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Comentarios acerca del "discurso final" de Allende, el 11 de septiembre de 1973

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Fragmento del capítulo 2 del libro "La muertes de Allende. Una insvetigación crítica de las principales versiones de sus últimos momentos", publicado por RIL Editores. (Hermes H. Benítez, 2006, 260 páginas, ilustraciones, Serie Identikit, ISBN 956-284-497-8)

El así llamado “discurso final”, es decir, el que pronunciara a partir de las 9:15 de la mañana del 11 de septiembre por radio Magallanes, constituye el preámbulo de la muerte del Presidente. Esta comunicación radial, cuyo texto es hoy conocido y valorado en casi todo el mundo, presenta un carácter multifacético pues es varias cosas a la vez: una denuncia de la traición y una protesta moral ante ella; la reafirmación de un compromiso ético con el pueblo chileno, un testamento político y una despedida. Los partidarios de su gobierno, así como los hombres y mujeres progresistas de otros países, atentos a los acontecimientos chilenos, captaron de inmediato el sentido de su mensaje postrero, y el supremo sacrificio que le seguiría. Los enemigos de Allende, siempre dispuestos a subvalorar y denigrar su figura, se han preguntado, llenos de curiosas dudas e inquietudes, por el origen de este discurso inmortal, que les resulta incongruente con la pobre imagen que siempre tuvieron del Presidente.(1) Así lo hace, por ejemplo, la periodista Patricia Politzer, antes citada, cuando declara:

“Su último discurso es tan perfecto, tan elaborado, que no parece un discurso improvisado en aquel momento de enorme tensión. Da la impresión de que Allende había pensado muchas veces en aquellas palabras”.(2)
En realidad este discurso es claramente representativo del estilo y de las ideas de la mayoría de los discursos conocidos del Presidente. Observa Alfredo Jocelyn–Holt, a propósito de las cualidades oratorias de Allende, que “todos quienes lo conocieron coinciden en que no era un gran orador”.(3) A mí, que le escuché decenas de veces sus discursos, a lo largo de muchos años, ésta me parece una apreciación injusta. La opinión del historiador liberal resulta, por lo demás, contradicha en más de algún sentido por la publicación de los discursos de Allende, que al ser vertidos al papel han mostrado que eran perfectamente capaces de resistir el paso del tiempo. Esto no significa, por cierto, que todas las alocuciones políticas del líder popular hubieran sido de la misma calidad.

El propio Che Guevara, cuando se conocieron personalmente con Allende en Cuba, el año 1959, le dijo: “Mira, Allende, yo sé perfectamente quien eres. Yo te escuché dos discursos durante la campaña presidencial de 1952: uno muy bueno y otro muy malo. De modo que podemos hablar con toda confianza, porque tengo una opinión muy clara de quien eres”.(4) Creo que el Che hace aquí una observación correcta, que puede perfectamente ser generalizada. Es decir, que los discursos de Allende podían variar considerablemente en calidad, según el momento y las circunstancias. De manera que, al parecer, habría sido, precisamente, por obra de la presión abrumadora de los acontecimientos de aquella mañana, y no a pesar de ella, que Allende, quien era reconocido por su capacidad para pensar y actuar con calma frente a las más enervantes situaciones,(5) fue capaz de improvisar aquel discurso memorable.

Pero, ¿se trató en realidad de un discurso improvisado, o de uno escrito con antelación? Carlos Jorquera, quien tuvo el privilegio de presenciar la trasmisión del discurso final la describe así:

“Este dominio de sí mismo es la razón que explica como pudo [Allende] decir ese discurso conmovedor de ‘las grandes alamedas’: sentado en su silla presidencial y agachado para proteger mejor la frágil acústica del teléfono que lo comunicaba con la única emisora democrática que aún sobrevivía (la Magallanes), con su casco en la cabeza, la metralleta al lado, su mano derecha sosteniendo el fono y cubriéndolo con la izquierda, para que sus palabras postreras pudieran llegar a los oídos que siempre fueron los que más lo apremiaron: “¡Trabajadores de mi patria! …”.
Fue un discurso improvisado, que le brotó del fondo de su alma, porque era ahí donde venía fermentando”.(6)

