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Dos historias alemanas: Volkswagen y el reino de España

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I

El actual orden capitalista encuentra en la idea de excelencia una de sus bases de legitimación social. Las empresas líderes se supone que lo son porque tienen una dirección adecuada y son capaces de ofrecer mejores productos a la sociedad. Los países que mejor han capeado la crisis han mostrado su eficiencia en la gestión macroeconómica y en su actividad productiva. Las personas que triunfan lo son a causa de su esfuerzo y su buen hacer. La excelencia es un atributo de los triunfadores. Y a la inversa los perdedores son responsables de su propio fracaso, de su falta de esfuerzo, de su incapacidad por hacer las cosas bien. Las pequeñas empresas fracasan porque no alcanzan un nivel de eficiencia adecuado. Los países con problemas, Grecia es el paradigma, lo son por sus propios errores. Y los millones de parados que buscan empleo arrastran gran parte de la culpa de tener una formación inadecuada (se equivocaron a la hora de elegir “currículum” escolar), o simplemente de no tenerla en absoluto, o de no buscar empleo con ahínco, de ser poco competitivos.
Y cuando se habla de excelencia en el manejo de la economía, Alemania es el ejemplo predominante de un país al que debemos copiar. Que de golpe una de sus principales empresas —Volkswagen—, uno de sus iconos en cuanto eficiencia productiva, reconozca que ha hecho trampas de extrema gravedad invita a reflexionar, entre otras cosas, sobre la futilidad del concepto de excelencia que tan abusivamente se utiliza para justificar el renacido darwinismo social con el que tratan de esconderse las inaceptables desigualdades, el sufrimiento humano y la gran ineficiencia social del capitalismo actual.

II

La historia reciente de Alemania, como la de muchos otros países, está trufada de escándalos de todo tipo —evasión fiscal, corrupción en contratos públicos, uso de información privilegiada, pagos ilegales a directivos— que han afectado a varios de sus grandes grupos empresariales como Mannesman, Siemens, Daimler-Chrysler, Deutsche Bank, Deustche Post y la misma Volkswagen. Son las enfermedades endémicas del capitalismo, acentuadas en la actual fase neoliberal.
Tampoco es novedad que la industria automovilística reconozca fallos técnicos en sus vehículos. Las llamadas a revisión de millones de coches han pasado a constituir un hecho habitual en el sector tras descubrirse algún fallo grave en algún accidente. Ya se sabe que la presión por abaratar costes tienen estas cosas. Pero lo que desvela el nuevo affaire Volkswagen es algo de una mayor dimensión puesto que ya no se trata de un simple fallo de diseño o fabricación sino que constituye una acción consciente para eludir las normas técnicas dictadas para tratar de reducir el impacto ambiental y la contaminación. Es realmente un diseño criminal. No es un caso tan excepcional, como lo muestran historias como la de los aditivos que utiliza la industria tabacalera para aumentar la adicción de los fumadores o la de los diversos problemas de salud generados por el sector farmacéutico. Pero tiene el relieve de afectar a uno de los emblemas del modelo alemán, a una industria que ha basado su expansión en la “calidad”, en un país que además presume de preocupación ambiental.

