A 50 años, del año que nos cambió la vida… El crudo y emocionante testimonio de Lidia Amarales
por Dra. Lidia Amarales (Chile)
1 año atrás 40 min lectura
La foto superior muestra a la Dra. Lidia Amarales
10 de septiembre de 2023
Fui la hija mayor del matrimonio de mis padres Jorge, médico obstetra, y Lidia profesora de matemáticas y física, ambos magallánicos, de adopción y de nacimiento respectivamente.
Mi padre, hijo de un suboficial de la armada y de madre matrona, que había estudiado siendo ya adulta y con sus todos sus hijos nacidos, (5), para salir de la precariedad y la inseguridad que resultaba de estar casada con un marino siempre embarcado.
Mi madre, hija de un trabajador de estancia y de una madre inmigrante croata -la verdad, llegó como austríaca, luego fue yugoeslava y finalmente croata-, con solo cursos primarios incompletos.
Ambos fueron alumnos en los Liceos de Hombres y Niñas respectivamente de Punta Arenas, y en los años 40 partieron a Santiago a estudiar sus respectivas carreras a la Universidad de Chile. Este gran sacrificio familiar se hizo porque era la única posibilidad de ser profesional, y tanto sus padres como ellos estaban convencidos que en la Universidad y en los estudios encontrarían la manera de acceder a mejores condiciones de vida.
El ser ambos magallánicos viviendo en Santiago, permitió que se conocieran e iniciaran su relación amorosa, terminando en matrimonio, y en el nacimiento, en Santiago, de 3 de sus 5 hijos (4 mujeres y 1 hombre).
Mi padre, ya con su especialidad, se gana el cargo de jefe de Obstetricia del Hospital Regional de Punta Arenas, trasladándose a esa ciudad donde mi madre vuelve a su Liceo, esta vez como profesora.
Cuando mi familia se instala en Punta Arenas tengo 8 años, e ingreso al Liceo de Niñas, donde curso mis estudios primarios y secundarios, al igual que el resto de mis hermanas.
Tuve una infancia feliz, dentro de una familia que estaba siempre cerca y muy respetuosa de los más pobres, porque en mi casa pensábamos, y aún pensamos, que eran pobres ya que no habían tenido las oportunidades que otros sí habían tenido, entre ellos mis propios padres. Es así que abrazan los ideales de los partidos de izquierda, aunque nunca fueron militantes. Por lo tanto, tuve una enseñanza apegada a la justicia, la equidad, la entrega, la solidaridad, la responsabilidad, y a la importancia de luchar por ello.
En ese contexto di unas excelentes pruebas de admisión y entro a Medicina en la Universidad de Chile, área norte, Hospital José Joaquín Aguirre, en el año del triunfo de la Unidad Popular y la llegada a la Presidencia de Salvador Allende. Llego a Santiago a estudiar a los 17 años, al igual que mis padres y muchos magallánicos, en los tiempos que las comunicaciones y viajes eran escasos y caros.
Inicio mi vida universitaria viviendo con 2 compañeras de curso del Liceo, Giovanna y Gladys, las cuales, al igual que yo, habían entrado a Medicina, demostrando con ello las excelencias de la educación pública de la época.
Las 3 comenzamos prontamente a acercarnos a la lucha por defender al gobierno popular, y la causa de los trabajadores. Y posteriormente ingresamos a militar, ellas a la Juventud Socialista, y yo a las Juventudes Comunistas.
En 3 er año de Medicina, año 1973, en que teníamos que dividirnos en las diferentes Facultades de Medicina que tenía la carrera de medicina, relacionada con los diferentes hospitales de Santiago, yo me traslado al Facultad de Medicina del área Sur, Complejo hospitalario Barros Luco-Trudeau.
Junto a otros compañeros que al igual que yo habíamos elegido esa área, más varios estudiantes de izquierda de cursos superiores, formamos las Juventudes Comunistas en el área sur. Ya nos encontrábamos en una época convulsionada, polarizada, donde los partidos de ultraderecha y derecha diariamente trabajaban por el derrocamiento del presidente Allende. El Hospital Barros Luco, no era ajeno a ese momento político, muy por el contrario, por estar inserto en los barrios más populares y en cercanía a varios cordones industriales, era campo de enfrentamiento intelectual y debates, Nosotros, desde la izquierda, defendíamos el gobierno popular, ellos, muchos militantes de Patria y Libertad, compañeros de mi propio curso, partido fascista, diariamente trabajaban con el objetivo de provocar un golpe de estado.
Ya en esa época yo vivía con mi hermana Ximena, (segunda de nosotros cinco), que había ingresado a Arquitectura en la U de Chile. Dentro de ese contexto, se produce el paro de los camioneros y posteriormente el paro médico, precursor del golpe de estado. En nuestro hospital un porcentaje no despreciable de los médicos se fueron a paro, por lo tanto, nosotros los estudiantes de todos los cursos, 3º a 7º, tuvimos que asumir labores asistenciales.
Y así viene el 11 de septiembre. Nosotros, especialmente los militantes, simpatizantes y defensores del gobierno, pero también muchos otros motivados por una auténtica preocupación por los pacientes, partimos a primera hora, apenas nos avisaron del movimiento de la armada en Valparaíso, a nuestro lugar de estudio-trabajo, el Hospital Barros Luco Trudeau, el que se encontraba aún con la ausencia de los médicos huelguistas.
Dentro del Hospital vivimos el golpe, escuchamos el bombardeo de la moneda, el último discurso del Presidente Allende y la comunicación de su muerte. Comenzaron a llegar los heridos y muertos en masa, obreros y trabajadores de las fábricas aledañas de los cordones industriales, defensores del gobierno popular. Para pasar de un servicio a otro, edificios esparcidos entre las calles Santa Rosa y Gran Avenida, teníamos que ir agachados, para que no nos llegaran las balas de las balaceras aledañas. Y nuestra labor, en ausencia de un porcentaje importante de médicos, era asistir a los heridos graves que llegaban a la Posta por doquier, llenando las camillas, los pasillos, y la morgue, la que quedó rápidamente sobrepasada, abarrotada de cadáveres, que debíamos apilar, uno encima de otro, con el transcurso de las horas.
