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Una muerte, un silencio

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Hay suicidios que provocan conmoción nacional. Basta con que dos diarios instalen la noticia en la portada y pasa a ser tema obligado en La Moneda. Ocurrió con el coronel Barriga en enero pasado. El ex agente de la DINA puso fin a su vida y la derecha pinochetista decidió que podía usar el "evento" en su proyecto de obtener impunidad. Para eso transformó el hecho en noticia de primera plana, anotando como causal de la trágica decisión los "eternos" procesos judiciales.

El comandante en jefe del Ejército suspendió sus vacaciones, vistió uniforme y se presentó a dar condolencias a la familia Barriga, rodeado de cámaras. El presidente de la Corte Suprema anunció que los casos de derechos humanos debían cerrarse en seis meses. Y las voces políticas, por doquier, lamentaron la desgracia.

Hay suicidios, en cambio, que se lloran en silencio.

Sólo 35 años tenía Jorge Jordan y decidió terminar con su vida el día del cumpleaños de su padre: 15 de septiembre. Casi toda su vida vivió en proceso, un "eterno" proceso en búsqueda de verdad y justicia. Tenía apenas tres años cuando vio a su padre por última vez en la cárcel de la Serena. Allí estaba el doctor Jorge Jordan Domic (29 años), prisionero político traído desde Ovalle. Se había presentado voluntariamente a las nuevas autoridades militares cuando su nombre fue requerido por bando militar.

Esperaba enfrentar un consejo de guerra, ya convocado para el 18 de octubre de 1973, cuando pasó por La Serena el general Sergio Arellano Stark y su "caravana de la muerte". Fue asesinado dos días antes.

El doctor Jorge Jordan Domic -hijo del entonces director del Hospital Siquiátrico de Santiago, doctor Jorge Jordan Subat-  no tuvo derecho a juicio. No tuvo derecho a funeral. No tuvo derecho a una tumba donde su mujer y sus dos pequeños hijos pudieran rezar y poner flores. Se transformó en un detenido-desaparecido.

Su hijo mayor decidió partir de este mundo dejando un solo mensaje invisible: la fecha 15 de septiembre. Arrastró una vida de dolorosas contradicciones, sin saber de la historia real de su padre hasta que ya fue un joven, amparado por una madre que creyó que el silencio protegería a sus hijos durante la dictadura. Pero no hubo protección posible contra el dolor. Más aún. Buscó, de adulto, la compañía amorosa de otra doliente: Javiera, la hija de Miguel Enríquez. Y fue ella la que halló, al despertarse, su cuerpo meciéndose como una campana.

Una campana que tañe a duelo. Por todos los hijos de las víctimas…   "

Tomado de El Clarin

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