materias que son de su incumbencia. Lo curioso de éstas referencias es que jamás se encuentra en ellas, alguna clarificación semántica o ideológica que permita comprender a qué se refieren conceptualmente. Se habla de “mi honor de soldado” o de que “el honor militar ha sido mancillado”, sin más explicaciones, como si el entendimiento de tal aseveración fuera cosa de perogrullo. Sin embargo, el concepto de “honor” del militar o de cualquier otro profesional, fuera del contexto ideológico y social que les corresponde, puede ser entendido ciertamente de maneras muy diferentes.

El “honor de soldado” no es un fetiche, no es una concepción ética de orden personal ni un código de conducta cuartelera, sino uno de los más importantes conceptos sociológicos, éticos y políticos que regulan la existencia de una sociedad democrática. Pretender otra cosa acusaría un grave défict cultural. Por esa razón, es inaceptable, en un régimen de democracia, la pretensión de ciertos mandatarios de silenciar a sus mandantes, ya sean éstos un ministro o cualquier otro ciudadano, cuando opinan acerca del llamado “honor militar” y sus implicancias. Ciertamente, hemos vivido 17 o 30 años verificando día tras día, hecho tras hecho, la significación, el contenido y las proyecciones sociales y políticas de la vigencia y de la ausencia del principio de “honor de soldado” en la vida política del país.

Tanto el conocimiento teórico como los hechos, no las palabras, nos han confirmado lo que hay de verdad y lo que hay de mentira en esta materia. Como ciudadanos, poseemos todo el derecho, toda la autoridad y todas las atribuciones necesarias para referirnos a este tema, así como a cualquier otro. Particularmente, cuando constatamos que hay en los juicios de los supuestos poseedores de la verdad, fundamentales carencias conceptuales.

La Nación y el “honor de soldado”.

Ciertamente, el llamado “honor de soldado” no es una entelequia de carácter subjetivo o un conjunto más o menos difuso de códigos éticos y profesionales, cual es la impresión que nos dejan corrientemente las acepciones de quienes pretenden representarlo y definirlo. Tal concepto de “honor” sólo puede ser evaluado en el contexto de los datos sociales, jurídicos, históricos y éticos de donde surge. Ello es más visible y más trascendente en el caso de la ética militar, por la razón de que el militar es el depositario de un especial poder que pertenece a toda la sociedad.

En toda sociedad organizada hay una función de defensa nacional que, por razones fáciles de comprender, no puede ser acometida en forma práctica por todos los ciudadanos. Por ello, estos delegan la defensa de la Nación y el privilegio del uso de las armas, en un cuerpo especial de ciudadanos  -las fuerzas armadas-  y establecen normas y principios que regulan ética y jurídicamente el ejercicio de dicha tarea.

Sin embargo, las decisiones políticas referidas a la defensa nacional, a la integridad territorial y al uso de las armas, jamás son delegadas y ellas constituyen el derecho exclusivo del pueblo soberano. Es lo que se ha llamado desde antiguo, el principio y la exigencia de "no deliberación" en las fuerzas armadas, establecido ya en la Constitución de 1925, principio que rigió tradicionalmente la vida de las instituciones armadas chilenas, pues la deliberación y las decisiones políticas que rigen los destinos del país, sólo pueden ser ejercidas por las instituciones que representan la voluntad popular, es decir, por el Congreso de la Nación. Y del acatamiento y respeto al principio de la exclusividad del poder político para la Nación soberana, surge el concepto de "honor de soldado". No se origina en ninguna otra parte y tampoco puede existir fuera de esta doctrina

El concepto no está determinado por connotaciones de orden ético particular, sino fundamentalmente por la existencia de una clave "político-jurídica" (constitucional) que señala la existencia de un poder inherente  -la Nación soberana- y la de un poder delegado –la fuerza armada- , es decir, la presencia de un mandante y de un mandatario. Dicha clave es el origen y el fundamento del "honor de soldado" y antecede a cualquier comportamiento ético personal.

El “honor”, garantía ética y política.

En una sociedad organizada democráticamente, el soldado sólo es soldado, en su condición de mandatario de la Nación. No está facultado, bajo ninguna circunstancia, para sustituir a su mandante en funciones de deliberación y decisión políticas. Por tanto, tampoco puede volver las armas en su contra, sin perder automáticamente su condición de soldado y devenir en simple “individuo armado”. En tal caso, las normas constitucionales lo sitúan de inmediato en el terreno de la sedición y por tanto, fuera de la ley.