Al segundo día, ya que nos mantuvimos todos los profesionales y estudiantes en el Hospital día y noche durante una semana, se produce el primer allanamiento, de otros muchos, que hicieron las fuerzas militares. Nos conminaron a todos -y a algunos que se oponían con culatazos-, a tirarnos con la cara hacia el suelo para que no viéramos nada, y comenzaron a “cacharnos”, ya que sostenían que el Hospital era un “antro de comunistas”. Más aún, el Director del Hospital, Dr. Baeza se presenta a los cabecillas del allanamiento, haciendo valer su calidad de Director, y la respuesta de los oficiales fue: “¡Tú CTM, al suelo igual, de guata y manos a la espalda!”. Eso delante de todos los funcionarios y estudiantes del Hospital presente, entre los que yo me encontraba.
Dentro de este allanamiento, se llevaron detenidos a dos de nuestros compañeros, estudiantes de 4º año de Medicina que estaban trabajando incansablemente, como todos, les encontraron vainas de balas en los bolsillos, las que habían recogido como recuerdo ya que prácticamente tapizaban los extensos patios del complejo hospitalario. Cuando se los llevaban, acusados de ser sospechosos de la resistencia armada, yo, espantada y angustiada, me acerco al piquete militar a darle las explicaciones y hacer notar su inocencia, pero frente a su negativa y la consecuente insistencia y desesperación mía, me gritan e insultan, advirtiéndome de que si seguía defendiéndolos yo también sería detenida.
Como los allanamientos posteriores, que fueron muchos, empezaron a incluir las dependencias de los diferentes servicios y edificios del complejo hospitalario, incluyendo los entretechos, buscando armas, documentos, carnet de militancia, etc, nos organizamos para hacer desaparecer cualquier documento que pudiera comprometernos.
Fue al menos una semana que pasamos trabajando día y noche, durmiendo entre las camas de los pacientes, más aún, cuando llegaban los uniformados a allanar, muchas veces nos hicimos pasar como pacientes para ahorrarnos explicaciones y evitar que nos llevaran detenidos como “posibles subversivos”.
Al fin de esa semana de horror, incomunicados con la familia, amigos y compañeros de lucha, y dándonos cuenta que el golpe de estado era irreversible, volvimos cada uno a nuestros hogares aprovechando que se había levantado por algunas horas el toque de queda,
Yo, tenía miedo de volver a mi casa en Providencia, por temor a que fuera allanada por la clara marcación que tenía de ser habitada “por comunistas”. Me fui a la casa de una tía abuela en San Miguel, mi querida tía Catalina. Apenas me pude comunicar telefónicamente con Bertita, nuestra asesora del hogar, le di las indicaciones de hacer desaparecer y quemar todo, lo que hasta ese momento era legal, en la chimenea: libros, discos, documentos, y hasta nuestras camisas “amaranto” de las JJCC. Así me mantuve durante 7 días, hasta que habiendo comprobado que no había pasado nada en nuestro hogar, y la Universidad se mantenía paralizada desconociéndose cuando se reanudarían las clases, viajo a Punta Arenas a la casa de mis padres.
A los días de haber llegado a Punta Arenas, me llaman mis compañeros para avisarme que se reiniciaba el año académico, pero que me encontraba suspendida como otros muchos de los estudiantes que éramos partidarios y defensores del gobierno Allendista. Se iniciaba así un proceso judicial dentro de la Universidad por actividades “subversivas”. Viajo inmediatamente a Santiago a presentarme a este proceso “legal” y me encuentro que el Dpto. de Bacteriología de la Escuela se había convertido en un “Juzgado universitariomilitar” donde todos los “suspendidos y en proceso” teníamos interrogatorios diarios, por supuesto,sin derecho a abogados. Nuestros “jueces”, investidos de omnipotencia, cuyo fallo era inapelable, eran miembros de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile. El fiscal, era el profesor de derecho Miguel Otero Lathrop, ex militar, militante del Partido Nacional y futuro senador de la República por la derecha política, ya en democracia; lo acompañaban como actuarios 2 estudiantes de derecho, uno de ellos Ignacio Mujica.
Este proceso fue el inicio de un largo camino, desgarrador, de impotencia indescriptible, y desgastador en lo psicológico y físico (bajé más de 10 kg por una esofagitis, que me impedía comer). Nuestras acusaciones venían de nuestros propios compañeros de curso y escuela, en mi caso Patricio Zamora, Margarita Aliaga (curso) y Teófilo Abadí de un curso superior, entre otros que no identifiqué u olvidé. Ellos eran militantes de Patria y Libertad o del Partido Nacional, y con los cuales me hicieron careos para que plantearan sus acusaciones.
Estas acusaciones se basaban en nuestra actividad militante y defensora del gobierno popular, lo que era absolutamente legal dentro de la democracia que vivíamos hasta ese 11 de septiembre. Pero lo que fue aún más denostador para mí es que, desde los primeros interrogatorios, parada contra la pared, donde los “jueces” se paseaban alrededor mío gritándome amenazadoramente, comienza a aparecer una arista “sexual” en mis actuaciones. Dentro de los interrogatorios, basado en mi apariencia física a la época, se me acusaba de usarla para mis propósitos “proselitistas”. Más aún, a todos mis compañeros procesados e interrogados, la preguntaban si yo usaba mis atributos físicos o actuaba sexualmente para “adherirlos a la causa revolucionaria”. Era un muy negro panorama, y sin posibilidades de un desenlace justo. Todo el proceso era irregular, sin defensa, con acusaciones muy graves, y tras el cual sabíamos que habían expulsado o detenido, por las mismas razones, a otros compañeros de medicina de las demás áreas de la Universidad de Chile. Es por ello que mi padre viaja desde Punta Arenas para tratar de ver en que podía ayudarme a revertir en algo el proceso. Así, le solicita a unos de sus amigos, Dr. Jorge Redondo, a la fecha Presidente del Colegio Médico de Magallanes, activista anti-gobierno allendista, para que viniera a abogar por mi intachable conducta como mujer, estudiante, persona y de mi familia. Lo hizo pero no logró nada, más aún, me dirigió una mirada reprobatoria después que salió de su entrevista con el “tribunal ilegal” que me juzgaba, cuando conoció la arista sexual que ya habían logrado imponer los acusadores.
