Un joven hace cincuenta años
por Autor desconocido (Chile)
1 año atrás 16 min lectura
La foto superior muestra a Leonel Sánchez, el «Señor Sánchez«, el «Santo azul«, el ídolo del autor de estas lineas que nos han llegado sin firma, enviadas por un lector de piensaChile. Suponemos quien es, y quisiéramos hacerlo público, pero respetamos su silencio. Si cambia de opinión, hará felices a muchos chilenos, ¡incluso a muchos colocolinos!
La Redacción de piensaChile
11 de agosto de 2023
La mañana del martes 11 de septiembre estábamos citados a entrenamiento en el estadio Recoleta. Pocos días antes habíamos vuelto de una gira por varias ciudades de México. A mis 22 años era primera vez que viajaba en avión tan lejos. Iba de arquero reserva. No sabía si iba a jugar algún partido, pero el viaje era algo nuevo y excitante para mí. Un mes entero. Todo eso parecía justificar haber congelado mis estudios de Medicina ¿Seguiría en el fútbol dejando de lado los estudios? Luego de haber jugado como titular de la Selección Chilena Juvenil, dos años antes, el entrenador, Don Fernando Riera, con su habitual sabiduría, me había confrontado: «tienes futuro como arquero y también en tu carrera, debes tomar una decisión» Congelé el año 1973. Entrenábamos en Recoleta y luego me iba en bicicleta al Jota Aguirre, a compartir con mis amigos en el casino de la Laurita. Como tenía las tardes libres aproveché que se había formado en esa sede norte una escuela de Filosofía dirigida por Humberto Giannini y me inscribí. En esos tiempos de educación gratuita todo era más fácil.
La gira fue maravillosa. Los colores blancos brillantes que acogían a una multitud de arcoíris impregnados de la música de mariachis eran un paisaje habitual del viaje. Los partidos eran amistosos y en parte de pago de varias contrataciones de jugadores de la «U» a clubes mexicanos. El equipo era fraternal, muchos juveniles y otros ya expertos, todos con un gran corazón azul como Arturo Salah, Jorge Socías, Eduardo Bonvallet, Manuel Pellegrini.
Me apasionaba jugar al arco. En la solitaria y desgastada cancha del estadio Recoleta gozaba yendo de un lado a otro tras la pelota, en el aire, sin pensarlo, en el cuerpo liberado de racionalidad. La primera vez que entré a esa cancha tuve una experiencia que me puso los pelos de punta.
Fue a inicios de 1969. Me citaron a entrenar con el plantel. Salí de los camarines, dominio del querido utilero Viejo Sánchez, y con una pelota, esas de cuero café oscuro. Caminé nerviosamente hacia la cancha, en verdad no enteramente verde, rasgada aquí y allá por tierra húmeda y en el área chica con la habitual e inevitable elipse pedregosa, hundida e irregular por tanto deambular solitario de los porteros. Era temprano y la mañana entregaba un aire húmedo, el profundo e inspirador perfume del rocío otoñal mezclado con el olor a césped que penetra con fuerza en el cuerpo excitado y ansioso del guardameta recién llegado.
Vi a varios hombres conversando en forma alegre y distraída sobre la cancha. Ríendo como escolares, sacándose el frescor de la mañana. Al acercarme empece a reconocerlos. Son los rostros que he visto por años en los diarios, en la Revista Gol y Gol y hasta en la televisión que mi padre había comprado no hacía mucho. Entré a la cancha tímidamente, como un desconocido, sintiéndome a la vez como un invasor, con miedo a llamar la atención.
Esto no me parecía real, bueno quizás no lo era y en realidad yo era un ser invisible, como lo quisiera, incursionando en una especie de Olimpo, no entre seres humanos que trabajan jugando al fútbol por una institución llamada Universidad de Chile, sino que entre una muchedumbre de fantasías llenas de heroísmo, elegancia, belleza, ritmo y triunfos, adorados por miles y miles que también estában ahí, ahí mismo, como una gigantesca ilusión, llenando la cancha, el estadio Recoleta en su totalidad, ni siquiera como en los sueños y de ninguna manera como en la realidad.
De repente, en medio del oceáno en que estaba sumergido, algo me estremeció y caí súbitamente a la realidad al escuchar un grito: «¡Ya niño, ponte al arco!».
Despierto y conmovido miré hacia donde vino el grito y lo ví. Fue un reconocimiento inmediato, alguien inconfundible y sin embargo increíble, era Leonel Sanchez quién me acababa de gritar. Sin demora, sin dar lugar al asombro ni a la devoción el joven portero, es decir yo, con los pelos de punta, corrí y me coloqué bajo los tres palos, exactamente el arco poniente del estadio Recoleta.
