La última cena de Monseñor Romero, un mártir incómodo
por Braulio Hernández Martínez (España)
15 años atrás 10 min lectura
“¡Y dígales a los padres de la UCA que lo que monseñor dijo ayer en la homilía es un delito!”, advirtió, amenazante, el oficial militar a la persona que había ido por la mañana a recoger el parte sobre los incidentes de la toma de la UCA por la policía nacional. Era lunes, 24 de marzo de 1980. Monseñor Romero amaneció con su sotana blanca. Cuando se vestía de blanco, las hermanas del hospitalito, donde vivía, sabían que él iba a salir hacia el mar. “A saber a dónde va…”, “A saber qué tiene por ahí…”, le decían las hermanas, tomándole el pelo. “Llévenos, monseñor…”, le suplicó otra, en son de broma. “A donde yo voy, ustedes no pueden ir…”, respondió, mientras tomaba un bocado.
Ese lunes, 24 de marzo, monseñor dijo su misa matutina. Después de desayunar se dio una vuelta por el arzobispado. Y, con un grupo de sacerdotes, partió hacia el mar. Llevaban, para reflexionar, un documento papal, sobre el sacerdocio. Comieron, haciéndose bromas, a la sombra de los cocoteros. Regresaron antes de las tres de la tarde. Monseñor tenía una misa en el hospitalito a las seis. Se duchó, atendió a una visita y después fue a visitar a su médico para que le mirara los oídos.
A las cuatro y treinta, se dirigió a Santa Tecla, a la casa de los jesuitas, para ver a su confesor: “Vengo, padre, porque quiero estar limpio delante de Dios”. A las seis y veintiséis (“él cenaba habitualmente a las seis y media”), monseñor Romero caía, asesinado, en el altar, en el ofertorio de la misa. Como santo Thomas Beckett. “Monseñor Romero: un mártir del siglo XX. Asesinado por predicar el evangelio” recogía, en la portada, el ABC de Sevilla (27/03/1980).
Sin embargo, cuenta el periodista Juan Arias, en el primer viaje de Juan Pablo II a América latina, el Papa Wojtyla se irritó con él porque le mencionó el martirio de monseñor Romero. “Eso aún había que probarlo”, le cortó el pontífice. En el mundo Romano, monseñor Romero no tenía muchos forofos.
Entre sus amigos, estaban el padre Arrupe, General de los jesuitas, y el cardenal argentino Eduardo Pironio (amigo, y confidente, del malogrado Juan Pablo I). Juan Pablo II condenó el asesinato de monseñor Óscar Arnulfo Romero como “un crimen execrable”. Pero se refirió al arzobispo salvadoreño como ‘celoso pastor’, nunca lo elogiaba como mártir, escribe el sacerdote Jesús López Sáez en “El día de la cuenta” (comayala.es).
Un mes antes de morir asesinado, monseñor Romero había denunciado, el 24 de febrero, una nueva amenaza de muerte. “Desde 1979, cuando se dirigía en su ‘jeep’ a los cantones, empezaron a cachear su automóvil -y también a él, con los brazos en alto, como si fuera un subversivo- por las fuerzas de seguridad”. Hasta que “acallaron su voz para no tener que oír la llamada a la conversión”, escribe el P. Jesús Delgado: “Óscar A. Romero. Biografía”, UCA Editores.
Treinta años después, “San Romero de América” no tiene sitio en el Santoral oficial. Pero su nombre figura inscrito en el Martirologio latinoamericano, el “rincón de la Memoria de los Mártires de América”, se lee en el “calendario litúrgico” de Koinonía. Son cientos, entre sacerdotes, religiosas, religiosos, diáconos, seminaristas, catequistas, campesinos,… víctimas de las dictaduras latinoamericanas (de derechas). Entre ellos Ignacio Ellacuría, asesinado en 1989 junto a cinco jesuitas (cuatro españoles) y dos mujeres. Pero “no son el modelo de santos que promueve el Vaticano”. Ellacuría y Jon Sobrino, jesuitas vascos, tuvieron mucho que ver en la conversión de Romero.
Óscar Romero, aunque “siempre samaritano”, era un sacerdote de perfil conservador, defensor de la pastoral sacramentalista, de la piedad personal, y de la pureza del magisterio. Su receta, más piedad y oración, y menos cantos de protesta social, chocaba con la praxis de los sacerdotes más jóvenes, especialmente los jesuitas de la Universidad Centroamericana (UCA). Ellos eran el blanco de los ataques de su pluma; primero en San Miguel.
