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Orwell "1984": el misticismo de la crueldad

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PiensaChile ha querido publicar el artículo escrito por Isaac Deutscher hace ya más de 50 años (en 1954) por el enorme valor que tiene su contenido. Leyendo hoy lo escrito por Isaac Deutscher podemos darnos cuenta de que, demasiado a menudo, Orwell no fue entendido como el lo hubiera querido. En los días que vivimos hace bien revisar este libro, pues pudiera ayudarnos, más de lo que creemos, a entender mucho de lo que ocurre.
Un agradecimiento especial al Dr. Hermes Benítez por el excelente trabajo de traducir este artículo desde su versión original en inglés.


Pocas novelas escritas en esta generación han conseguido una popularidad tan grande como “1984”, de Orwell. Quizás ninguna otra haya ejercido un impacto similar en la política. El título de la obra de Orwell es un término de oprobio político, palabras acuñadas por él –“neodecir”, “viejodecir”, “mutabilidad del pasado”, “ministerio de la Verdad”, “policía del pensamiento”, “criminopensar”, “doblepensar”, “semana-de-odio”, etc.- han entrado en el vocabulario político; aparecen en la mayoría de los artículos periodísticos y en los discursos antirusos y anticomunistas. La televisión y el cine han familiarizado a un público de muchos millones de personas, a ambos lados del Atlántico, con el rostro amenazante del “Gran Hermano”, y la pesadilla de una “Oceanía” supuestamente comunista. La novela ha servido como una especie de superarma ideológica de la guerra fría. Como en ningún otro libro o documento, el miedo convulsivo al comunismo, que ha barrido a Occidente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, ha tenido su reflejo y su foco en “1984”.

La guerra fría ha producido una “demanda social” de tales armas ideológicas, del mismo modo que ha producido la demanda de superarmas físicas. Pero las superarmas son genuinas proezas de la tecnología; y no puede haber discrepancia entre el uso que puede dárseles y la intención de sus productores: están destinadas a extender la muerte, o, al menos, a amenazar con una destrucción total. En cambio un libro como “1984” puede ser utilizado sin mayor consideración hacia las intenciones de su autor. Algunos de sus aspectos pueden ser arrancados de su contexto, mientras que otros, que no se ajustan al propósito político a cuyo servicio se ha puesto el libro, son ignorados o virtualmente suprimidos. Y un libro como “1984” no necesita ser una obra literaria maestra, ni siquiera una obra importante y original, para producir su impacto. En verdad, una obra de gran valor literario suele ser demasiado rica en su textura y demasiado sutil en forma y pensamiento, para prestarse a una explotación adventicia.  Por regla general, sus símbolos no pueden ser fácilmente transformados en focos hipnotizantes, ni sus ideas convertidas en eslóganes. Cuando las palabras de un gran poeta entran en el vocabulario político, lo hacen mediante un proceso lento de infiltración, casi imperceptible, no en una incursión frenética. La obra literaria maestra influye en la mentalidad política mediante su fertilización y enriquecimiento desde dentro, no aturdiéndola.

“1984” es la obra de una imaginación intensa y concentrada, pero también atemorizada y restringida. Un crítico hostil la ha despreciado como “historieta de horror político”, lo que no es una descripción justa.  En la novela de Orwell hay ciertos estratos de pensamiento y sensibilidad que la ponen a un nivel francamente más alto que el sugerido por aquella etiqueta. Pero es cierto que el simbolismo de “1984” es grosero y tosco; que su símbolo principal, el Gran Hermano, se parece al hombre malo de un cuento infantil carente de arte; y que la narración de Orwell desarrolla algo parecido a un argumento de película de “ciencia-ficción” de tipo vulgar, con horrores mecánicos amontonados sobre horrores mecánicos, hasta tal punto que, en definitiva, las ideas más sutiles de Orwell, su simpatía por sus personajes y su sátira a la sociedad de su época (no la de 1984), puede no llegar a ser comunicada al lector. “1984” no parece justificar el que se llame a Orwell el [Jonathan] Swift de nuestro tiempo, título al que Animal Farm daría alguna justificación. A Orwell le falta la riqueza y sutileza del pensamiento, y la imparcialidad filosófica del gran satírico. Su imaginación es feroz y a veces penetrante, pero carece de amplitud, flexibilidad y originalidad.