El concepto de “honor” es una condición inherente a la ética política y social que rige la relación entre la Nación y los agentes en los cuales ésta delega el ejercicio de su soberanía. Es la ética que reconoce un determinado status honorífico a los jueces o que califica de “honorables” a los parlamentarios, por ejemplo. De manera que el llamado "honor de soldado" es la expresión conductual de acatamiento de las normas sociales, juridicas y éticas sancionadas por el pueblo soberano y es la única garantía que tiene la Nación, del cumplimiento  -por las fuerzas armadas-  de su rol de mandataria de su voluntad política, expresada constitucionalmente.

Al romperse, por cualquier causa, la relación mandante-mandatario, de la cual el "honor”  del soldado es garantía, desaparece automáticamente su condición de soldado y, con ello, el principio de “honor” implícito en dicha condición, deja igualmente de existir. El “honor”, como garante de la constitucionalidad de la conducta militar, es el concepto anterior, fundamental e insustituíble de toda ética militar.

En consecuencia, el “honor de soldado” no es un atributo de orden personal y privado, no es una especie de traje dominguero hecho a medida, que el soldado puede vestir o quitárselo según su conveniencia. El “honor de soldado” es creación, pat
rimonio e instrumento político y jurídico de la Nación, y ha sido instituído por ella, como deber profesional y norma constitucional y ética de la conducta militar. No está sujeto a interpretaciones. Simplemente es o no es, existe o no existe.

Un contrato de honor.

Por tanto, es importante diferenciar entre el llamado “honor de soldado”, como categoría ética, política y jurídica que normativiza las relaciones entre el militar y la sociedad a la cual sirve y las cualidades de orden moral y profesional que dan lugar a la personalidad del soldado, categorías que, siendo diferentes, tienden corrientemente a ser identificadas entre sí. Teóricamente, se aspira a que este conjunto de factores institucionales y personales, integrados en un todo ético y profesional, orienten e impregnen el pensamiento y la conducta militar.

En consecuencia, el “honor de soldado”, en su carácter de contrato social, político y jurídico entre  partes, es imposible en una situación de vacío de relaciones sociales democráticas y en ausencia de un “Estado de derecho”. Esto es, precisamente, lo que callan los quejumbrosos y supuestos “defensores” del “honor de soldado”.

El “honor” abolido.

Las innumerables veces que en los últimos 30 años hemos oído a altos mandos militares, hacer referencia a un inefable y personal “honor de soldado”, todo el país ha podido constatar, o la ignorancia, o la deliberación con la cual han omitido hacer alguna claridad sobre la intención de su pensamiento. Como se sabe, el 11 de septiembre de 1973, el  principio de “honor del soldado”, símbolo de la organización republicana y democrática de la Nación, fue traicionado, violentado y abolido por la acción terrorista del ejército de individuos armados y de civiles que derribaron a sangre  y fuego el orden constitucional.

Durante el largo período de 17 años de abolición de la democracia y de consecuente ausencia del concepto de “honor de soldado” en la organización política de la Nación, las acciones de gobierno fueron expresión del pensamiento político y de la ética particulares de la élite cívico-militar gobernante. En consecuencia, por razones objetivas, claras y precisas, es del todo falso, desde el punto de vista histórico, sostener la vigencia ilusoria del principio de  “honor de soldado” en dicho período.

Los verdaderos ofensores.

Los hechos infamantes de aquella época que pusieron fin al tradicional “honor” militar en la vida democrática del país, es una responsabilidad que atañe en primer lugar a la vieja guardia de los altos mandos militares de la época y a sus más entusiastas adherentes, uniformados y civiles.

Sus actos mancillaron el honor de la Nación, mancillaron el honor personal de los militares constitucionalistas, mancillaron la voluntad de la ciudadanía democrática, mancillaron la propia historia de la institución armada. Al atentar contra la vida y la dignidad de sus adversarios políticos y en contra del patrimonio económico nacional, actuaron además, alejados de todo principio de dignidad y de honor personales.

Una nueva oportunidad

El 11 de marzo de 1990, al quedar restaurada la democracia y reestablecerse  las relaciones políticas entre la Nación soberana y sus fuerzas armadas mandatarias, se abrió también la oportunidad de reedificar la vigencia del principio del “honor del soldado” en la vida política nacional.. Desde esa fecha, una nueva oportunidad para la dignidad profesional y para el servicio público, en condiciones de vida democrática y republicana, quedó inaugurada para las nuevas generaciones militares.

Son ellas las llamadas a reconstruir una nueva institución armada, inspirada en el respeto a la soberanía nacional, al derecho público, a los derechos humanos, a la voluntad ciudadana, es decir, a todo aquello que es inherente al principio de “honor de soldado”.
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