Y después, siendo obispo auxiliar, cuando el arzobispo (como mal menor) lo puso al frente de Orientación, semanario de información religiosa. Su falta de sintonía con la línea pastoral de la archidiócesis (especialmente con el otro obispo auxiliar, A. Rivera Damas, “cien por cien medellinista”), llevó a Romero a dejar de asistir a las reuniones del clero. El arzobispo, Chávez y González, sabedor de que Romero hacía piña con el nuncio, tuvo que consentir aquellas ausencias.
Cuando fue nombrado obispo titular de la diócesis de Santiago de María, monseñor Romero tuvo que hacer frente a un experimento piloto de pastoral popular, “Los Naranjos”, juzgado como peligroso por el Gobierno. Nacido del espíritu de Medellín, era “una experiencia de evangelización, adaptada al campesinado, donde se impartía la palabra de Dios en clave de concienciación política, para un pueblo oprimido, sin voz”. Monseñor Romero, lo canceló, temporalmente, comprometiéndose a estudiarlo.
Tras corregir algún exceso en la interpretación del Documento de Medellín, propuso implantarlo en cada parroquia, bajo la supervisión de los párrocos y del obispo. Romero empezaba a abrirse al espíritu de Medellín (origen de la Teología de la Liberación). Años después, en una carta a Juan Pablo II, le escribirá: “Creo en conciencia que Dios pide una fuerza pastoral en contraste con las inclinaciones ‘conservadoras’ que me son tan propias, según mi temperamento”.
En junio de 1975, un mes muy sangriento, un grupo de campesinos que regresaban de una celebración litúrgica, fue ametrallado, premeditadamente, por la Guardia Nacional en el cantón Las tres Calles. El gobierno lo justificó, alegando que portaban armas subversivas. Sus únicas armas eran sus biblias. Monseñor Romero consoló a los familiares de las víctimas; pero no condenó públicamente la masacre, desoyendo el clamor popular. Se limitó a enviar una carta de queja al presidente Molina, su amigo. El funeral derivó en un acto de protesta.
Su tibia reacción en la condena, hizo creer al Gobierno (y a la oligarquía que lo sustentaba) que Romero era un obispo a su medida, que no interfería en sus cruzadas contra la subversiva pastoral medellinista (a la que acusaban de marxista). De forma unánime –cuando llegó la jubilación del arzobispo Chávez– el Gobierno, y las clases influyentes y adineradas, dieron su aprobación al nuncio cuando éste, que había apostado por Romero, les pidió su opinión para nombrarlo como arzobispo de la capital. Lo “natural” hubiera sido nombrar sucesor al otro auxiliar, A. Rivera Damas, con mucha más antigüedad, y que aseguraba la continuación de la línea pastoral de la archidiócesis. El problema del nuncio fue convencer al sector más influyente del clero para que arroparan al nuevo arzobispo (tan crítico con la pastoral archidiocesana cuando estuvo de auxiliar). Para el grueso del clero, la noticia del nombramiento de Romero, el 3 de febrero de 1977, fue una mala noticia.
Sólo 20 días después de tomar posesión, asesinaban, el 12 de marzo de 1977, al jesuita Rutilio Grande, y a dos campesinos colaboradores, que venían de celebrar un matrimonio. El asesinato de su amigo Rutilio (había sido el maestro de ceremonias en su consagración episcopal) provocó en el arzobispo Romero un milagro. Como el ciego de nacimiento, en la piscina de Siloé, monseñor Romero pudo confesar (para escándalo de algunos): “Rutilio me ha abierto los ojos”.
Para reprobar aquel vil asesinato, que afectaba a todos los católicos, los sacerdotes, religiosos y religiosas decidieron, en asamblea, no tomar parte en los actos públicos del Gobierno (hasta que éste no aclarase aquel asesinato) y convocar a una gran misa en la catedral, única para toda la archidiócesis: eximiendo de la misa dominical en las parroquias. “Dejaban, por supuesto, la decisión final en manos de su arzobispo”. Monseñor Romero decidió sumarse: era la oportunidad para sellar la unidad del clero. Pero tenía que informarle al nuncio. Y “recibió de éste una dura reprimenda”.