III

El caso Volkswagen se tratará en los medios como una anécdota más, uno más de los escándalos que jalonan la historia económica reciente. Pero los casos aislados tienen poco recorrido. Hay precedentes como lo que ocurrió con el caso Enron (costó la vida a la entonces mayor empresa de auditoría y consultoría del mundo —Arthur Andersen— pero dejó casi intacto el sector), o la criminal crisis bancaria (que se saldó con el salvamento público del sector y un nuevo salto en el poder del sector financiero). Para elaborar una política diferente hace falta salir de la anécdota.
El caso Volkswagen muestra una vez más dos cuestiones sobre las que mucha gente ha llamado la atención: la difícil, por no decir imposible, convivencia del capitalismo con las políticas de ajuste ambiental y los fracasos de la regulación neoliberal.
La difícil relación de la empresa capitalista y el medio ambiente proviene de que la primera no sólo requiere crecimiento para funcionar con éxito, también porque se trata de una organización —la empresa privada— que está organizada en torno a una determinada línea de actividad, algún tipo de producto específico, y por lo general le resulta difícil adaptarse cuando cambia el tipo de bienes que hay que producir. Para la sociedad en su conjunto, por ejemplo, el cambio de un modelo de transporte basado en el coche privado a uno basado en sistemas de transporte colectivo podría organizarse simplemente trasvasando trabajadores de una a otra actividad (no es nunca un proceso sencillo pero es viable). Para la empresa que fabrica coches el cambio puede representar el cierre. Esta es una cuestión que reconocen muchos economistas convencionales; por ejemplo es lo que plantea Schumpeter al hablar del desarrollo capitalista como un proceso de destrucción creativa. Lo que no tienen en cuenta gran parte de los economistas convencionales es que el mundo real no es el de las pequeñas empresas de la competencia perfecta (la que se utiliza como referencia en la enseñanza de la economía académica) sino un mundo con empresas que han alcanzado un grandísimo volumen de actividad (y peso del mercado), una compleja estructura organizativa. Estas empresas, cuando se ven enfrentadas a cambios importantes no reaccionan como las pymes, desapareciendo ante lo inevitable. Por el contrario, tratan de utilizar parte de sus recursos para bloquear el cambio, para mantener su actividad en marcha. El lobby petrolífero contra el cambio climático o los ingentes pagos de las tabacaleras a los políticos americanos son ejemplos de libro de estas respuestas. Las grandes empresas van a hacer todo lo que esté en sus manos para evitar que el ajuste ambiental acabe con sus negocios. Si Volkswagen ha tratado de camuflar sus emisiones quizás es porque reducirlas le planteaba problemas técnicos, o incrementaba sus costes de producción o afectaba a la potencia de sus vehículos, y antes de adaptarse ha hecho todo lo que ha podido para rehuir la norma. Visto lo ocurrido en otros sectores, más bien hay que pensar que debemos sospechar del conjunto del sector, básicamente porque todos se enfrentan al mismo tipo de problemas y usan técnicas parecidas. Una economía política en clave ecológica debe plantear en serio el tema de la empresa, de cuáles son las formas institucionales y organizativas que mejor permiten que una sociedad se adapte a formas diferentes de producción. Pensar simplemente que la empresa privada tradicional se adaptará a cambios en las regulaciones me parece ingenuo y superficial.

IV

De forma más inmediata lo que este caso desvela de nuevo es el fiasco de las regulaciones neoliberales. El neoliberalismo, legitimado por los nuevos enfoques predominantes en la economía académica, ha minado la mayor parte de mecanismos de control público sobre la gran empresa. La ideología económica dominante supone que la mera competencia conduce a las empresas a aplicarse en hacer el bien a la sociedad. Su interés egoísta —obtener beneficios— se convierte en bien público porque la empresa que lo haga mal será castigada por el mercado: los clientes dejarán de comprarle. Se supone también que los precios reflejan de forma nítida la eficiencia de las empresas y por tanto éstos son el mejor indicador del buen hacer de las mismas. Mirado desde otras perspectivas, estos supuestos no tienen ningún sustento serio. La mayor parte de bienes y servicios son bienes complejos, muchas de sus características no son visibles fácilmente, muchas actividades generan efectos colaterales que no se tienen en cuenta, muchos productos son difíciles de comparar con los de la competencia. Por ejemplo es difícil que algún conductor descubra que su motor está trucado. Y los precios reflejan tanto elementos de eficiencia productiva como de poder y de costes sociales no contabilizados. Ya lo dice el dicho popular “lo barato a menudo es caro”, algo que significa que detrás de muchos precios bajos hay problemas de calidad, de bajos salarios. Pero las élites económicas dominantes y sus ideólogos han conseguido imponer su sesgada visión y un claro debilitamiento de los mecanismos de control públicos y colectivos sobre el hacer empresarial.
Un relajamiento del control que se traduce en medidas tales como la endémica infradotación de los servicios públicos de control sobre las actividades empresariales, en la sustitución de supervisores públicos por privados, en el relajamiento de las normas de control, en la sustitución de los mecanismos de control por la apelación a la Responsabilidad Social de las empresas, en un cambio de orientación de las políticas de la competencia que considera poco relevante el tamaño de las empresas… En suma, por unas políticas laxas de regulación que dejan a las empresas un gran margen de maniobra. Si a ello se añaden tanto la política de puertas giratorias que comunica a los líderes empresariales con las élites políticas y la laxitud y baja intensidad con que se aplican sanciones económicas (a menudo las empresas ya han descontado el coste de las posibles sanciones) el resultado es la sucesión de affaires del que Volkswagen es ahora protagonista.
Un nuevo caso que debería ayudarnos a replantear de nuevo la necesidad de reforzar los controles públicos, con medios, independencia, cortafuegos contra las puertas giratorias, claridad de reglas, trasparencia. Y que muestra con clarividencia el peligro que tienen los nuevos marcos regulatorios (más bien desregulatorios) que tratan de colarse en tratados como el TTIP o el TISA.