Tal era mi desesperación frente a como se iban desarrollando los interrogatorios y el proceso, que se veía con un mal desenlace, que fui a suplicarle a una ex compañera de curso del colegio, estudiante de Derecho en la U de Chile, y a la época militante de derecha, que si podía interceder frente a tanta injusticia, arbitrariedad e irregularidad, sobre todo en lo referente a las acusaciones del activismo sexual que me imputaban. Ella, impresionada con el relato, se acerca a sus compañeros que participaban como actuarios, intervención que me causa más daño porque en mi próximo interrogatorio, el último y peor de todos, me increpan, gritan, insultan y garabatean por mi “osadía de irlos a acusar” a la Escuela de Derecho. Termina mi proceso con la sentencia de: (1) “Desacato a la autoridad” y (2) “ Elemento perturbador de la Facultad” y con la penalidad de suspensión del año académico y la repetición del 3º año de Medicina en curso.
Frente a ese resultado, comienzo a golpear todas las puertas institucionales, Dr. Raúl Donckaster Rodríguez, Jefe del Departamento de preclínica, el Dr. Profesor Luis Hervé, Decano de la Facultad, entre otros, sin poder conseguir revertir el fallo o la pena.
Estaba en esos trámites, y tratando de llegar a las autoridades superiores, enviando una solicitud de apelación, al rector de la Universidad de Chile, don Agustín Toro Dávila, cuando una noche de Noviembre, estando en mi casa con mi hermana Ximena. con mi amiga y compañera de curso, Ligia Gallardo y con Bertita (nuestra asesora del hogar), ya en toque de queda, llegan a nuestra casa efectivos militares de civil, en un jeep. Me llevan detenida.
Ligia, antes de partir les pide identificación, y uno dice ser Silva Dumas (según recuerda Ximena), y que me llevarían a El Bosque “a hacerme sólo unas preguntas”, información que yo desconocía, ya que ellos delante de mí nunca dijeron donde me llevarían, más aún me llevaron encapuchada a ese recinto para que no lo reconociera.
Ahí con mis 20 años recién cumplidos, comienza el 2º calvario. Durante toda la noche, con toque de queda, me pasearon por Santiago, buscando a “otras subversivas comunistas”, específicamente a Paulina Quiquandón, compañera de curso, militante como yo, y a quien no veía regularmente porque se había quedado en el área norte, Hospital J.J. Aguirre.
Estuvimos en la central de carabineros en calle Teatinos, en las Torres del San Borja, y otras dependencias de los servicios de inteligencia militar buscando antecedentes para llegar a su paradero. Pasamos por la casa donde ella vivía, la casa de Tatiana Figueroa, sin encontrarla. Y a la mañana, después de toda la noche en vela, me llevan al estacionamiento de la Escuela de Medicina del área norte para que reconozca a otros “upelientos” como yo, y además usarme como señuelo para que se me acercaran cuando me vieran, y agarrarlos detenidos.
Afortunadamente no fui reconocida y no hice ninguna delación.
Así, otra vez encapuchada, me pasean por largo tiempo por las calles de Santiago, acostada en el asiento trasero del vehículo, para que no pueda reconocer el lugar a donde me llevaban.
Llegamos a un regimiento, sin ninguna duda, que a corto andar reconocí que era de la Fuerza Aérea, la Escuela de Especialidades El Bosque, en la Gran Avenida.
Me ingresan a un gimnasio, inmenso, donde observo que estaba repleto de presos como yo, cada uno en una colchoneta, por lo tanto, supuse que era también el lugar de pernoctación. Posterior a mi ingreso, en que me revisan íntegramente, encuentran en mis documentos una foto, de mi ex pololo aviador que había tenido el año 1968, Ricardo Torrent y que había fallecido producto de un accidente aéreo en Punta Arenas, duelo que aún mantenía, por eso guardaba su foto conmigo. Por supuesto, y no con buenos modales, comienzan a interrogarme por el origen de esa foto, suponiendo que era “un blanco terrorista” del Plan Z, por ellos inventado, ya que se trataba de un miembro de la FFAA.
Comienzo a identificar a compañeros de universidad como yo. Venían de diferentes carreras de la salud de las otras Facultades, con los cual militábamos en la Jota, o militantes del FERMIR, de medicina del área norte, y también a trabajadores del Hospital. Por lo tanto, aduje que a la FACH le correspondía, como grupo objetivo, el área de la salud.
Ese mismo día, comienza el horror. Me llevan al 1er interrogatorio, encapuchada, y amarrada. Me dejan 30 a 60 minutos fuera del lugar donde interrogaban. Lo hacen exprofeso para que escuche los gritos desgarradores que daba la persona a quien estaban torturando; los golpes, sus insultos, ruidos de cadenas y más gritos de dolor in crescendo del torturado. Ese fue mi primer encuentro con lo que me esperaba, hecho a propósito para que me vaya “ablandando”. Además, mi custodio me “aconsejaba” de que mejor “cooperara”.
Ingreso al interrogatorio esa primera mañana, encapuchada por supuesto, y me sientan en una silla de metal, como las sillas antiguas dentales. Me amarran a ella, me colocan electrodos en las 4 extremidades y las sienes, y comienza el interrogatorio inmediatamente con corriente, que iba en aumento a medida que avanzaba el tiempo, el que ya me parecía eterno. Las preguntas estaban relacionadas a la Juventud Comunista, nuestros dirigentes, nuestra actividad, mis contactos, etc.
Claramente había un diseño de tortura: el interrogador implacable, agresivo, que me insultaba, que se colocaba detrás mío y me agredía verbal, sexual y físicamente, -con cachetadas, tocaciones y otros golpes-, y el torturador “amable” que me decía que mejor cooperara.