Podemos ilustrar la falta de originalidad con el hecho de que Orwell tomó la idea de “1984”, la trama argumental, los personajes principales, los símbolos y todo el clima de la narración, de un escritor ruso que ha permanecido casi ignorado en Occidente. Ese escritor es Evgenii Zamiatin, y el título del libro que sirvió de modelo a Orwell es “Nosotros”. Como “1984”, “Nosotros” es una “antiutopía”, una visión de pesadilla del futuro y un lamento de Casandra. La obra de Orwell es una variación plenamente inglesa sobre el tema de Zimiatin; y quizás el carácter plenamente inglés de la perspectiva de Orwell es lo que le da a “1984 “ la originalidad que posee.

Quizá no estén aquí fuera de lugar algunas palabras acerca de Zamiatin. En la vida de ambos escritores hay algunos puntos semejantes. Zamiatin pertenece a una generación anterior: nació en 1884 y murió en 1937. Sus primeros escritos, como algunos de los de Orwell, fueron descripciones realistas de la clase media baja. En su experiencia de la revolución rusa de 1905, Zamiatin desempeñó aproximadamente el mismo papel que Orwell desempeñó en la guerra civil española. Participó en el movimiento revolucionario, fue miembro del Partido Social-demócrata ruso (al que todavía pertenecían bolcheviques y mencheviques), y fue perseguido por la policía zarista. Al bajar la marea de la revolución [Zamiatin] sucumbió a una suerte de “pesimismo cósmico”; y rompió con el Partido Socialista, cosa que Orwell, más consecuente, e influido hasta el final por una prolongada lealtad al socialismo, no hizo. En 1917, Zamiatin veía la nueva revolución con ojos fríos y desilusionados, convencido de que nada bueno saldría de ella. Tras un breve encarcelamiento, el gobierno bolchevique le permitió salir al extranjero; y fue en París, siendo un emigrante, donde escribió “Nosotros”, a comienzos de la década de los años veinte.

La afirmación de que Orwell tomó de Zamiatin los principales elementos de “1984”, no es la adivinación de un crítico con habilidad para rastrear influencias literarias. Orwell conoció la novela de Zamiatin y le fascinó. Escribió un ensayo a propósito de ella, que apareció en Tribune,  una publicacion socialista de izquierda, de la que Orwell era director literario, el 4 de enero de 1946, recién editada Animal Farm, y antes de que comenzara a escribir “1984”. El ensayo es notable, no sólo como un testimonio concluyente, proporcionado por el propio Orwell, sobre el origen de “1984”, sino también como un comentario a la idea que subyace tanto a “Nosotros” como a “1984”.

Orwell inicia su ensayo con la declaración de que, después de haber buscado en vano durante años la novela de Zamiatin, había finalmente conseguido una edición francesa (titulada “Nous autres”), y que le había sorprendido que no hubiera sido publicada en Inglaterra, aunque en Estados Unidos había aparecido una edición, que no suscitó mayor interés. “Hasta donde soy capaz de juzgar –continua Orwell- no se trata de un libro de primer orden, pero es, ciertamente, poco común , y resulta sorprendente que ningú
n editor inglés haya sido lo suficientemente emprendedor como para haberlo reeditado.” (El ensayo concluía con estas palabras: “Es un libro que habrá que buscar cuando aparezca una edición inglesa.”)

Orwell se dio cuenta que “Un mundo feliz”, de Huxley, “tiene que derivarse en parte” de la novela de Zamiatin, y se preguntaba por qué “eso no ha sido nunca advertido”. El libro de Zamiatin era, en su opinión, muy superior y más “pertinente a nuestra propia situación” que el de Huxley.  Trata de “la rebelión del espíritu humano primitivo contra un mundo racionalizado, mecanizado y sin dolor”.

“Sin dolor” no es la expresión adecuada: el mundo de la visión de Zamiatin está tan lleno de horrores como el de “1984”. El propio Orwell presentaba en su ensayo un sucinto catálogo de aquellos horrores, de manera que éste parece ofrecer una sinopsis de “1984”. Los miembros de la sociedad descrita por Zamiatin, dice Orwell, “han perdido de una manera tan completa su individualidad  que se les conoce solamente por números. Viven en casas de vidrio… que permiten tanto a los policías políticos, como a los guardias, vigilarlos con mayor facilidad. Todos visten uniformes idénticos, y la manera común de hacer referencia a un ser humano es “a un número o a un unif (uniforme)”. Orwell observa, entre paréntesis,  que Zamiatin escribió “antes de que se inventara la televisión”.

En “1984” se introduce ese refinamiento tecnológico, así como los helicópteros, desde lo cuales la policía vigila los hogares de los ciudadanos de “Oceanía”, en los pasajes iniciales de la novela. En la sociedad futura de Zamiatin, así como en la de “1984”, el amor está prohibido: el trato sexual está estrictamente racionado, y sólo se permite como un acto no emocional. El Estado único es gobernado por una persona conocida como “el Benefactor”, precedente obvio del Gran Hermano.