El Sr. Sanchez, el mismo, el Santo Azul, el once de la selección, el de la zurda formidable, potente, el del centro preciso, el del puño eficaz, la estrella del Mundial del 62 a la que vi, apretujado en la tele de un restorán de la esquina, ese, el mismo, el que le había hecho un golazo al mejor arquero de todos los tiempos, al soviético Lev Yashin, en la jornada heroica de Arica,
ese estaba allí lanzándome sin compasión alguna un zurdazo a la derecha, arriba, con esa pelota café y desgastada de tanto entrenamiento.
El joven, sin resignarse, con la fe propia del amor por el puesto, decidido a responder al momento y a ser admirado por el héroe, se lanzó más allá de lo que su misma consciencia podía llevarlo, es decir, sin pensarlo, levantado por su médula espinal, por la vida acumulada en sus músculos impregnados de fútbol, y por sus manos ansiosas de alcanzar el premio, allá arriba. Y al tomarla, como testigo satisfecho del vuelo autónomo de su cuerpo, goza su vuelo, fugaz y pleno y su caída, suave, indolora, en una maternal simbiosis con el balón café, ferozmente acurrucado entre sus brazos. Y entonces llega el premio:
«¡Buena, niño, tenemos arquero parece!»
Fue el diagnóstico final e inicial, las palabras del que sabe. Definitivamente soy arquero.
El casino de la Laurita no era un casino, era un templo, un lugar de generaciones, de encuentro diario y continuo de estudiantes, profesores, pololos, empleados, sobrinos de la Laurita, cocineras, muchos cuyos nombres reposaban en el libro de deudas de la sacerdotisa, no como faltas sino que como álbum familiar. Se desplegaban en las mesas los bistecs, recocidos, bañados en sus respectivos huevos fritos y alguna papa adornando a la pareja, plato que era un desafío para el funcionamiento gástrico y hepático de los comensales. Se repartían los delantales blancos de hombres y mujeres, profesores mayores, jóvenes internos, alumnos en ebullición. Algunos estudiaban, otros seducían, muchos compartían la discusión política, las noticias acerca de las marchas, el choque de las opiniones. También sonaban las guitarras susurrando a Víctor Jara y a la Nueva Ola sesentera, a los Beatles y a Serrat. Entre todas esas personas, estaba ella, una alumna de pelo rubio largo cubriéndole la cara junto con unos amplios anteojos cuadrangulares apoyándose en la guitarra con timidez y discreción. Un tiempo después su padre moriría producto de las torturas y ella, desgarrada, tendría que irse, exiliada, en un sufrimiento de años. Finalmente llegaría a ser Presidenta de la República de Chile. En ese momento, en el casino de la Laurita, la tragedia y la gloria eran inimaginables.
Alguien tocaba un piano que estuvo instalado en ocasiones allí. Un compañero, brillante y creativo, cantaba junto a su amigo, la locura encantadora misma, el famoso tema «Un Departamento» que todos coreábamos. Las puertas aportaban su sonido al abrirse y cerrarse como válvulas en flujo constante de vida. Al lado del casino había un puerto que parecía un centro de casilleros aunque era un lugar discreto de atraques.
En ocasiones se alzaban las voces animando a la lucha, a ir a las calles, a colaborar con el gobierno socialista. También eran cantos llenos de emoción en medio de otros, pegados a los apuntes amarillentos o temblando de deseo adolescente en la conversación con la alumna sentada en la misma mesa. Las mujeres venían de medicina, de enfermería, de tecnología médica, de obstetricia, etc. La libido socialista se derramaba por todos lados, con la fuerza de la utopía que aparecía al alcance de la mano.
Este ánimo nos llevaba a cargar mercaderías en trenes detenidos en la terminal que casi desembocaba en Av. Matta. Muchos estudiantes y obreros apoyábamos al gobierno, incluso los no militantes como era mi caso. En realidad nunca en mi vida he votado por la derecha política. No me guía en esto Marx sino que mi infancia en Gran Avenida, las felices pichangas de barrio en la calle entre micros y autos, mi aprendizaje en la preparatoria de colegio básico estatal, con leche y dulce de membrillo matinal, luego las honrosas humanidades en el Instituto Nacional, laico, republicano, gratuito y científico, de raíces masónicas. Y luego el vecino, la Universidad de Chile, como academia médica y como pasión futbolera.
¿Será habitual que los mayores, como es mi caso actual, recuerden sus años de juventud como turbulentos y revolucionarios? Puede ser. Vivir las humanidades escolares a mediados de los sesenta mientras ocurría una desgarradora y feroz revolución: la reforma agraria. El gobierno dominante y mayoritario de la Democracia Cristiana llevaba adelante una histórica intervención en el antiguo derecho de propiedad sobre los latifundios, motivada por la búsqueda de justicia de la ideología socialcristiana en el contexto de la lucha entre el capitalismo y el marxismo. Quiebre entre campesinos y patrones, entre familiares propietarios de un lado y del otro, jóvenes involucrados en una revolución en libertad.