A corto andar, como no recibían las respuestas que ellos requerían, en medio de insultos, me hacen desnudar, y me cuelgan por los pies desde el techo, con sogas y cadenas. Y ahí empieza lo peor: la vejación y el terror total. Me colocan electrodos en las 4 extremidades, el ano, la vagina, los pezones y las sienes. Y recomienza la tortura, con mayor intensidad, implacable. Con cada golpe de corriente me sacudía por entero. Me gritaban e insultaban con alusiones sexuales y de todo tipo, como: “quieres seguir saltando CTM, no te gustó ser comunista, terrorista HDP”, etc. No felices con eso, comienzan también a tirarme agua fría con un balde, uno tras otro, con la intención de agredirme aún más al aumentar la conducción de la corriente con el agua y provocarme la desesperación del ahogo. No sé cuántas horas habrá durado ese primer interrogatorio, pero repito, se me hizo una eternidad.
Salgo de ese primer interrogatorio aterrorizada pero también aliviada del término del mismo y con la satisfacción de no haberles entregado información. No dura mucho esa tranquilidad ya que nunca sabía cuándo terminaría la tortura y con ella el terror de ser violada u otra nueva atrocidad, que sabía ocurría en los centros de tortura. Afortunadamente meses antes del golpe había leído el libro “Reportaje al pie del patíbulo” de Julius Fucik, sobre la vivencia de él cuando fue detenido por la Gestapo durante la 2º Guerra Mundial. Libro que mostraba la tortura descarnadamente, llevando a muchos hasta la muerte. Uno de los aprendizajes que me había quedado de ese libro -que nunca pensé necesitaría-, y que se me vino a la memoria cuando me torturaban, evidenciando los mecanismos de defensa que guarda nuestro cerebro, era que cuando uno les mostraba a los torturadores que producto de ella, te podían sacar información, el ensañamiento era cada vez peor, porque estaban logrando el objetivo. Lo otro que se me vino a la memoria, también como mecanismo de defensa, era una de las instrucciones que nos había mandado el partido, con posterioridad al golpe, en nuestras reuniones clandestinas: si caímos detenidos, teníamos que “echarle la culpa de todo” a los compañeros que habían salido de Chile. Ingenuamente, cuando recibí esa información, pensé ¿echarle la culpa de que?, ¡¡Si nosotros no habíamos hecho nada malo, salvo militar en un partido político legal y luchar con los trabajadores por un Chile más justo!! Es así entonces, que en ese primer interrogatorio y en los próximos, alrededor de 8 o 10, no lo recuerdo con exactitud, no olvidé ambas enseñanzas y lo único que me sacaron es que no sabía nada, y cuando era inevitable dar un nombre, “la culpa de todo” la tenía Javier Uribe, un compañero de la Jota, de cursos superiores, que había salido, a días del golpe, para Brasil.
Pero a medida que pasaban las horas, después del alivio inicial, comenzaba progresivamente a instalarse el miedo, el terror, por la próxima tortura que seguro venía, sobre todo cuando veía que iban sacando de uno en uno a los compañeros presos a los interrogatorios… y veíamos las condiciones deplorables en que los recibíamos.
La espera no demoró mucho. En la tarde nuevamente me llevaron a interrogar. Siempre el mismo modus operandi: la escucha previa -para ablandar-, y posteriormente la tortura en la silla de metal, que hacía más intenso el paso de la corriente por mi cuerpo y también el dolor. Luego, cada vez más rápidamente, pasaban al desnudo total y al colgarme con cuerdas y cadenas desde el techo, cual cordero en el matadero, con los electrodos en ano, vagina y pezones, y los baldazos de agua fría. Los gritos, los insultos sexuales, los golpes, etc.
Implacables!!!
Al segundo día apareció un oficial de la FACH, amigo de mi época escolar en Punta Arenas, cuando pololeaba con Ricardo, y que además casado con una magallánica. Era el teniente Claudio Shoenner, que se notaba muy avergonzado de verme ahí y en esas condiciones.
Inmediatamente me preguntó que necesitaba. Le planteo que lo único que necesitaba era que le avisara a mi hermana Ximena que yo estaba ahí, porque me imaginaba que estaba desaparecida para mi familia y sobre todo para mis padres. Una de mis angustias eran ellos, su sufrimiento frente a mi desaparición y eventual muerte, que ya a esas alturas del golpe, noviembre de 1973, era un hecho conocido para nosotros, una realidad, que nos golpeaba cada vez más cerca: parientes, amigos, compañeros y conocidos. Él contactó a Ximena y le dijo dónde yo estaba.
Los interrogatorios y torturas siguieron implacablemente, con el mismo mecanismo, cruel, doloroso, terrorífico, con la connotación de abuso sexual. Y siempre lo mismo: dolor, miedo y terror en cada tortura, alivio posterior de estar viva, de no haber sido violada, de haber “aguantado” y, posteriormente ya en mi colchoneta, en el “gimnasio-cárcel”, una angustia in crescendo que terminaba en terror a medida que las horas pasaban, frente al acercamiento a la nueva tortura. Además, con la visión de los otros compañeros, que salían a las torturas y que llegaban en peores condiciones que yo. A algunos de ellos o ellas, los traían arrastrados e inconscientes, en condiciones deplorables.
Dentro de estos días comienzan a llegar un grupo de funcionarios-trabajadores del Hospital, que yo conocía, porque nos habíamos reunidos con ellos políticamente en algunas oportunidades, miembros del Partido. Por supuesto que el trato vejatorio, de golpes, culatazos, gritos y garabatos fue desde la entrada al gimnasio-cárcel, ya que se trataba “solamente” de obreros, una clase aún más despreciable para ellos.
