Un Nuevo sistema de partidos políticos
por Rafael Luís Gumucio Rivas (Chile)
15 años atrás 8 min lectura
Los derechos humanos son tributarios de tres fuentes ideológicas fundamentales: el liberalismo – los derechos de la persona frente al Estado – los económico-sociales – que surgen del socialismo- y los derechos políticos –que surgen de la democracia. La participación política es un derecho tan fundamental como la libertad y la igualdad, por consiguiente, no podemos despreciar la importancia de las llamadas leyes políticas.
Para analizar el tema es necesario considerar tres elementos: a) el régimen político constitucional; b) el sistema electoral; c) el sistema de partidos. En cuando al primer considerando, el sistema político chileno no es ni parlamentarista ni presidencialista, sino autoritario, elitista y con ciertas características de presidencialismo. La Constitución de 1980 se caracteriza, en el espíritu de los constituyentes, en un desprecio de la soberanía popular, que no reside en el pueblo, sino en la Nación que, según sus gestores, no abarca las generaciones presentes, sino también las pretéritas; Augusto Pinochet define claramente, en una carta fechada el 10 de noviembre de 1977, su concepción despectiva de la soberanía popular: “…establecimiento de sistemas electorales que impidan que los partidos políticos se conviertan en conductos monopólicos de la participación ciudadana y en gigantescas maquinarias de poder, que subordinen a los legisladores ´”a órdenes de partido”, impartidas por pequeñas oligarquías que dirigen los partidos sin título no responsabilidad real alguna, y que disponen de cuantiosos fondos de origen desconocido.
El nuevo régimen constitucional y electoral debe favorecer la existencia de nuevas formas de agrupación política, entendidas como corrientes de opinión que prevalezcan por la calidad de sus miembros y la seriedad de sus planteamientos doctrinarios y prácticos. Además, es imprescindible que se establezcan requisitos básicos de idoneidad a quienes aspiran a un cargo público”.
El artículo primero de la ley de partidos políticos lo define como asociaciones voluntarias de ciudadanos, dotadas de personalidad jurídica, cuya finalidad consiste en contribuir y ejercer influencia en la conducción del Estado, con el fin de alcanzar el bien común y de servir al interés nacional. Los partidos políticos deben dedicarse solamente a la política, por tanto, les está prohibido intervenir en actividades ajenas a las que les son propias; no cuentan con el apoyo de participación ciudadana y los dirigentes sociales y sindicales no pueden participar en ellos; el Estado debe vigilar la democracia interna y los fondos que recibe. Todo partido debe reunir un número determinado de firmas, en Distritos contiguos, para existir legalmente. En un discurso, en abril de 1979, el dictador Pinochet recalca este desprecio a la soberanía popular:
“El sufragio universal no tiene por sí mismo la virtud de ser el único medio válido de expresión de la voluntad de la nación” – remárquese que es de la nación y no del pueblo-. Durante casi veinte años hemos funcionado con una ley de partidos políticos que desprecia la soberanía popular, en consecuencia, sería muy loable reemplazarla ahora – más vale tarde que nunca-.
Como el tema polémico parece ser el famoso artículo referido a la “orden de partido” en primer lugar creo que no es bueno legislar en base al hecho coyuntural de la pérdida, por parte del gobierno, de las mayorías en el senado y en la cámara de diputados; en segundo lugar, el pase a los ministros y la orden de partido existió durante toda la república desde 1925 a 1973; en tercer lugar, la disciplina parlamentaria depende de los regímenes políticos y de los sistemas de partidos.
En el presidencialismo norteamericano no existe la disciplina parlamentaria: demócratas y republicanos votan transversalmente, según los tema: en el parlamentarismo tampoco puede existir la orden de partido, pues si hay díscolos, el líder primer ministro o jefe de gobierno pierde la mayoría parlamentaria y tiene la alternativa de disolver el Congreso y llamar a nuevas elecciones, que instale un nuevo liderazgo. Sólo en el presidencialismo latinoamericano existe la orden de partido, que podríamos definirlo como un elemento exótico.
En el caso de los partidos laboristas y socialdemócratas, en un comienzo fueron dirigidos por los sindicatos; actualmente, en todos estos partidos predomina la dirección parlamentaria. Si nos referimos a los partidos comunistas, pesa mas la dirección obrera que la de los parlamentarios, quienes cumplen su función en el campo del enemigo, razón por la cual, los parlamentarios reciben el sueldo equivalente a un obrero calificado y el resto va a las arcas del partido.
Los sistemas de partidos políticos
Según Maurice Diverger, los sistemas tienen influencia en la conformación de sistemas de partidos: 1) el sistema mayoritario a una vuelta favorece el bipartidismo;2 el sistema mayoritario a dos vueltas favorece a un número moderado de partidos – cinco o seis -; 3 el proporcional, a un alto número de partidos. Estas reglas no parecen muy aplicables a América Latina, pues en Colombia, Venezuela y Uruguay se dio, en el pasado, un bipartidismo. En Chile, el sistema de partidos ha fluctuado en 16 partidos en 1932, 10 en 1937, 14 en 1941, 29 en 1953, 17 en 1957, 8 en 1969 y 9 en 1973. El mayor número de partidos coincide con el bonapartismo ibañista. Por lo demás, la aprobación de las federaciones y confederaciones de partidos llevó, en 1973, a un práctico bipartidismo: Unidad Popular y CODE.
