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Opinión, Pueblos en lucha

¡Sáhara, mon amour! o El beso de Karim y Yamila

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Ahora que se cumple el cuarenta aniversario[1] de la proclamación de la República Árabe Democrática Saharaui (R.A.D.S.) tenemos la obligación ética de recordar a este heroico pueblo al que España explotó, traicionó y vendió por treinta monedas[2] de plata cuando el caudillo estaba a punto de estirar la pata en el Palacio del Pardo.
Se ha escrito mucho de cómo sobreviven ahora los saharauis en los campamentos de refugiados de Tinduf -construidos en pleno desierto argelino y levantados en lo que ha venido a llamarse “el infierno de los infiernos”-, pero ¿Cómo era El Sahara cuando su pueblo convivía con los españoles?
En 1975, cuando estudiaba periodismo y frisaba con los veinte años, un teniente farmacéutico, llamado Luis Castillo, me dijo que si quería ir al Aaiún, la capital del territorio, para escribir algo sobre el proceso de descolonización que se había puesto en marcha. Sin dudarlo, le dije que sí y en las vacaciones de ese verano me embarqué en un Hércules de la Fuerza Aérea española -lleno de soldados- con destino a “la metrópoli” del Sahara,  palabra que en árabe significa, simplemente, desierto.
En aquella época Franco agonizaba en una especie de cuna llena de tubos, ya que su equipo médico había hecho con él (que había perdido cerca de cuarenta kilos) una lacerante escabechina en un intento cruel e inhumano de prolongar su vida y regalar el pueblo español la buena nueva del logro de la “inmortalidad del generalísimo”.
Por aquellos días, en El Sahara se esperaba la visita de una delegación de la ONU encargada de hacer un informe sobre “la colonización española” y los esfuerzos de Madrid por “preservar la cultura y las costumbres” de aquellos príncipes del desierto. Nada más llegar al Aaiún, “recibí dos impactos de bala”:

  • Comprobé como, en un tiempo récord, se arrancaban todos los carteles de todas las calles que llevaban los nombres del generalísimo; José Antonio (el fundador de la Falange); ilustrísimos “héroes castrenses”; acontecimientos históricos de la Nación Imperial, etc., y eran sustituidos, sobre un cemento que se mantenía obscenamente fresco, por nombres de ilustres nativos escritos en lengua árabe.

El segundo impacto de proyectil, me vino paseando por una de las calles principales del Aaiún:

  • Vi a dos hombres que llevaban a un tercero, gravemente herido y chorreando sangre por la frente, a un conocido centro médico. En la entrada unos soldados les pararon en seco, en un tono duro y amenazador, y les dijeron: Aquí ese no puede entrar, éste es el Hospital Militar, tenéis que llevarlo  a la clínica para saharauis.     

 Yo no se si aquel hombre llegaría vivo al quirófano, a pesar de que la multitud le ofreció sus hombros y sus bicicletas. Eso, a los saqueadores de los bancos de pesca y de fosfatos les resultaba indiferente. Ellos tenía suficiente con atender a los militares y ligar  de noche en la discoteca Oasis, concurrida por la milicia de hormonas desatadas.
Recuerdo las casitas abovedadas y encaladas donde vivían los saharauis; las cabras comiendo periódicos en los estercoleros; las matanzas de camellos para proveer a las carnicerías, a los ancianos de piel curtida caminando elegantemente con sus chilabas y babuchas, bajo un sol abrasador; a los jóvenes, de mirada noble, mente libre y generosa, -vestidos con pantalones vaqueros y camisas de manga corta- portando en la frente el  ideal de crear una República Libre y Democrática, la primera del mundo árabe.
No veía ninguna diferencia entre los jóvenes saharauis, que hablaban perfectamente español, y los de cualquier país europeo. Conocían la literatura europea, las canciones protesta de España y América Latina, charlaban animadamente de política en cualquier lugar, conocían a Karl Marx y a Engels, admiraban al Ché, y creían “ingenuamente” que España, por ellos, se dejarían la piel por su independencia y libertad. Marruecos para ellos suponía el retorno a Los Tiempos de la Oscuridad. Despreciaban al Rey Hassan II, quien se autoproclamaba, con orgullo, “descendiente directo del Profeta”.
Mis contactos con los jóvenes, me llevaron al Frente POLISARIO (el grupo armado y político que combatía por la utópica república). Un día varios miembros del FP me invitaron a conocer su campamento de jaimas (tiendas) del desierto. En una de ellas me atendieron dos jóvenes –un chico y una chica-, y, siguiendo el ritual de sus antepasados, me sirvieron un delicioso té, rojo y fuerte, con mucha azúcar.
La pareja, Karim y Yamila, que acababa de dejar la adolescencia, me explicó cómo se enterraban debajo de la arena con sus armas de fuego y cómo respiraban a través de unos tubos o cañas huecos. Así podían permanecer mucho tiempo y, sólo cuando retumbaba el suelo con el prepotente estruendo del enemigo, emergían para hacer frente a los esclavos del descendiente del Profeta.
Karim y Yamila se amaban, creían que estaban a un paso de vivir en un país libre y democrático, después de una colonización española de más de un siglo. Nunca olvidaré como en un momento de nuestra conversación se besaron apasionadamente en la boca ¡Ay, qué bonito! -exclamé- ¡Juntos el amor y la libertad! Lo que pasó los meses posteriores no lo cuento porque no quiero deprimirme. Franco seguía en su cuna con más tubos y boqueaba: ¡Dios Mío, qué duro es esto! Mientras tanto Hassan II preparaba la Marcha Verde (la utilización masiva de civiles como arma de Guerra) para apoderarse ilegalmente de El Sahara, y la hipocresía internacional condescendía “en aras de la paz” en el Mediterráneo y de las treinta monedas de plata.
Y vuelve a cantar Quiquiriquí el Noble Gallo Beneventano para gritar a las nuevas generaciones que – si los dioses no lo impiden- podrían tomar el poder en España. Para gritarlas que se acuerden de Tinduf y de la impagable deuda que tenemos pendiente con el muy noble y soberano pueblo saharaui.
 Notas:
[1] La República Árabe Democrática Saharaui se proclamó el 27 de febrero de 1976.
[2] España obtuvo multimillonarios ingresos explotando el yacimiento de Fosfatos Bucraa, considerado el mayor del mundo. Cuando El Sahara luchaba por la independencia, Madrid escondió la cabeza debajo del ala con el sueño, cumplido, de seguir faenando en los caladeros de pesca marroquíes.

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