Las torturas se repetían diariamente, a veces 2 veces por día. Al tercer o cuarto día llega a mi colchoneta otro oficial de la FACH, amigo de Ricardo, el Capitán Rubén Casanova. Su actitud fue de complicidad, a diferencia de Claudio, que era de vergüenza. Se sienta al lado mío y me dice que si necesitaba algo: y yo angustiada y preocupada, además por mi hermana Ximena que suponía estaba sola en la casa, y con miedo que fueran a allanarla, le digo mis preocupaciones. En la casa teníamos muchos insumos médicos y de enfermería, que era lo que nos había pedido el Partido que hiciéramos frente a la eventualidad de una Guerra Civil. Él me dice que no me preocupe, que le avisaría a Ximena para que haga desaparecer eso, y otras cosas “comprometedoras” para la época.
A las horas vuelven para una nueva tortura. Y al minuto del interrogatorio, me doy cuenta que Casanova había contado todo, que lo habían enviado en rol de amigo, para que le contara a él lo que no habían podido sacarme en las torturas. Esa tortura fue la peor. Se ensañaron lo más que pudieron, siempre desnuda, colgada, más corriente, más gritos, más insultos, más golpes, más vejamiento sexual. Por supuesto dije que todo y cada una de las cosas me las había entregado Javier Uribe, el compañero de la jota, que, -repito, yo ya sabía estaba a salvo fuera del país-, con la orden de guardarlas. De ahí no me sacaron.
Frente a ese fracaso, el próximo paso de los torturadores, fue castigarme, para ver si me ablandaba. Me dejaron de pie durante 24 hrs, día y noche. Fueron las peores horas de mi vida, parada sobre mi colchoneta, con dolor de espalda que iba aumentando a medida que pasaban las horas -ya que tenía una cifoescoliosis previa-, que, por supuesto se me agravó.
Hasta hoy porto lesiones vertebrales múltiples, cervicales y lumbares , y dolores que aún son parte de mi vida. Cuando flaqueaba, y comenzaba a caerme al suelo, venía unos de los guardias, y a culatazos me hacía levantar. Pasé el día y la noche, con dolor intenso, pánico y terror. Los guardas implacables frente a mi castigo no me permitieron tirarme al suelo.
Soporté esa tortura física y psicológica, que siento fue la peor, muy difícil de aguantar y que me llevó casi a la inconciencia. Posterior a eso, sin descanso previo, una nueva tortura, para ver si habían logrado su objetivo, una confesión y delaciones.
Además de lo anterior, sufría la imposibilidad de comer nada, absolutamente nada. La comida no pasaba, tenía un dolor retroesternal permanente por la esofagitis, que nuevamente se hacía presente, y que, por supuesto, me llevó a seguir adelgazando.
Al quinto o sexto día veo llegar a mi compañera de curso, de estudio, de la Jota y amiga, Tatiana Figueroa, que también se había ido conmigo al área sur junto con Ligia, y compartía departamento con Paulina Quiquandón, donde ellos habían llegado la noche de mi detención, la originalmente buscada. Por supuesto que inmediatamente nace la necesidad de poder hablarle y contarle mi experiencia, así que cuando veo que la sacan supuestamente al baño, yo pido ser trasladada para allá, que quedaba en otro recinto fuera del gimnasio.
Siempre encapuchada llego hasta el baño, y ya sin venda adentro, veo que ahí estaba Tatiana, en uno de los WC. Entro al WC del lado, y comienzo a hablarle en susurros, ya que los guardias estaban custodiándonos afuera mismo de los cubículos del WC. Le cuento todo lo que me estaba pasando, y le aconsejo sobre lo que tenía que decir y no decir. Por supuesto que los guardias me hacían callar, a gritos, pero a pesar de eso logré traspasarle toda la información importante.
En uno de esos días, en una nueva tortura, con más ensañamiento aún, mucho más dura e intolerable, me dicen que cómo yo había negado conocer a Paulina Quiquandón en circunstancias que mi hermana Ximena la conocía y que su nombre aparecía en la libreta de direcciones de mi casa. Había sucedido que, en la noche anterior, durante el toque de queda, según los relatos de Ximena, llegó a nuestra casa en Providencia un oficial vestido de civil.
Ella se encontraba ya acompañada con mi tía Chinda, hermana de mi padre, matrona, que al igual que mis padres trabajaba y vivía en Punta Arenas con su familia y había decidido viajar a Santiago a tratar de buscarme y liberarme. Mis padres estaban imposibilitados de viajar -tenían que solicitar permiso especial, por su condición política- y porque además mi padre también había estado detenido y había sido echado como Jefe de Servicio de la Maternidad del Hospital de Punta Arenas, por razones políticas. El oficial comenzó a preguntarle sobre algunas cosas, para corroborar mis respuestas en los interrogatorios, y a corto andar le pide la libreta de direcciones que teníamos. Y allí aparecía el nombre de Paulina, entre otros. Mi hermana debe reconocer que la conoce y ser su amiga.
No me acuerdo cuantos interrogatorios o torturas más hubo.
Al séptimo u octavo día dicen que nos trasladarán, a otro recinto, sin especificar. Noticia que viene acompañada con el miedo, francamente terror, que nos hicieran desaparecer para siempre. Posibilidad que ya era conocido por nosotros. Al irme, en el mismo escritorio de la llegada, me entregan lo que me habían quitado al ingreso, incluida la foto de Ricardo -que aún conservo-, y me hacen firmar un documento, con la imposibilidad de leerlo porque estaba vendada. Siempre, por supuesto, he pensado que se trataba de un documento en la que reconocía haber dado mi consentimiento para estar allí y haber recibido buenos tratos.
En el vehículo, una VAN, íbamos muchos de los presos, entre ellos algunos de mis compañeros de la Jota y del FER. Casi todos de otras carreras y del área Norte.
Llegamos, ya sin venda, al cuartel de Investigaciones de General Mackenna, la Cárcel Pública a la época. Entramos por la “calle de los suspiros” y de ahí a la cárcel, que según recuerdo tenía dos o tres pisos, llenas de celdas, una al lado de la otra, más otros calabozos que estaban en el subterráneo, “La Patilla”, todos realmente abarrotados de presos, prácticamente uno encima de otro. Me tiran a una celda pequeña, de 2 metros por 1 metro, con un retrete en una esquina -obviamente a la vista-, una minúscula ventana, por la que solamente se veían edificios enfrente y nos permitía saber si era de día o noche. Tenía en ángulo recto unas banquetas, que era para sentarnos y en la noche tratar de dormir.