Una confirmación de que la capacidad improvisatoria de Allende se potenciaba “bajo presión”, así como de su costumbre de apoyarse en un punteo escrito, nos la suministra Clodomiro Almeyda en la misma entrevista ya antes citada. Allí el ex Canciller se refiere al legendario discurso que el Primer Mandatario chileno pronunciara en la Universidad de Guadalajara, en su visita a México en 1972, en los siguientes términos: “Lo recuerdo, y hasta hoy me impresiona, primero porque fue un discurso maravilloso, una clase magistral, que hasta hoy se recuerda, se cita y se discute en México, y, segundo, porque fue absolutamente improvisado, tan improvisado que cuando subíamos al estrado el Presidente me envió un papelito rogándome con urgencia: “Ayúdeme a puntear”. Algo habló también sobre esto, parece, con [el Presidente Luis] Echeverría, que lo acompañaba. Había tenido una actividad terrible aquella mañana y, sin duda, no había alcanzado a preparar nada. Le bastaron las primeras palabras para tomar un hilo que no se interrumpió hasta el final, en medio de una tensión tremenda, en que fue anudando toda su vida y su experiencia de hombre salido de la Universidad y lanzado desde allí a la lucha por el pan y la libertad de su pueblo. Estuve un año y medio en México, después de salir de la prisión, y pude comprobar que el discurso de Allende en la Universidad de Guadalajara se había convertido en pieza casi clásica en los medios políticos y estudiantiles mexicanos”.(7) Hortensia Bussi agrega un importante detalle complementario a estos recuerdos del ex Canciller Almeyda, cuando, en una entrevista que le hiciera Otto Boye en 1983, para la edición especial de la revista Análisis, publicada al cumplirse los 10 años del Golpe, declara: “En ese viaje [a México], en Guadalajara, pronunció [Salvador] un discurso que también resultó excelente. Iba a hablarle a los universitarios y momentos antes le confesó al Presidente Echeverría que tenía la mente en blanco y no sabía de qué iba a hablar. Echeverría le sugirió que se refiriese a su juventud universitaria.¡Y Salvador lo hizo magistralmente!”.(8)
Por cierto que él había pensado muchas veces en la posibilidad de tener que enfrentarse con una situación semejante a la de aquel día, por obra de un alzamiento militar, pero no como cree o implica la referida periodista, que Allende hubiera tenido un discurso preparado de antemano para tal contingencia. Al igual que la mayoría de las intervenciones orales del líder popular, el discurso final está construido en parte con materiales e ideas de otros discursos.

Es sumamente curioso que, al parecer, nadie se haya dado cuenta que la metáfora de las “grandes alamedas” se encuentra ya prefigurada en el así llamado “discurso de la victoria”, que el Presidente electo pronunciara en la madrugada del 5 de septiembre de 1970 desde uno de los balcones del antiguo local de la Federación de Estudiantes, ubicado en Alameda frente a la Biblioteca Nacional, en una de cuyas partes centrales se dice:

… América Latina y más allá de la frontera de nuestro pueblo, miran al mañana nuestro. Yo tengo plena fe en que seremos lo suficientemente fuertes, lo suficientemente serenos y fuertes, para abrir un camino venturoso hacia una vida distinta y mejor; para empezar a caminar por las esperanzadas alamedas del socialismo, que el pueblo de Chile con sus prop
ias manos va a construir”.(9)
Como puede verse, de aquellas “esperanzadas alamedas”, a las “grandes alamedas del socialismo”, no hay mucha distancia. Es la misma metáfora de la sociedad socialista como un amplio camino, una avenida, por la que transitará libremente el hombre del futuro. Es significativo que Allende haya utilizado aquí, en el que pudiera denominarse su “discurso de la derrota”, esta imagen literaria, prefigurada tres años antes en su “discurso de la victoria”. Su mente, consciente o subconsciente, debió haber evocado aquellas primeras horas felices de su triunfo electoral, en total contraste con las horas tristes de sus últimos momentos como Presidente y como hombre.(10)

Notas
(1) Moulian describe esto de modo inmejorable: “La verdad es que los que sólo conocían el personaje público de Allende no esperaban una demostración de temple y de coraje en los momentos decisivos. Gozador, jovial, no tenía el tipo del héroe dramático. Más bien parecía un dandy: preocupado de su persona y vestimenta, atildado y fragante (como decían algunos). Visto desde fuera parecía el revés de esos austeros políticos comunistas, que hacían un culto de la simetría entre sus ideas y su vida. Como no cultivaba las expresiones ni el estilo de un predicador moral, algunos creyeron que carecía de moral”.Tomás Moulian, Op. Cit., pág. 28.