El presidencialismo chileno y las órdenes de partido
A pesar de las facultades monárquicas del presidente de la república, para gobernar necesita, al menos, un tercio de ambas Cámaras; salvo en el gobierno de Eduardo Frei Montalva, todos los presidentes han necesitado alianzas de partidos para gobernar; de este hecho surgen las órdenes de partido y los pases para los ministros. En la Constitución de 1925, fueron los partidos los que canalizaron la oferta política y seleccionaron a los candidatos al Congreso, salvo momentos antipolíticos como el parlamento para Ibáñez, en 1953.
La orden de partido muchas veces se contradice con las posiciones de conciencia de los parlamentarios, por ejemplo, en las dos leyes liberticidas: la de Seguridad del Estado y la Ley de Defensa de la Democracia; en la primera, dictada en el segundo gobierno de don Arturo Alessandri, (1932-1938), una serie de parlamentarios plantearon una objeción de conciencia, entre ellos Carlos Vicuña Fuentes, pedro León Ugalde, Alberto Cabrero y Rafael Luís Gumucio Vergara. Según el ministro Salas Romo, esta posición correspondía a un “romanticismo caduco”. Rafael Luís Gumucio Vergara dijo: “Tales palabras las recojo para mí, estoy dominado por un romanticismo caduco, añoro las libertades de otra época y siento irritación ante las instituciones autoritarias” (Vial, 2001:297). En el caso de la Ley de Defensa de la Democracia, la orden no vino de un partido, sino de la iglesia católica: el cardenal José María Caro amenazó con excomulgar a los diputados conservadores socialcristianos y falangistas que votaran en contra de dicha Ley.
Si se aplicara el artículo referido a la orden de partidos, los primeros diputados falangistas, elegidos por el partido conservador, habrían perdido su cargo: Ricardo Boizar, Pablo Larraín, Fernando Durán, Alberto Bahamóndez, Manuel José Irarrázabal y Guillermo Echenique, todos ellos fueron expulsados del partido conservador por don Horacio Walter, presidente del partido. En 1941 diez diputados y cuatro senadores liberales, entre ellos, Gregorio Amunátegui, José Maza, Eduardo y Fernando Alessandri se negaron a apoyar al ex dictador Carlos Ibáñez, en esos tiempos candidato de la derecha, y votaron por Juan Antonio Ríos, candidato radical, decidiendo la elección en su favor de Ríos.
Todos los presidentes radicales tuvieron conflictos con su partido: Juan Antonio Ríos tuvo que sufrir la negativa del pase a algunos ministros de partido, obligándolo a formar gabinete con militares y independientes; el partido radical precipitó la caída del Gabinete, llamado de Concertación Nacional, conformado por los partidos liberal y conservador, reemplazándolo por el de sensibilidad social, conformado por conservadores socialcristianos, falangistas y socialistas. En 1958, Salvador Allende, en minoría dentro del partido socialista, se negó a apoyar a Carlos Ibáñez, quien era apoyado por la mayoría socialista, dirigida por Raúl Ampuero. Si se hubiera aplicado la orden de partido, Allende hubiera perdido el cargo de senador. En 1969, dos senadores renunciaron a la Democracia Cristiana, Rafael Agustín Gumucio y Alberto Jerez; En 1971, nueve diputados demócrata cristianos formaron la Izquierda Cristiana; todos ellos hubieran perdido el cargo de haberse aplicado el artículo de la propuesta de Ley.
Conclusiones
1. En los regímenes parlamentario, semipresidencial y presidencial no se aplica la orden de partido.
2. La orden de partido es producto del desorden de los sistemas de partidos en el presidencialismo.
3. Es discutible la pertenencia al partido en los presidencialismos latinoamericanos del mandato parlamentario
4. En el régimen presidencial norteamericano, al menos, existen las primarias abiertas, como forma de participación de los ciudadanos y de los Estados Federales.
5. Los partidos seleccionan, a su gusto, a los candidatos parlamentarios sin participación de los ciudadanos.
6. La orden de partido aumentaría el poder de la dirigencia y de la partidocracia.
7. Hay formas de la democracia directa que permiten una mayor participación de los electores en la selección de los cuadros parlamentarios
8. Todo régimen político de partidos es fundamentalmente oligárquico y sólo puede ser corregido por medio de la revocación de mandato y la iniciativa popular de ley.
9. El pase de a los ministros y la orden de partido se prestó, durante la República, para radicalizar el conflicto entre el Presidente y los partidos, y de Jefe del Estado con el Parlamento.
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