Éramos alrededor 8 mujeres en ese pequeño espacio, de todas las edades, algunas de ellas de la tercera edad. Por supuesto que, con mi experiencia anterior, decidí no confiar en ninguna de ellas, a pesar que algunas se me acercaron solidariamente. No podía arriesgarme a la posibilidad de que entre ellas hubiera “soplonas”.
Pierdo la noción del tiempo de los días que permanecí ahí, creo que fueron tres o más días. Después de haber llegado empiezan a solicitar voluntarios para repartir la comida, y rápidamente me ofrezco. Albergaba la posibilidad de poder conversar con los compañeros que habían viajado conmigo en la VAN, ya que durante el trayecto fue imposible, u otros que pudiera reconocer dentro de ese mar de presos. También quería transmitir una palabra solidaria a aquellos que estaban el “La Patilla”, los calabozos subterráneos en condiciones subhumanas.
De esta manera me convertí en una de las repartidoras de alimentos, desde unas ollas gigantes, donde cada uno pasaba un plato. Así pude conversar con varios de los compañeros de los que veníamos de El Bosque, darles ánimos, ya que suponía que habíamos salido de lo peor, de los interrogatorios y las torturas, aunque nuestro futuro era absolutamente incierto, y sin ninguna duda, esperábamos ser trasladados a algunos de los campos de concentración que ya sabíamos existían: Ritoque, Chacabuco, Pisagua u otro.
A la noche, comenzaba la odisea para dormir. Nos turnábamos las 2 banquetas que había, para dormir sentadas, o tratar de tendernos un rato de lado compartiendo aquella tabla angosta. A pesar del hacinamiento y de ser noviembre, recuerdo pasábamos mucho frío.
Al segundo día me entregan, de parte de mi familia, un pollo asado y unos pasteles, que nos devoramos entre todas. Así pasaron los días encerradas, yo saliendo a dar el almuerzo a los compañeros para poder verlos e intercambiar unas palabras.
Creo que, al tercer o cuarto día, me vienen a buscar, sin ninguna explicación. Por supuesto la angustia se apoderó de mí, por la incertidumbre de lo que vendría ahora: nuevas torturas, el traslado a un campo de concentración, la desaparición u otra alternativa desconocida. No había lugar para la ilusión de la libertad.
Caminando por los pasillos, con un gendarme, me doy cuenta que había un hermoso día, luminoso, y así se lo comento al gendarme para hacerme “la simpática” y romper el hielo. Inesperadamente, él me pega una cachetada, tan fuerte que me da vuelta la cara, y me dice: “¡Quién te dio permiso CTM para hablar o decir algo!”.
Cuál es mi sorpresa, cuando llego a la oficina del prefecto a cargo -evidentemente lo colijo por las características de la oficina-, y me encuentro con mi querida y hermosa tía Chinda.
Después de un discurso “moralista” del prefecto del tipo de: “esta juventud que se dedica a cosas que no debiera, a la revolución y la política, más aún de una buena y conocida familia magallánica”, me sueltan, no sin antes firmar, otra vez, que había sido atendida “como reina” y con el compromiso, por supuesto, de dedicarme sólo a estudiar y no a “meterme en líos”, ahora que el país volvía a “la tranquilidad después de los 3 años de caos”. Y ahí llegamos a la casa, donde me esperaba también mi madre, que había podido recién viajar ese día desde Punta Arenas.
Ya ahí, mi hermana Ximena y mi tía Chinda me cuentan parte de la historia que ellas vivieron: Ximena, con sus 18 años, al otro día de mi detención, llegó a buscarme a EL Bosque, y ahí después de haber sido negado como centro de detención por parte de los suboficiales de guardia, se encuentra a la salida con Claudio Shoenner, y ella le cuenta la razón para estar ahí. Claudio le dice tener desconocimiento, pero que averiguaría y le solicita nuestro teléfono para comunicarse posteriormente con ella.
Entonces ella desesperada por saber si realmente estaba ahí y viva, comienza a llamar a nuestros amigos FACH, que habían sido muy cercanos a nosotros, que frecuentaban asiduamente nuestra casa en Punta Arenas o nuestra Estancia Palomares los fines de semana, uno de ellos ex pololo de Ximena, Nelson Sanhueza y Jaime Silva, pololo de otra de nuestras amigas, Nahir. Ambos agresivamente le dijeron que no tenían idea, y que si sabían no dirían nada ya que “para que me metía en huevadas” y que por supuesto no averiguarían nada. Por eso fue tan importante el encuentro y posterior llamada de Claudio Shoenner, que no era de nuestros cercanos. Él le dice el lugar de mi detención, solicitándole toda su discreción y que me llevara abrigo para las frías noches en que dormía sobre una colchoneta pelada y algo para comer.
Cuando averiguaron que yo había sido trasladada al cuartel de Investigaciones, mi tía Chinda, ya en Santiago, se acuerda de un ex pretendiente que había tenido en Punta Arenas cuando era estudiante de colegio, y que era de oficial de gendarmería. No habiéndose podido acordar específicamente de su nombre, parte a General Mackenna, y cuando estaba en la puerta frente al gendarme que custodiaba la entrada, se le viene a la memoria el nombre. Cuán grande fue su sorpresa cuando el guardia le dice, por supuesto “¿Y quién busca al Prefecto xxxxxx, Director de Gendarmería?” Rápidamente la suben a su oficina, y con los brazos abiertos el Director recibe a mi hermosa tía, que aún recordaba nítidamente. Después de los halagos correspondientes, le pregunta la causa de su visita, y al relatar mi tía la razón, le cambia la cara y el trato. Después de conocer mi nombre, comienza a buscar dentro de las miles de carpetas apiladas, y estando la mía en los últimos lugares, al leerla le dice: “su sobrina es comunista, y todas las comunistas son unas sueltas, hacen el amor libre, usan el sexo para sus objetivos, y ella está acusada de tráfico de medicamentos”. “Acá estará por lo menos 7 meses hasta que lleguemos a su proceso. Tenemos mucha cantidad de presos, y ella está en los últimos lugares. Vuelva mañana si quiere”.