“El principio-guía del estado es que la felicidad y la libertad son incompatibles … El Estado único ha restablecido la felicidad del hombre, suprimiendo la libertad”. Orwell describe al personaje principal de Zamiatin como “una especie de Billy Brown utópico de la ciudad de Londres”, que está “constantemente horrorizado por los impulsos atávicos que se apoderan de él. En la novela de Orwell ese Billy Brown utópico se llama Winston Smith, y su problema es el mismo.

También en lo referente al motif principal de su argumento está Orwell en deuda con el escritor ruso.Veamos la definición del propio Orwell: “A pesar de la educación y de la vigilancia de los guardias, muchos de los antiguos instintos humanos están aún presentes”. El personaje principal de la obra de Zamiatin “se enamora (lo que es, por supuesto, un crimen) de I-330, lo mismo que Winston Smith comete el crimen enamorarse de Julia. En la novela de Zamiatin, como en la de Orwell, el tema amoroso se mezcla con la participación del héroe en “un movimiento de resistencia clandestino”. Los rebeldes de Zamatin “aparte de conspirar para derrocar el estado, se entregan también, cuando bajan las cortinas, a vicios tales tales como fumar cigarrillos y beber alcohol”; Winston Smith y Julia se permiten tomar “café verdadero con azucar verdadera” en su escondrijo ubicado sobre la tienda de Charrington. En ambas novelas el crimen y la conspiración son, por cierto, descubiertos por los guardias, o por la policía de pensamiento; y en ambas el héroe es “finalmente salvado de las consecuencia de su propia locura”.

La combinación de “curación” y tortura, por medio de la cual los rebeldes de Zamiatin y de Orwell son “liberados” de sus impulsos atávicos, hasta que comienzan a amar al Benefactor o al Gran Hermano, son sumamente parecidas. En Zamiatin: “Las autoridades anuncian que han descubierto la causa de los desórdenes recientes: es que algunos seres humanos sufren de una enfermedad llamada imaginación. El centro nervioso responsable de la imaginación ha sido localizado, y la enfermedad puede ser curada mediante un tratamiento con rayos X. D-503 sufre la operación, luego de lo cual le es fácil hacer lo que siempre ha sabido que debería hacer: delatar a la policía a sus camaradas de conspiración”. En ambas novelas el acto de la confesión y la traición de la mujer a la que el héroe ama son los shocks curativos.

Orwell cita la siguiente escena de tortura de la obra de Zamiatin: “Ella me miraba, con las manos apretadas en los brazos del sillón, hasta que los ojos se le cerraron por completo. Se la llevaron  de allí, la volvieron en sí por medio de un electroshock y volvieron a ponerla bajo la campana. La operación se repitió tres veces, y ni una sola palabra salió de sus labios”.

En las escenas de tortura de Orwell se dan abundantemente los electroshocks y los brazos de sillón, pero Orwell es mucho más intenso y sadomasoquista en sus descripciones de la crueldad  y el dolor. Por ejemplo:

“Sin ninguna advertencia, a no ser un ligero movimiento de las manos de O’Brien, una honda de dolor salió de su cuerpo. Era un dolor espantoso, porque él no podía ver lo que ocurría, y tenía la sensación de que se le estaba haciendo un daño mortal. No sabía si la cosa estaba ocurriendo verdaderamente o si el efecto se producía eléctricamente; pero su cuerpo había sido violentamente retorcido hasta quedar deformado, sus articulaciones estaban siendo desgarradas lentamente. Aunque el dolor le cubría la frente de sudor, lo peor de todo era el temor de que su espinazo estaba  a punto de estallar. Apretaba los dientes y respiraba con dificultad por la nariz, tratando de guardar silencio el mayor tiempo posible.”

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La lista de los puntos en que Orwell copia a Zamiatin está lejos de ser completa; pero dejemos ahora la trama de las dos novelas y ocupémonos de su idea de fondo. Al comparar a Zamiatin con Huxley, dice Orwell: “Es su captación intuitiva del lado irracional del totalitarismo (el sacrificio humano, la crueldad como un fin en sí,  el culto a un jefe al que se le confieren atributos divinos), lo que hace el libro de Zamiatin superior al de Huxley”. Y es eso mismo, podemos agregar nosotros, lo que lo hace el modelo del de Orwell.