Como adolescente de clase media y urbano los ecos de todo ello me eran lejanos, la neblina confusa de la practicidad puberal me impedía comprender las noticias. Por supuesto que vi, impactado, la llegada del hombre a la luna. El mundo exterior al barrio llegaba por la radio, específicamente a través de la voz de Hernández Parker. En la cultura sencilla de mi barrio no se vivía el cambio cultural de los hippies. Aparecía, más bien, en la feria que se instalaba jueves y domingo llenando de frutas, verduras, artículos de cocina y libros unas cuatro cuadras frente a mi casa. Era una fiesta. Los gritos, coqueteos y regateos volaban entre la gente. Me gustaba ver los libros usados que reposaban en el suelo. Una vez, tendría unos quince años, vi uno que me llamó la atención, de un autor «Freud». Le pedí unos escudos a mi papá y lo compré. Hablaba de un niño obsesivo y también de temas sexuales, cosas que pasaban en la cabeza de la gente. Años después supe de ese autor y del tema.
Llegar el año 1969 al barrio Independencia, a la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, sede Norte, era llegar a un paisaje no tan diferente al de Gran Avenida, era un paisaje familiar. La Facultad, anidada en el Hospital José Joaquín Aguirre sería mi nuevo hogar por más de una década. El cambio fue de un lugar donde compartí con puros hombres en el Instituto Nacional a un lugar donde las mujeres florecían por todas partes. No hay cuerpo adolescente que lo resista con tranquilidad. Lo hermoso era conocer la amistad femenina y el trabajo con ellas en las clases y en los laboratorios. Impagable. Ese mismo año entré jugar a la «U» donde, a poco andar, me empezaron a pagar y una de las beneficiadas fue la Laurita. Ese año fuimos campeones y pasarían 25 años para volver a serlo. Bueno, además Armstrong pisó la Luna y muchos pisaron y bailaron en Woodstock. Unos meses más tarde el Dr. Salvador Allende ganaba la elección presidencial. Se iniciaban los setenta.
El crecimiento, la vida universitaria, la lectura, las conversaciones y las asambleas, todo ello se convirtió en un nuevo mundo para mí. Recuerdo un concierto de jazz, música que por entonces aprendía a conocer, en el recién inaugurado edificio de la UNCTAD. Elvin Jones se llamaba el gigantesco afroamericano, el mejor baterista del mundo en ese entonces. Había miles de jóvenes y yo apretado entre ellos. Todo impregnado de la épica de la revolución socialista.
En el futbol la política estaba ausente. Éramos varios estudiantes universitarios en esa época. En las concentraciones previas a los partidos aprovechaba de estudiar mis apuntes o de leer a Gunter Grass o a Camus, mi preferido y colega, arquero juvenil en su natal Argelia. Los juveniles, en ese tiempo, jugábamos de preliminar en los estadios, a veces frente a ochenta mil personas. Dí una prueba en el J. Aguirre al Estadio Nacional el mismo día.
A inicios de los setenta recuerdo los ojos de algunos amigos. Unos devotos de SILO o de algún gurú oriental, o sencillamente hijos del relajo de la yerba. Otros, militantes devotos, socialistas, miristas, etc. En todos ellos veía una mirada de un convencimiento hipnótico para sí mismos y para el que escuchaba. Las palabras las suscitaban o las lanzaban con seguridad total, seductoras y con gran inteligencia. Al escucharlos llegaba a sentir una secreta inseguridad y vergüenza al no sentir lo mismo que ellos ¿Seré ingenuo o quizás cobarde? ¿Por qué no me entrego a esa belleza que fluye de sus ojos, a esas verdades que formaban alianzas y prometían un espacio humano diferente, una consciencia superior o una sociedad más justa e igualitaria?
Los temas me parecían significativos, pero los medios me producían una duda tremenda y me hacían recordar las novelas épicas que leía. Todo parecía un realismo mágico. La realidad de un joven futbolista que lee a Camus y que conoce a la gente que vende en las ferias libres de los barrios me generaba una inescapable sensación, la del sentido común.
Recuerdo una conversación con un amigo, estudiante de medicina, donde la Laurita, a comienzos del año 73. Con ardor me hablaba de la revolución, que el pueblo en armas estaba listo para enfrentar al fascismo, que las fuerzas armadas se sumarían al movimiento popular por que la mayoría era pueblo y sabían de la explotación. Con una sencillez casi imbécil yo le respondía, «no creo». Le agregaba que Chile no era Cuba, que el Presidente Allende había sido elegido democráticamente, que el país mantenía los tres poderes funcionando y que las FFAA, con oficiales tradicionalmente de derecha, mantenían una cohesión y un evidente desprecio por el gobierno, y sin mencionar la intervención extranjera y la de los dueños de los alimentos y de los camiones, etc. A pesar de esto, que para mí era de sentido común, él, mi amigo, mantenía su ánimo vibrante.