Con una tremenda angustia, y miedo por mi futuro, después de su trato se va a la casa llorando y le dice a Ximena que la cosa es grave, que cree que lo que viene es una larga detención sin vuelta u otra desgracia. Pero, de todas maneras, vuelve al día siguiente con Ximena. Recibe otra buena y nueva sorpresa. En las dependencias de la prefectura se encontraba el prefecto en compañía de un oficial militar, y cuando supo mi nombre, preguntó qué relación tenía con el Comandante Orfilio Amarales, ya que era su compañero de curso y promoción. Mi tía le respondió que yo era su sobrina y él hermano de ella y de mi padre. Ahí sí ambos cambiaron el trato que le dispensaban. Le dicen que probablemente sería soltada el próximo día, previo allanamiento de la casa para, entre otras cosas, ver lo que contenía la “clínica clandestina” que yo le había confesado a Casanueva, y que había ratificado en la tortura, lo que avalaba la acusación de tráfico de medicamentos.
Así es mi querida tía Chinda y mi hermana Ximena, corren en el Mini que teníamos, a toda velocidad, para llegar antes que los gendarmes. Con la información del día anterior habían desarmado y botado todo y no podían decir eso, ya que, dentro de la lógica de represión del momento, eso les haría suponer a mis captores que “habían limpiado la casa”. Llegan antes y comienzan a buscar lo poco que había quedado de insumos médicos que teníamos para uso doméstico, y lo colocan en cajas para simular lo descrito.
Ya liberada, yo muy angustiada y aterrada por lo pasado, aún con secuelas de la corriente, como heridas en las mamas, pezones y en las extremidades, donde además me colgaban, tomamos la decisión, basado en mis deseos, con mi tía Chinda y mi madre de partir a Punta Arenas de vuelta. Y la decisión de dar por perdido ese año académico y no seguir apelando a instancias superiores, que era lo que había quedado pendiente antes de la detención. Esa noche, y las otras, antes de partir a Punta Arenas, duermo donde mi compañero de curso y amigo, Lister Rossel, por el miedo que vuelvan nuevamente “a buscarme y detenerme” en la noche, ya que él vivía en la vecindad.
Así fue que gracias a mi tía Chinda y a mi hermana Ximena me salvé del destino aciago que vivieron la mayoría de mis compañeros y compañeras de detención: meses en la cárcel, tres o más años en Chacabuco, exilio o desaparición.
Antes de partir a mi ciudad, con todas las precauciones que ameritaban el haber estado previamente detenida, siento la necesidad de despedirme de Ligia que se iba al exilio, a Italia, porque era pareja de uno de los Inti Illimani, Horacio Durán. Lo hago con mucha precaución, siempre con el miedo de ser seguida y de ser ambas detenidas, ya que una detención para ella significaba el impedimento de su viaje y el reencuentro con Horacio, que la esperaba con ansias.
Además, decidimos ir a casa de Tatiana a saber de ella, que sabíamos ya había sido liberada, y no recibimos ninguna información de su madre, que tenía el miedo marcado en la cara. A los días despido a Ligia en el aeropuerto, con mucha pena, sabiendo que pasarían muchos años antes de que pudiéramos vernos otra vez.
Así parto a Punta Arenas con mi madre y tía Chinda. Tal era mi terror y el miedo que tenía de caer nuevamente en las garras de la dictadura, que decidimos con mis padres que yo partiera a la ciudad de Santa Cruz, Argentina, donde vivía un tío abuelo, Antonio Peric, hermano de mi abuelita Magdalena, con su familia. Así permanezco allá alrededor de casi dos meses, volviendo un par de días antes de Navidad del año 1973.
Y así sigue la tercera parte de esta historia de horror. El tratar de reiniciar mi vida personal y universitaria., vuelvo a la Universidad, en marzo del 1974, a un nuevo curso, nuevamente a cursar 3º año. Muy asustada, aterrada, ya que no conocía a la gran mayoría, ni sus tendencias políticas, y todos me parecían sospechosos de delación. Pero si ellos tenían muy claro quién era yo: “una comunista, que había sido juzgada, suspendida y detenida como tal”. Me evitaban o hablaban a mis espaldas, no escaseaban los abiertamente provocadores.
Yo debía guardar un doloroso silencio. Sí recordaba a algunos que conocí en el área norte, muchos eran militantes de los partidos de derecha. Debía cuidarme especialmente de uno de ellos, militante de Patria y Libertad, de apellido Bravo, el que se vestía provocadoramente con el atuendo fascista: un largo impermeable de cuero, negro. Pasaron años antes de que pude confiar en alguno otra vez.
Por otro lado estaban mis compañeros y amigos anteriores, que habíamos luchado juntos en los albores del golpe de estado, también muchos de ellos procesados en el “juicio cívicomilitar” que nos habían hecho en la escuela, que se me acercaban por todo el cariño y solidaridad que me tenían, pero yo les veía la cara de miedo y terror al conversar conmigo, porque claramente era “peligroso, digno de sospecha” el acercárseme, así que partían rápidamente.
Comienzan los terrores nocturnos, que me despiertan en pánico, transpirando, con taquicardia, llorando, soñando que me venían nuevamente a detener, sin poder conciliar el sueño nuevamente, escuchando reales o imaginarios ruidos nocturnos, temiendo que golpeen la puerta durante el toque de queda, siempre atenta de no escuchar un auto que se detuviera frente a la casa. Además, en el insomnio nocturno, daba vuelta y vuelta cada una de mis acciones y conversaciones diarias, que me pudieran llevar a errores y me delataran en mi condición de comunista y militante clandestina, y con eso una nueva detención y nuevamente el horror. Los terrores nocturnos fueron parte de mi vida, duraron muchos años, ya casada y con hijos, hasta después de restablecida la democracia.