Al criticar a Huxley, Orwell escribe que no sabría encontrar ninguna razón clara para que la sociedad de “Un mundo feliz” fuera tan rígida y elaboradamente estratificada: “La finalidad no es la explotación económica … no hay sed de poder, ni sadismo, ni ningún tipo de dureza. Los que están arriba no tienen ningún motivo poderoso para estar arriba, y, aunque todo el mundo es feliz, de una manera vacía, la vida se ha hecho tan insustancial que es difícil que tal sociedad pudiera mantenerse”. (El subrayado es de Isaac Deutscher). En contraste, la sociedad antiutópica de Zamiatin podría durar, según la opinión de Orwell, porque en ella el motivo supremo de acción y la razón de la estratificación social no es la explotación económica, para la que hay necesidad, sino precisamente “la sed de poder, el sadismo y la dureza” de los que “están arriba”. Es fácil reconocer en eso el leitmotiv de “1984”.

En “Oceanía” el desarrollo tecnológico ha alcanzado tan alto nivel que la sociedad podría perfectamente satisfacer todas sus necesidades materiales y establecer la igualdad. Pero la desigualdad y la pobreza son mantenidas para conservar en el poder al Gr
an Hermano.  En el pasado, dice Orwell, la dictadura salvaguardaba la desigualdad; ahora la desigualdad  salvaguarda la dictadura. Pero, ¿a qué propósito sirve, a su vez, la dictadura? “El partido quiere el poder simplemente por el poder … el poder no es un medio, es un fin. No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer la dictadura. El propósito de la persecución es la persecución … el propósito del poder es el poder”.

Orwell se pregunta si Zamiatin “pretendía que el régimen soviético fuera el blanco especial de su sátira”. No estaba seguro de eso”. A lo que Zamiatin parece apuntar no es a una nación particular, sino a los fines implícitos de la civilización industrial … “Nosotros” evidencia que Zamiatin tenía una fuerte inclinación hacia el primitivismo … “Nosotros” es, en realidad, un estudio de la Máquina, el Genio al que el hombre, irreflexivamente, ha hecho salir de su botella, y al que no puede volver a encerrar en ésta.” También en “1984” es patente esa misma ambiguedad en las intenciones del autor.

La conjetura de Orwell acerca de Zamiatin era correcta. Aunque Zamiatin se oponía al régimen soviético, lo que él satirizaba no era, ni exclusiva ni principalmente, dicho régimen. Como observó acertadamente Orwell, la Rusia soviética de los primeros años tenía pocos rasgos en común con el estado supermecanizado de la anti-utopía de Zamiatin. La inclinación de éste hacia el primitivismo estaba en línea con la tradición rusa, con la eslavofilia y la hostilidad hacia el Occidente burgués, con la glorificación del mujik y de la vieja Rusia patriarcal, con Tolstoy y Dostoyevski. Hasta en su condición de emigrado, Zamiatin estaba desilusionado de Occidente a la manera rusa. A veces pareció medio reconciliado con el régimen soviético, cuando éste estaba ya produciendo un Benefactor, en la persona de Stalin. En la medida en que dirigía los dardos de su sátira contra el bolchevismo, lo hacía sobre la base de que éste estaba empeñado en reemplazar la vieja Rusia primitiva, por una sociedad moderna, mecanizada. De un modo bastante curioso, Zamiatin situó su historia en el año 2600; y parecía decir a los bolcheviques: ése será el aspecto de Rusia, si lográis dar a vuestro régimen el fondo de la tecnología occidental. En Zamiatin, así como en algunos otros intelectuales rusos desilusionados del socialismo, era natural la añoranza de los modos primitivos de pensamiento y vida, porque el primitivismo estaba aún muy vivo en el trasfondo ruso.

En Orwell no había ni podía haber esa auténtica nostalgia de la sociedad pre-industrial. El primitivismo no tenía parte alguna en su experiencia, a no ser durante su estancia en Birmania, donde le atrajo fuertemente. Pero Orwell estaba aterrorizado por los usos que podrían dar a la tecnología hombres dispuestos a esclavizar a la sociedad; y así, también él llegó a poner en duda y a satirizar “los objetivos implícitos de la civilización industrial”.

