-Autor: Cristian Joel Sánchez (Chile)
¿Se ha fijado que este año la temporada de circos se ha adelantado? Sabemos por ancestral tradición que los estrenos se reservan para septiembre, con la primavera de telón de fondo. Sin embargo, si culpamos a la pandemia, que la culpamos porque no tenemos nada más a mano, ya que no tiene nada que ver, comprobamos que este año de Dios la avalancha de payasos, saltimbanquis expertos en volteretas, magos mediocres, además de fraudulentos malabaristas (con perdón de los auténticos malabaristas, aquellos a los que nuestros carabineros gustan de asesinar en las esquinas, como último número del modesto acto que realizan estos artistas) este año, digo, la lamentable troupe se nos ha adelantado infectando e infestando como vieja plaga, nuestro atribulado ambiente.
Usted ya ha barruntado que no me refiero a los auténticos circenses, que languidecen con la cada vez más notoria indiferencia del que otrora fuera su entusiasta público, y que no merecen la ofensa de este paralelo. Pero el parangón sirve, ¿verdad? Además que, aburrido en este encierro capeando la cuarentena, resulta entretenido cotejar a los personajetes de nuestra política con la modesta parrilla de actores que exhiben los circos, sobre todo si son de barrio. Uno de estos personajes ha resultado más bien sorprendente, aunque no por eso menos conocido: él es nuestro ya manido actor Marco Enríquez-Ominami, que en estos días se perfila como aspirante a su cuarto intento para llegar a La Moneda. ¿En qué ítem del circo lo clasificaría usted? Quizás si lo más cercano es comparar a Marco con un equilibrista de la cuerda floja, que tenga, además, muy mala vista, lo que no le permitió ver dónde caminaba, terminando por sacarse la cresta contra el duro suelo de la opinión pública. Claro, le habían quitado la red protectora que le prometieron sus sostenedores del neoliberalismo internacional que, tras bambalinas para que no se notara, lo hicieron caer en el garlito.
A estas alturas debo confesar algo: fui marquista, o enriquista, u ominamista, como usted quiera. Sentado en la galería más que en primera fila del circo, aplaudí con moderado énfasis a este actor que aparecía por primera vez en la pista, prometiendo un esperanzador número que revertiría el podrido ambiente de la política nacional. Hoy, a la distancia, puedo precisar que mi entusiasmo, más de origen emotivo que racional, fue el que me llevó a sumarme al contingente numeroso de sus partidarios, conformados por una izquierda que quedara huérfana y desorientada, no por la derrota transitoria que significó la caída del gobierno popular de Salvador Allende, sino por el derrumbe estrepitoso de la estantería del mal llamado socialismo real, y que alguna vez irrumpiera esperanzador en buena parte del planeta.
Marco Enríquez, un hombre de innegable inteligencia, con una sólida preparación política, a lo que agregaba en ese tiempo su promisoria juventud, emergió como el líder ansiado por el grueso de las masas populares, desengañadas de los carcamales de una seudo izquierda que quedó gobernando luego del fin de la dictadura, y que se pasara, con todo su bagaje de oportunismo y corrupción, a las filas de una social democracia convertida en cómplice del neoliberalismo mundial. Recuerdo haber escrito un artículo, quizás llevado por una inconsciente desviación profesional, en el que alababa el legado científico de las leyes de la herencia, brillantemente postuladas por Gregorio Mendel, y que aquí se demostraban en los genes revolucionarios y consecuentes, aparentemente heredados por Marco Enríquez de su heroico padre, Miguel Enríquez, asesinado por la dictadura.
Pero he aquí que Marquito, como lo llama peyorativamente la derecha, comenzó a mostrar algunos hilos escondidos, comúnmente llamados hilachas. El primer atisbo fue cuando, sin necesidad alguna, salvo por un desmedido afán de alcanzar su objetivo, sacrificando incluso los principios que eran su principal sostén, agrega a su comando a ciertos especímenes de inquietante raigambre derechista y hasta facistoide. Uno de ellos, Paul Fontaine, un “chicago boy”, que más tarde aparece incorporado al primer gobierno de Piñera, se convirtió, sin razón alguna, en un flamante “asesor” de la candidatura de don Marco en aquel tiempo. El otro, un “tonton-macoute” que ejerció su matonaje en contra de los estudiantes de izquierda en la época dictatorial, y que fuera seremi de Pinochet en las postrimerías del sátrapa, ofició también de sorpresivo cercano del candidato Enríquez al mismo tiempo que Fontaine.
La ilusión dio paso en ese entonces a un gran desencanto que cundió entre quienes vieron en este heredero del fundador del MIR, una esperanza de vientos renovados en la izquierda chilena. Por mi parte, luego de la desilusión, por un tiempo anduve buscando a Mendel para agarrarlo a patadas. El resto de la historia usted la conoce: cuesta abajo en la rodada, como dice el tango, Marco Enríquez-Ominami se fue difuminando entre la tupida fronda de la mediocridad política de Chile. Hoy, enredado en una confusa maraña judicial por supuestos tratos con algunos consorcios del capitalismo internacional, lucha por salir a flote con la esperanza de recuperar en parte la fe que la izquierda puso alguna vez en su persona. Es, sin duda, una ímproba tarea.
Al finalizar este artículo, quiero confesar que otra vez me vuelvo a llenar de esperanzas. Usted dirá “el idiota se apresta a tropezar con otra piedra”. Cierto. Estoy expectante con un personaje que, hasta ahora, acumula de manera impecable, la esperanza que dilapidó Marco: es el candidato del PC Daniel Jadue y sobre el cual escribiré otro día.
Si me vuelvo a equivocar, lo autorizo a usted a que me agarre a patadas donde me encuentre.
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