Meses después del golpe lo encontré caminando por la calle, descalzo y enloquecido, luego de su detención y torturas.
También a pesar de lo anterior los dirigentes socialistas como Altamirano, un típico miembro de la alta burguesía chilena imbuido del poder intelectual y partidario y que nunca había visto una feria libre en su vida, seguramente, mantenía su discurso provocador, animando a que el pueblo, que sí estaba lleno de necesidades, se armara, en el fondo, construyendo carne de cañón. Finalmente se escapó, vivió su análisis político en Europa y regresó a su buen vivir y a su morir de viejo. Muchos de los que le creyeron murieron torturados, asesinados, desaparecidos, en medio de la orgía sádica que se desató después del golpe.
Esa mañana despejada y soleada del martes 11 de septiembre del año 1973 estaba haciéndome el desayuno en el departamento al que nos habíamos mudado desde Gran Avenida, en la calle Vergara, pleno centro y a dos cuadras de la Alameda. Puse la radio y escuché la noticia que se venía anunciando desde hacía meses, ahora concretándose. Golpe de estado. Todo cambió. Le avisé a mi hermano, quién se levantó y se fue ante la angustia de mis padres. Tras unos minutos de duda, decidí irme al Jota Aguirre. No era un impulso político ni una instrucción partidaria. Ese lugar era mi segundo hogar y allí estaban muchos de mis amigos. Me logré colgar de la entrada de una micro que iba hacia el norte por Vergara. Al cruzar la Alameda miré hacia el sector de la Moneda y vi cómo se alejaban de ella varias tanquetas de Carabineros. El orden se estaba invirtiendo.
Llegué al hospital. Había unos trescientos estudiantes en el patio, cerca del parquecito desde el que uno se encaminaba hacia la escuela. Todos con delantales, hombres y mujeres, unos pocos médicos, llenos de ansiedad, temor, rabia y esperanzas provenientes de rumores ilusorios, sin ninguna organización, plan, nada, solo estábamos allí.
Poco rato después y a baja altura pudimos ver dos aviones grises, de guerra, enfilar hacia el centro. Era inimaginable lo que iban a hacer ¿Realmente pensaban que tenían al Vietcong como rival? Era un acto que anticipaba la orgía criminal que se venía encima. Siempre ha sido claro que el golpe controló al país en pocas horas y mucha gente ya estaba hastiada del caos, el desabastecimiento, las amenazas de revolución popular o de guerra civil. Un plebiscito lo habría dejado claro, pero de lado a lado fue retrasado dejando el campo abierto a la paranoia desatada. El pueblo quería continuar con los cambios que anunció explícitamente la reforma agraria, pero ya no quería más violencia ni menos la que se venía.
El día se fue oscureciendo y tornándose triste. En muchas casas se celebraba. En otras cundía el miedo. La ciudad se vaciaba mientras las armas buscaban sus objetivos. Estuvimos tres días encerrados allí hasta la invasión del hospital por tropas de carabineros. Vestidos de blanco, al lado de las camas de los pacientes, como supuestos tratantes y con la complicidad de ellos, vimos pasar por los pasillos a los soldados.
Pudimos ver la miseria humana que se desata vengativamente en situaciones así, médicos denunciando a otros médicos para ser detenidos ¿Sabrían que muchos de ellos desaparecerían o morirían?
En la noche de esos días escuchábamos el ataque militar a la CCU que en ese tiempo estaba cerca, en Independencia.
Nos fuimos a nuestras casas. Mis padres, muy angustiados, me recibieron con alivio y luego a mi hermano. Eran momentos en que la mala fortuna podía ser fatal.
Los días y semanas siguientes fueron perversos. La habitual disociación entre una cotidianeidad cada vez más normal y un sadismo planificado y justificado. Durante años se mantuvo ese encierro, cautelando el supuesto desarrollo y vigilando la posesión del poder, en primer lugar de los propios camaradas de armas. En tiempos de terror surge lo peor de los seres humanos pero también lo mejor. Venciendo el miedo aparecieron aquellos que trataban de apoyar, ayudar, proteger y salvar. Pasó en la segunda guerra con los judíos. Estaba pasando en Chile.
Ya no estaba mi espíritu dispuesto a seguir con el fútbol. Volví a la escuela y luego dejé de jugar. Todo se descomponía y también estaba pasando con la «U». Después vinieron años de vida en medio de un sentimiento de impotencia y desesperanza, cruzados por la arrogancia y la crueldad venenosas. Desde el 68 al 74 este joven, yo, vivió estas cosas hace 50 años. Nunca las olvidaré.
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