Aunque su sátira está más claramente dirigida contra la Unión Soviética que la de Zamiatin, Orwell veía también elementos de su “Oceanía” en la Inglaterra de su propio tiempo, para no hablar de los Estados Unidos. En realidad, la sociedad de “1984” encarna todo lo que él odiaba, todo lo que le disgustaba en sus propias circunstancias: la gris monotonía del suburbio industrial inglés, la “sucia, tiznada y hedionda” fealdad de lo que trataba de recoger en su estilo naturalista, reiterativo, opresivo: el racionamiento de la comida y los controles gubernamentales que conoció en la Gran Bretaña en guerra; “la basura de los periódicos que apenas contienen otra cosa que deportes, crímenes, astrología, novelas baratas sensacionalistas , películas enlodadas en el sexo”. Orwell sabía bien que en la Rusia stalinista no existían periódicos de este tipo, y que lo defectos de la prensa stalinista eran de una especie enteramente diferente. El “neodecir”, mucho más que una sátira del lenguaje stalinista, lo es de la jerga estereotipada del periodismo anglo-americano, que él detestaba, y con el que, como activo periodista, estaba familiarizado.

Es fácil señalar los rasgos del partido de “1984” que satirizan al Partido Laborista británico, más que al Partido Comunista soviético. El Gran Hermano y sus secuaces no hacen el menor intento de adoctrinar a la clase obrera, una omisión que Orwell habría sido el último en asignar al stalinismo. Sus proletarios “vegetan”: “mucho trabajo, disgustos mezquinos, películas, juego … llenan su horizonte mental”. Como los periódicos-basura y las películas enlodadas en el sexo, el juego, el nuevo opio del pueblo, pesa poco en la escena rusa. El Ministerio de la Verdad es una transparente caricatura de Ministerio de Información de Londres durante la guerra. El mostruo de la visión de Orwell, como toda pesadilla, está hecho de todo tipo de rostros, rasgos y formas, familiares y no familiares. El talento y la originalidad de Orwell se hacen patentes en los aspectos domésticos de su sátira. Pero en la boga alcanzada por “1984” esos aspectos apenas han sido notados.

“1984” es el documento de una oscura desilusión, no solo del stalinismo, sino de todas las formas y esquemas del socialismo. Es un grito salido del abismo de la desesperación. ¿Qué es lo que sumergió a Orwell en tal abismo?  Fue, sin ninguna duda, el espectáculo de las grandes purgas stalinistas de 1936-38, cuyas repercusiones experimentó él en Cataluña. Como hombre sensible e íntegro no podia  reaccionar ante aquellas purgas sino con ira y con horror. Su conciencia  no podía ser tranquilizada por las justificaciones y sofismas stalinistas, que por entonces tranquilizaron la conciencia de, por ejemplo, Arthur Koestler, escritor de gran brillo y complejidad, pero inferior a Orwell en resolución moral. Las justificaciones y sofismas stalinistas estaban al mismo tiempo por debajo y por encima del nivel de razonamiento de Orwell: estaban por debajo y por encima del sentido común y el empirismo obstinado del Billy Brown de la ciudad de Londres, con el que Orwell se identificaba incluso en sus momentos más rebeldes o revolucionarios. Se sentía ultrajado, conmovido, sacudido en sus creencias. Nunca había sido miembro del Partido Comunista. Pero como partidario del semi-trotskista P.U.O.M., había aceptado tásitamente, a pesar de todas sus reservas, una cierta comunidad de propósitos y una solidaridad con el régimen soviético; a través de todas sus vicisitudes y transformaciones, que eran para él algo oscuras y exóticas.

Las purgas y sus repercusiones en España no solamente destruyeron aquella comunidad de propósitos, sino que le hicieron ver la brecha que se abría subitamente entre stalinistas y anti-stalinistas, al interior de la España republicana en guerra. Ese efecto inmediato de las purgas era poca cosa  comparadas con el “lado irracional del totalitarismo: sacrificios humanos, crueldad como un fin en sí, el culto de un jefe” y “el color de las siniestras civilizaciones esclavistas del mundo antiguo” que se extendían sobre la sociedad contemporánea.

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Como la  mayoría de los socialistas ingléses, Orwell no había sido nunca un marxista. La filosofía del materialismo dialéctico le había parecido siempre demasiado abstrusa. De un modo más intuitivo que consciente, había sido un firme racionalista. La distinción entre marxista y racionalista es de cierta importancia. Contrariamente a una opinión muy difundida en los países anglos
ajones, la filosofía marxista no es racionalista: el marxismo no supone que los seres humanos sean guiados, por regla general, por motivos racionales, ni que se les pueda persuadir por medio de la razón a que se hagan socialistas. El mismo Marx inicia “El Capital” con su elaborada investigación filosófica e histórica de los modos de conducta y pensamiento “fetichistas” arraigados en la ‘producción de mercancías”, es decir, en el trabajo del hombre para el mercado y en dependencia de éste. La lucha de clases, según la describe Marx, es cualquier cosa menos un proceso racional. Eso no impide que los racionalistas del socialismo, a veces, se definan a sí mismos, como marxistas.