En mi nuevo curso, debo compartir diariamente con alrededor de diez compañeros con apellidos que comenzaran con A y con B, la mayor parte fascistas de Patria y Libertad. Afortunada excepción son mis compañeras, Virginia Berríos, Patricia Carvajal y Lidia Campodónico, que hice mis compañeras de estudio y que me ayudaban en el día a día a soportar el embate de los fascistas, los que entre otras cosas contaban provocadoramente y con gran orgullo a cada nuevo profesor, lo terrible que había sido para ellos el sobrevivir “caos marxista y comunista” y como ellos o sus familias sabían que se encontraban en las listas del plan Z, para ejecución u otra atrocidad, etc, etc., Un par de ellos se vanagloriaban de haber puesto bombas en los postes de alta tensión. Otro, Sergio Brantes, ladino, hipócrita. hijo de militar del Servicio de Inteligencia, pasó a ser mi punto fijo, desde que yo llegaba a la universidad hasta que, abusivamente, me hacía llevarlo a su departamento en mi mini, en el barrio militar que había entre Bilbao y Pocuro, de camino a mi casa.
A lo anterior se sumaban los allanamientos que semanal o quincenalmente hacían al Hospital, buscando a trabajadores que llevaban detenidos a vista y paciencia de todos, lo que me hacía entrar en pánico, angustia indescriptible y comenzaba a temblar de miedo, al revivir todo lo anterior y siempre con el terror de ser uno de ellos nuevamente.
Fueron muchos años muy difíciles, de mucha depresión, no diagnosticada a la época, lo que me hacía no querer levantarme en la mañana, pero había que soportarlo y seguir adelante, sacar la carrera y luchar contra la dictadura. Fue tanto la angustia y depresión que quise cambiarme de sede, a otro Hospital, pero administrativamente no pude conseguirlo. No obstante lo anterior, el 1º año posterior a mi detención y en cuanto termina la indicación de la Jota de mantenerme inactiva, a fines del año 1974 vuelvo al trabajo político, esta vez en la clandestinidad, con el nombre de chapa JAVIERA, el nombre que con Eric le dimos a nuestra hija mayor, en honor a esos años de lucha clandestina. Ahí comienzo una vida muy activa políticamente, con a veces 4-5 reuniones clandestinas diarias, en diferentes lugares muy distantes en Santiago, a veces teniendo que cruzarlo literalmente, cambiando de micro para evitar la sospecha y el seguimiento de parte de los servicios de inteligencia, y siempre atenta a eso. Cada encuentro en la calle o en una casa clandestina, era con contraseña y señuelo respectivamente. Nuestro objetivo como partido era derrocar la dictadura, con el espectro político lo más amplio posible, incluido la Democracia Cristiana, aunque haya sido parte de los que llamaron al Golpe de estado, (salvo un pequeño grupo de su disidencia).
Así, el partido decide políticamente que la manera de generar alianzas disidencia, era la creación de nuevas organizaciones en torno al deporte o a la cultura, ya que los partidos y demás organizaciones estaban prohibidas y ferozmente reprimidas. Incluso los encuentros “masivos” de familiares o amigos tenían que pedir autorización al jefe de plaza. Así desde mi responsabilidad, como Secretaria General de la Dirección de Estudios Universitarios Comunistas, DEC, organizamos a los estudiantes de todas las carreras de la Universidad, que a través de la cultura podíamos resistir. Entre muchas otras organizaciones creamos la grandiosa ACU (Agrupación Cultural Universitaria), que tuvo un rol fundamental en la lucha contra la dictadura.
A pesar de mi participación activa clandestina, el miedo y los terrores nocturnos, siempre estaba presentes, no cesando hasta después de la caída de la dictadura, ya muchos años posteriores, en Punta Arenas, Pero las secuelas siguen, a mis casi 70 años, frente al enfrentamiento de un hecho doloroso e inesperado, presento una crisis de pánico, que me hace recordar inmediatamente la tortura, y la sensación de muerte inminente.
Este testimonio lo hago en recuerdo de muchos compañeros, amigos, compañeros de lucha que no pueden estar contando esta historia, ya que están muertos o desaparecidos, y vaya el recuerdo especial, en representación de muchos y de to@s, para nuestro compañero de curso de medicina, Pablo Aranda, Pablito, magallánico, militante de la misma base que la nuestra, preso en el Hospital San Juan de Dios, desaparecido durante años, y aparecido y reconocido sólo hace algunos años en la fosa común del Cementerio General, después de años que su madre lo buscó incansablemente, pero no alcanzó a encontrarlo y enterrarlo dignamente porque la muerte precoz por un cáncer gástrico se lo impidió. Y también en homenaje a otro camarada, Dr. Carlos Godoy, con el que compartimos los días del Golpe en el Hospital Barros Luco y nos reuníamos diariamente para organizarnos políticamente durante toda la semana posterior al Golpe, desaparecido con su auto, hasta el día de hoy.
Escribo también este testimonio porque a los 50 años del golpe sangriento que nos cambió la vida y la historia, no podemos olvidar, si queremos que en nuestro querido país, Chile, podamos algún día decir con seguridad: NUNCA MAS!!!
Agradezco con estas líneas a mi queridísimo marido Eric que me ha acompañado y sostenido todos estos 45 años y mis 3 hijos amados Javiera, Gabriela y Alonso, que han sufrido la consecuencia de muchas de mis secuelas, por todas las atrocidades recibidas.
Agradezco también a tantos, a muchos de ellos no nombrados y no por eso especiales en esta historia, como mi amiga y compañera Dra. Rubi Maldonado, que quien representa a los sin nombre en esta historia, pero no por eso muy importantes.
Pero un especial homenaje a mi querida tía Chinda, que sin su valiente y decidido arrojo, a lo mejor no estaría escribiendo estas líneas y a mi queridísima hermana Ximena, que a sus 18 años se enfrentó a una dictadura sangrienta.
Con amor a todos ellos y a tantos: Lily
Agosto del 2023
*Fuente: ZonaZero
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