Sus amigos católicos de la alta sociedad también intentaron disuadirlo. Ante su firme decisión, protestaron por verse privados del cumplimiento del precepto dominical. La eucaristía reunió a casi 100.000 salvadoreños, llegados de todos los rincones del país. El nuncio, para no verse comprometido, se ausentó a Guatemala. Monseñor Romero había optado, en conciencia, por estar al lado de sus curas, y del pueblo sin voz, antes que agradar al nuncio y a los poderosos.
Quienes le habían dado su apoyo, sin reservas, el 3 de febrero de 1977, ahora se sentían defraudados. “Nos hemos equivocado”, lamentaban. El 10 de mayo de 1977 -en la misa funeral por un ministro del gobierno asesinado-, en la misma catedral empezaron a escucharse “cuchicheos de muerte”, más sonoros entre las damas católicas: “Ay, que Dios me perdone, pero ¡yo deseo la muerte de ese obispo!”…
A Roma empezaron a llegar “informes”, de algunos obispos compañeros. Y Roma enviaba a Romero “visitadores apostólicos”. Monseñor Romero decidió viajar a Roma, para aclarar malentendidos y desmontar maquinaciones. “¡Ánimo!, no todos comprenden, pero no desfallezca”, “Usted es el que manda”, le consolaba Pablo VI. Un apoyo que, en la Prefectura para los Obispos, se diluía, transmutándose en duras reprimendas. Romero palpó la incompatibilidad de la diplomacia vaticana con la verdad evangélica. “Las curias no podían entenderte: ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo”, escribe el obispo Pedro Casaldáliga en su poema “San Romero de América, Pastor y Mártir nuestro”.
Su primer encuentro con Juan Pablo II, en mayo de 1979, fue desolador. “Compañeros y gentes malintencionadas le habían entregado al Papa informes muy negativos” sobre Romero. Él le llevaba un dossier con las sistemáticas violaciones de derechos humanos en su país, algunos muy calientes, como la matanza del sacerdote Octavio Ortiz y de cuatro jóvenes menores de 15 años, en el recinto “Despertar”, en un cursillo de iniciación cristiana. Tras días de espera, Juan Pablo II le concedió una breve audiencia: “No me traiga muchas hojas, que no tengo tiempo de leerlas… Y además, procure ir de acuerdo con el gobierno”. Romero, se cuenta, salió llorando: “El papa no me ha entendido, no puede entender, porque El Salvador no es Polonia”.
El 1 de diciembre de 1979 (le quedaban menos de cuatro meses de vida), monseñor Romero fue homenajeado en su antigua diócesis, Santiago de María. En uno de los actos programados para ese día, sacerdotes y amigos suyos le tenían preparado una sorpresa. El acto consistió en una escenificación teatral: el martirio de santo Tomás Moro.
En enero de 1980, monseñor Romero tuvo su segundo encuentro con Juan Pablo II, mucho más cálido. El papa lo recibió enseguida y le felicitó por su defensa de la justicia social, pero advirtiéndole de los peligros de un marxismo incrustado en el pueblo cristiano. Romero, “con su habitual espíritu de obediencia, le respondió que el anticomunismo de las derechas no defendía a la religión, sino al capitalismo”. Ya lo había denunciado, el 15 de septiembre de 1978: “Hay un ‘ateísmo’ más cercano y más peligroso para nuestra Iglesia: el ateísmo de capitalismo cuando los bienes materiales se erigen en ídolos y sustituyen a Dios”.
Las palabras que monseñor Romero pronunció el domingo 23 de marzo de 1980 en la catedral -“no matarás”, “¡les suplico, les ordeno en nombre de Dios, que cese la represión, que no obedezcan si les ordenan matar!”-, el gobierno las calificó de “subversivas”: una provocación. Ese día, durante la comida, monseñor “se quitó los anteojos, cosa que nunca hacía, y permaneció en silencio… Eugenia, mi mujer, que estaba a su lado en la mesa, se quedó sobresaltada por la mirada larga y profunda que le dirigió…
Lágrimas brotaron de sus ojos. Lupita le reprendió: ‘qué eran esas cosas de estar llorando’. Fue un almuerzo triste, desconcertante. De repente, monseñor repasó, uno a uno, a todos sus buenos amigos, sacerdotes y laicos”. Doce años antes, apunta el P. Jesús Delgado, monseñor Romero, en unas meditaciones sobre la muerte, había escrito en un cuaderno estas palabras, proféticas, del Apocalipsis (3,20): “Y cenaré con él”.
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* Fuente: Eclesalia
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