Pero el auténtico marxista puede pretender estar mejor preparado que el racionalista ante las manifestaciones de la irracionalidad en los asuntos humanos, incluso para manifestaciones tales como las grandes purgas de Stalin. El marxista puede sentirse trastornado o mortificado por ellas, pero no necesita sentirse sacudido en su Weltanschauung, mientras que el racionalista  está  perdido y desamparado cuando la irracionalidad de la existencia humana le mira súbitamente a la cara. Si se aferra a su racionalismo, la realidad se le escapa. Si persigue la realidad y trata de agarrarla, tiene que separarse de su racionalismo.

Orwell persiguió la realidad y se encontró despojado de sus supuestos conscientes e inconscientes sobre la vida. A partir de entonces su pensamiento no podía apartarse de las purgas. Directa e indirectamente, éstas le proporcionaron los temas de casi todo lo que escribió después de sus experiencias en España. Era una obsesión honorable, la obsesión de una mente no inclinada a desfraudarse comodamente a sí misma y a dejar de luchar con un alarmante problema moral.  Pero en su lucha con las purgas, la mente de Orwell quedó infectada de la irracionalidad de aquellas. Se encontró incapaz de explicar en términos familiares, en términos del sentido común empirista, lo que había sucedido. Al abandonar el racionalismo, fue viendo cada vez más la realidad a través de los lentes oscuros de un pesimismo casi místico.

Se ha dicho que “1984” es la creación de la imaginación de un hombre moribundo. Hay en eso algo de verdad, pero no toda la verdad. Fue, ciertamente, en la última llamarada agonizante y febril de su vida cuando Orwell escribió aquel libro. De allí la extraordinaria, la deslumbradora intensidad de su visión y de su lenguaje, y la casi física inmediatez con que sufría las torturas  que su imaginación creadora hacía padecer a su protagonista. Identificaba su propia y tambaleante existencia física con el cuerpo deteriorado y encogido de Winston Smith, al que comunicaba, por así decirlo, su propia agonía. Proyectó los últimos espasmos de su propio sufrimiento en las páginas finales de su último libro. Pero la principal explicación de la lógica interna de la desilusión y el pesimismo de Orwell no se encuentra en la agonía mortal del escritor, sino en la experiencia y el pensamiento del hombre vivo, en la reacción convulsiva de su racionalismo derrotado.

“Entiendo cómo; no entiendo por qué”, es el estribillo de “1984”. Winston Smith  sabe cómo funciona Oceanía, y su elaborado mecanismo de tiranía, pero no sabe cuál es su causa última, ni su finalidad última. Se dirige en busca de una respuesta a las páginas de “el libro”, el misterioso clásico del ‘criminopensar’, que se atribuye a Emmanuel Goldstein, el inspirador de la hermandad conspiratoria. Pero solamente consigue leer aquellos capítulos de “el libro” que tratan del cómo.  La policía de pensamiento le cae encima justamente cuando está a punto de empezar a leer los capítulos que prometen explicar el porqué; y la pregunta queda sin respuesta.

Ese fue el problema del propio Orwell. Se preguntaba por el porqué, no tanto respecto de la Oceanía de su visión, cuanto respecto del stalinismo y las grandes purgas. En un determinado momento buscó la respuesta en Trotsky: de Trotsky-Bronstein tomó los pocos datos biográficos, e incluso la fisonomía y el nombre judío para Emmanuel Goldstein; y los fragmentos de “el libro”, que ocupan tantas páginas de “1984”, son una paráfrasis patente, aunque no muy lograda, de “La revolución traicionada”.  A Orwell le impresionó la grandeza moral de Trotsky, pero al  mismo tiempo dudaba en parte de su autenticidad. La ambivalencia de su imagen de Trotsky encuentra su contrapartida en la actitud de Winston Smith hacia Goldstein,. Al final, Smith no consigue poner en claro si Goldstein y la Hermandad existieron alguna vez en realidad, o si “el libro” no habría sido una falsificación concebida por la propia policía de pensamiento. La barrera entre el pensamiento de Trotsky y él mismo, una barrera que Orwell nunca llegará a romper, eran el marxismo y el materialismo dialéctico. Orwell encontró en Trotsky la respuesta al cómo, no al porqué.