(2) Patricia Politzer, Altamirano, Buenos Aires, Ediciones B/Grupo Z, Santiago, Ediciones Melquíades, 1989, pág. 52. En una entrevista reciente, el doctor Jirón, quien se encontraba entre los presentes cuando Allende lanzara al aire su discurso final, ha declarado que éste hizo: “…su discurso sin leer absolutamente nada, no tenía ningún papel [en la mano]”. “El suicidio de Allende fue un gesto político”, entrevista de Faride Zerán al doctor Arturo Jirón, revista Rocinante, Nº 58, Agosto 2003.

(3) Alfredo Jocelyn-Holt, El Chile Perplejo. Del avanzar sin transar al transar sin parar, Santiago, Editorial Planeta/Ariel, 1999, pág. 120.

(4) Este primer encuentro con el Che es relatado por el propio Allende en sus conversaciones con Debray. Véase: Régis Debray, The Chilean Revolution. Conversations with Allende, New York, Pantheon Books, 1971, pp. 72-73.

(5) Recordando la primera campaña presidencial de 1952, escribe Volodia Teitelboim: “…se dio en medio de la pobreza, sin recursos, con un candidato joven que oficiaba de chofer, amante de todos los vértigos de la velocidad, temerario ante el peligro. En un viaje entre Santiago y Valparaíso, a cien kilómetros por hora, cuando iba solo con él, atrasado, casi como de costumbre a un mitin obrero, el capot cubrió de golpe totalmente el cristal delantero. Pero el piloto, con perfecta sangre fría, lo controló todo y gracias a ello siguió viviendo veintiún años más. Lo vi muchas veces agigantarse ante los más diferentes riesgos. Tenía pasta de valiente. Asumía las situaciones extraordinarias con impávida serenidad … su impasibidad ante el peligro era como una emanación de cierta virtud heroica que había en él”. Véase: V. Teitelboim, “Salvador Allende: presencia de la ausencia”, Araucaria de Chile, Nº 24, 1983, pp. 20 y 21. Para otro episodio semejante, relatado por el propio Volodia, puede consultarse: J. Lavretski, Salvador Allende, Moscú, Editorial Progreso, 1978, pág. 90.

(6) Carlos Jorquera, El Chicho Allende, Santiago, Ediciones BAT, 1990, pág. 16. Respecto de la forma general de preparación de sus discursos, dice más adelante el mismo autor: “…a Chicho Allende, ni antes ni durante la Presidencia, nadie le hizo sus discursos. Lo que ocurría era que sus colaboradores de mayor confianza chequeaban datos y los ponían en orden; pero la estructura misma de sus discursos estelares fue siempre obra e iniciativa de él. Cuando se trataba de un acto de trascendencia, reunía a su grupo más íntimo y [les] explicaba lo que iba a decir y cómo pensaba decirlo. De modo que lo que había que hacer era ordenar esos conceptos, cotejándolos con las cifras y otros datos que los reafirmaban y los hicieran más fácilmente comprensibles. Esas eran las famosas “pautas”. Op. Cit., pág. 109.

(7) “Salvador Allende y las relaciones exteriores de Chile”. Entrevista a Clodomiro Almeyda, Araucaria de Chile, Madrid, Nº 2 – 1978.

(8) Análisis: ALLENDE 10 AñOS DESPUES, septiembre 1983, edición no foliada. Cursivas nuestras.

(9) Salvador Allende, 1908-1973. Obras Escogidas, Gonzalo Martner (Compilador), Ediciones del Centro de Estudios Políticos Latinoamericanos Simón Bolívar, Fundación Presidente Allende, España. “Celebrando el triunfo el 4 de septiembre de 1970”, pág. 284.

(10) Para un penetrante análisis del significado de los discursos pronunciados por el Presidente Allende la mañana del 11, véase el capítulo segundo del libro de Tomás Moulian antes citado, pp. 21 a 30.
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