V

Volkswagen no es un caso excepcional ni sorprendente. La empresa ya ha tenido otros casos de corrupción. Ni es un caso único en el panorama alemán. Pero es un caso oportuno que desmonta la pretendida autoridad moral de los líderes alemanes cuando pretenden dar lecciones de buen hacer al Sur de Europa. Y un ejemplo más que detrás de marcas prestigiosas se esconde mucha mierda.
En el mundo neoliberal el tema de las marcas ya no es sólo de las empresas. Los estados, las ciudades, también juegan a la imagen. Y las grandes instituciones internacionales no paran de elaborar rankings para clasificar a los países, señalar a buenos y malos y, sobre todo utilizar estos marcadores para influir en las políticas de los estados y las percepciones de los ciudadanos. Instituciones como el FMI o la OCDE, promotoras del neoliberalismo, utilizan las evaluaciones para, entre otras cosas, mostrar la bondad de sus políticas. Y suelen utilizar experiencias nacionales para mostrar que quien las sigue marcha bien. Ahí es donde entra en juego la otra “historia alemana”. Mis colegas de allí me cuentan que ahora España es presentada en Alemania como el mejor ejemplo de la bondad de las políticas de ajuste. Hemos pasado de formar parte de los PIGS a estar entre los alumnos ejemplares. Ya habíamos estado anteriormente en una buena clasificación, cuando el país crecía y creaba empleo. En aquel tiempo era difícil explicar a colegas extranjeros las debilidades del modelo, la extrema dependencia de la actividad constructora. Y ahora ya vuelven a las andadas. El crecimiento económico español vuelve a deslumbrar y es presentado como un ejemplo de lo buenas que son las políticas de la troika. Para ello basta fijarse en aquellas variables que interesan (el crecimiento del PIB, el crecimiento del empleo), olvidarse de las que no interesan (el crecimiento de la deuda exterior, la tasa de paro, la tasa de pobreza, la evolución del saldo exterior) e ignorar los elementos que permiten explicar la situación actual por razones diferentes a las del éxito de las políticas de ajuste (el crecimiento ha vuelto cuando se ha parado la política de recortes, cuando el euro se ha depreciado respecto a otras divisas, cuando se ha producido una afluencia masiva de turismo por razones externas, porque en una fase de aguda crisis un pequeño aumento del gasto activa el mecanismo del multiplicador keynesiano). Y se pasa por alto también las debilidades estructurales que auguran una vuelta de problemas en cuanto cambie alguno de los datos de coyuntura. De momento el ejemplo de España les sirve para sacar pecho y demostrar que “sus” políticas son las buenas. Ocupamos el lugar que antes han tenido otros países como Argentina, Irlanda, etc. Cuando el modelo se vuelva a torcer volveremos a ser un “pig” y dirán que la culpa es de la sociedad española, de los sindicatos, etc. Por eso es tan necesario explicar las cosas bien, valorar el éxito de un sistema económico desde múltiples ámbitos, entender las causas de los problemas actuales y futuros, captar las contradicciones y carencias. Esto no interesa a unas élites que llevan años implantando un modelo injusto, ineficiente, inviable en muchos aspectos y que utilizan sus evaluaciones para culpar a la víctima y construir su propio discurso encubridor. Por ello no hay que dejarse deslumbrar por las noticias de éxitos y fracasos momentáneos y construir un relato donde lo fundamental quede a la vista. Y hoy lo fundamental en el caso Volkswagen debería ser cambiar el sistema de regulación económica, y en el de la economía española luchar por una política económica que permita romper con un modelo insostenible en lo económico, lo social y lo ambiental.
*Fuente: MientrasTanto

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