Pero Orwell no habría podido darse por satisfecho con un agnosticismo histórico. El era cualquier cosa menos un escéptico. Su constitución mental era más bien la del fanático, determinado a encontrar una respuesta a su pregunta, una respuesta rápida y clara. Le tenían en una tensión llena de desconfianza y sospechas las oscuras conpiraciones maquinadas por ellos en contra de las buenas costumbres de Billy Brown, de la ciudad de Londres. Ellos, eran los nazis y los stalinistas … y Churchill y Roosevelt, y en definitiva, todos los que tuvieran alguna raison d’etat que defender, porque en el fondo Orwell era un candoroso anarquista, y a sus ojos, cualquier movimiento político perdía su “razón de ser” desde el momento en que adquiría una razón de estado. Analizar un complicado telón de fondo social, verificar y desenredar marañas de motivos políticos, cálculos, temores y sospechas, y discernir la presión condicionante de las circunstancias tras la acción  de aquéllos, eran cosas que estaban más allá de su alcance. Las generalizaciones sobre fuerzas y tendencias sociales, e inevitabilidades históricas, le hacían erizarse de suspicacia. Sin embargo, sin algunas generalizaciones de este tipo, adecuadas y parcamente empleadas, no es posible dar una respuesta realista  a la pregunta que preocupaba a Orwell. Su mirada estaba fija en los árboles, o, mejor dicho, en un solo árbol, puesto ante sus ojos, mientras estaba casi ciego para ver el bosque. A pesar de ello, su desconfianza ante las generalizaciones históricas le condujo finalmente a adoptar y abrazar la más vieja, la más trivial, la más abstracta, la más metafisica y la más infecunda de todas las generalizaciones: todas las conspiraciones, todos los complots, y las purgas, y las componendas diplomáticas de ellos, tenían un fuente, y solo una fuente: “sed sádica de poder”. De este modo, Orwell saltó desde el sentido común racionalista y cotidiano al misticismo de la crueldad que inspira “1984”.(1)

En “1984” la pericia mecánica del hombre ha alcanzado un nivel tan alto que la sociedad está… en condiciones de producir en abundancia para todo el mundo, y de acabar con la desigualdad. Pero la pobreza y la desigualdad son mantenidas, sin otro propósito que satisfacer los impulsos sádicos del Gran Hermano. Sin embargo, ni siquiera sabemos si el Gran Hermano existe realmente; pudiendo ser solamente un mito. Es la crueldad colectiva del Partido (no necesariamente la de sus miembros individuales, que pueden ser personas inteligentes y bien intencionadas) lo que atormenta a Oceanía. La sociedad  totalitaria está gobernada por un sadismo impersonal, desencarnado. Orwell creyó haber “trascendido” los conceptos familiares, y en su opinión cada vez menos significativos, de clase social
e interés de clase. Pero en esas generalizaciones marxistas, el interés de una clase social tiene al menos alguna relación específica con los intereses individuales y la posición social de sus miembros, aunque el interés de clase no represente una simple suma de los intereses individuales; mientras que en el Partido de Orwell no hay relación entre el todo y las partes. El Partido [para él] no es un cuerpo social movido por un interés o propósito, sino una emanación fantasmal de todo lo que hay de pérfido en la naturaleza humana. Es el fantasma del mal metafísico, loco y triunfante.

Orwell pretendió, sin duda,  que su “1984” fuera una advertencia. Pero es una advertencia que se anula a sí misma por la ilimitada desesperanza que subyace a ella. Orwell veía al totalitarismo paralizando la historia. El Gran Hermano es invencible. “Si quieres una imagen del futuro, imagina una bota pateando un rostro humano … para siempre”.  Orwell proyectó hacia el futuro el espectáculo de las grandes purgas, y lo vio fijo para siempre, porque no era capaz de captar los acontecimientos de una manera realista, en su complejo contexto histórico. Es indudable que los acontecimientos fueron muy “irracionales”; pero quien, por esa razón, los trata de una manera irracional se parece extraordinariamente al psiquiatra cuya mente se trastorna al acercarse demasiado a la locura. “1984”es en realidad, más que una advertencia, es un chillido penetrante que anuncia el advenimiento del milagro negro, del milenio de la condenación.

El chillido, amplificado por todos los medios de comunicacion de masas de nuestro tiempo, ha aterrorizado a millones de personas. Pero no les ha ayudado a ver con más claridad los asuntos con los que el mundo se está enfrentando; ni les ha hecho progresar en su comprensión. Solo ha aumentado e intensificado las olas de pánico y odio que recorren el mundo ofuscando mentes inocentes. “1984” ha enseñado a millones de personas a ver el conflicto entre Oriente y Occidente en términos de blanco y negro, y para todos los males que azotan a la humanidad, les ha mostrado un demonio y una víctima propiciatoria mostruosa.

En el umbral de la era atómica el mundo vive en un estado de terror apocalíptico, y por eso es que millones de personas responden de modo tan apasionado a la visión apocalíptica de un novelista. Pero el Gran Hermano no ha desencadenado los monstruos apocalípticos de la bomba A y la Bomba H. La principal dificultad de la sociedad contemporánea es que todavía no ha conseguido ajustar su modo de vida y sus instituciones sociales y políticas al prodigioso progreso de sus conocimientos tecnológicos.  No sabemos cuál ha sido el impacto de las bombas atómicas y de hidrógeno sobre el pensamiento de millones de hombres y mujeres en el Oriente, donde la angustia y el miedo pueden ocultarse tras la fachada  de un fácil (¿o embarazado?) optimismo oficial. Pero sería peligroso cegarnos al hecho de que en Occidente millones de personas pudieran sentirse inclinadas , en su angustia y su miedo, a escapar de su propia responsabilidad hacia el destino de la humanidad, y a desahogar su ira y desesperación en el gigantesco demonio-víctima propiciatoria que “1984” ha hecho tanto por poner ante sus ojos.                       

*…*…*

“¿Ha leído usted ese libro? Tiene que leerlo, señor. ¡Entonces sabrá Ud. por qué tenemos que lanzar la bomba atómica sobre los bolcheviques!”  Con estas palabras un miserable vendedor de periódicos ciego me recomendó en Nueva York el libro “1984”, pocas semanas antes de la muerte de Orwell.

¡Pobre Orwell! ¿Podría haber imaginado él alguna vez que su propio libro llegaría a ser un artículo tan importante en el programa de la “semana-de-odio”?

Notas:
(*) Escrito en diciembre de 1954, y publicado al año siguiente como parte de la colección de ensayos titulada: Heretics and Renegades. Traducido del inglés por Dr. Hermes H. Benítez.

Deutscher nació en Cracovia, Polonia, en 1907, y es autor, entre otros, del Stalin. Una biografía política (1949); de la afamada trilogía sobre Trostsky titulada: El profeta armado (1954), El profeta desarmado (1959), y El profeta desterrado (1963); y de una serie de libros sobre la URSS, tales como: Los sindicatos soviéticos (1950); Rusia después de Stalin (1953); Rusia en transición (1957);  La revolución inconclusa. Rusia 1917-1967 (1967); Rusia, China y Occidente. 1953-1966; y El marxismo de nuestro tiempo (1972). 

Esta opinión nuestra se basa tanto en recuerdos personales como en el análisis de la obra de Orwell. Durante la última guerra, Orwell pareció atraído por el tono crítico, entonces algo poco común,  de mis comentarios sobre Rusia, aparecidos en The Economist, The Observer y Tribune. (Más tarde ambos fuimos corresponsales de The Observer en Alemania, y ocasionalmente compartimos una habitación en un campamento de prensa) Sin embargo, me costó poco tiempo darme cuenta de las diferencias de perspectiva, por debajo de nuestra aparente coincidencia. Recuerdo que me desconcertaba la testarudez  con que Orwell hacía incapié en “conspiraciones”, y que su modo de razonar en cuestiones políticas me dio la impresion de una sublimación freudiana de una manía persecutoria. Orwell estaba, por ejemplo, inconmoviblemente convencido de que Stalin, Churchill y Roosevelt conspiraban conscientemente para dividirse el mundo, definitivamente, entre ellos, y subyugarlo en común. (Podemos ver en ese momento de la biografía de Orwell, el origen de su idea de Oceanía, Asia oriental y Eurasia) “Todos ellos están sedientos de poder”, solía repetir. Cuando en una ocasión le indiqué que por debajo de la solidaridad aparente de los tres Grandes se podía discernir claramente el conflicto entre ellos, que ya entonces asomaba a la superficie, Orwell quedó tan sorprendido e incrédulo que inmediatamente llevó nuestra conversación a su columna de Tribune, y añadió que él no veía señal alguna de la proximidad del conflicto del que yo hablaba. Aquello era en los días de la conferencia de Yalta, o poco después, cuando no se necesitaba una gran capacidad de previsión para ver lo que iba a ocurrir. Lo que me chocaba en Orwell era su falta de sentido histórico y de penetración psicológica en la vida política, combinada con una aguda, aunque estrecha, perspicacia para algunos aspectos de la política, y con una incorruptible firmeza de convicciones.
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